Prólogo.

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Era una tarde dorada en Madrid, España, cuando el joven Nathan Blackwood paseaba despreocupado con su familia en un hermoso parque. En medio de risas y juegos, sus ojos se encontraron con los de una misteriosa muchacha que se reflejaba en la serena superficie de una antigua fuente.

Intrigado por su belleza y con la valentía que solo los niños poseen, se acercó y pronunció un tímido «Hola». La joven respondió con una sonrisa cálida y amistosa, invitándole a compartir un rato de juegos y complicidad.

A lo largo de esa mágica tarde, Nathan y la enigmática chica se perdieron en un mundo de imaginación y diversión. Risas resonaron entre los árboles y secretos compartidos, crearon un lazo inolvidable.

El sol se despedía en el horizonte, y llegó el momento de partir. Sus padres los llamaron a lo lejos, y, antes de separarse, Nathan no pudo evitar presentarse ni preguntar por el nombre de aquella compañera de aventuras.

—Selina Morgan —respondió ella, su voz tan suave como el susurro de las hojas que caían alrededor de ellos.

Nathan sonrió, inclinando la cabeza ligeramente, dando a entender que reservaba algo.

—Es un nombre muy bonito, pero yo te llamaré Luna.

Selina entrecerró los ojos, en un gesto espontáneo, alzó la mano y dibujó un pequeño círculo en el aire, justo frente a él, creando una luna imaginaria que solo ellos podían ver.

—¿Luna? ¿Por qué? —preguntó, dejando que su dedo descansara suavemente en el aire, pareciendo que su dibujo estuviera flotando ahí, entre ellos.

—Si nos volvemos a encontrar, te lo diré —respondió, cerrando su mano en un puño, como si atrapara un pequeño secreto que guardaría para el futuro.

Con el transcurso de los años, aquel breve encuentro quedó grabado en lo más profundo del corazón de Nathan. Cada pensamiento y latido parecían estar entrelazados con el recuerdo de aquella joven especial, Selina, que se había cruzado en su camino.

Pero el tiempo y la distancia los separaron, dejando solo una pregunta en el aire: ¿Se volverían a encontrar? Esa incógnita resonaba en su mente, mientras anhelaba el día en que el universo los reuniera una vez más y revelara los secretos que el futuro tenía preparado para ellos.

Fue así como, a lo largo de los años, la fuente se convirtió en un punto de encuentro especial para Nathan.

Cada día, después de la escuela, se tomaba unos minutos a fin de visitar el lugar donde había conocido a Selina. La esperanza y el recuerdo de aquel día mágico seguían vivos en su corazón, y no quería perder la oportunidad de que el destino los reuniera nuevamente.

Su padre se percató de esta rutina y de la añoranza que llenaba los ojos de Nathan. Siempre comprensivo, decidió mantenerse en silencio y dejar que su hijo persiguiera aquel sueño de reencuentro.

Sus padres, aunque preocupados por la persistente esperanza de Nathan, sabían que el tiempo era un misterioso aliado y que el destino podía tejer sorpresas inesperadas.

A pesar de sus anhelos, Nathan no descuidó sus responsabilidades. Con diecisiete años, era un joven aplicado en sus estudios y se llevaba bien con sus amigos. Aprendió a boxear, lo que se convirtió en uno de sus mejores pasatiempos, aunque a veces su mente divagaba entre las clases y la idea de volver a encontrarse con Selina. Su vida transcurría con normalidad, pero el anhelo latente nunca desapareció.

Hasta que nos descubrimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora