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Regla uno

Cambio: Nada perdura

Siempre he tenido responsabilidades que no son mías. A los cinco años conocí a mi hermano y luego, cuando se supone que las hormonas fueran preocupaciones de las que ocuparme, nació una bebé. Me volví por completo la hermana mayor. Yo era el ejemplo de seguir el tradicional camino del éxito. Era una estudiante promedio que los triunfos de los demás y las comparaciones me destruyeron; me dejaron marcas. El futuro depende de decisiones, de hacer lo que no te gusta para tener felices a otros y eso yo lo sabía; mi vida caminaba en diferente dirección opuesta a la que quería. Una carrera universitaria que logró despertar mi interés, pero no mi pasión. Decidí tomar las reglas que me limitaban. Fue así como la vida perdió color y sólo eran problemas, responsabilidades, decepciones que con lentitud se fueron intensificando. Dar ese paso decisivo, definir lo que quería ser y hacia dónde quería ir. Cuatro intentos, cuatro rechazos, los suficientes para que mi padre moviera sus influencias y encontrara un sitio en la universidad privada en la que trabajaba. Supongo que era una fracasada y mis calificaciones siempre fueron una mentira, así que acepté sin rechistar con tal de que dejaran de hacerme sentir que no valía. Los triunfos de los demás, a veces, duelen.

La universidad era un lugar terrible y lleno de tristeza; la nostalgia me invadió. Les daré un consejo: tiren los recuerdos a la basura, las fotografías son sólo eso, fotografías; la verdadera amistad no existe... eso me dijeron. La soledad me golpeó con dureza, caí en depresión que nadie notó, no tuve a quién acudir, no tuve una muestra de cariño y la idea de acabar con mi vida se hizo presente. Ni siquiera conté con el que fue mi mejor amigo. Ese chico con el que me tomaba de la mano, me abrazaba sin razón alguna y que lograba hacer que el tiempo se esfumara como humo. Todo fue hermoso hasta que cometí el error de enamorarme. Esperé el momento para que él se fijara en mí, creía que cumplía con sus exigencias, luego caí en cuenta que nunca signifique tanto. Primero esa estúpida fiesta. La casa de Gustavo, donde estuvieron varios de mis compañeros de electrónica y donde se la pasaron bebiendo. Cerveza y tequila, una combinación para que algunos se perdieran en sí mismos, y uno de ellos fue Giovanni.

Sus idioteces quedaron grabadas. El video fue compartido por todo el grupo en sus celulares; fue la burla del salón. Yo no sabía; le pregunté una y otra vez por aquel secreto a voces, pero no confió en mí, sólo hubo silencio. Supongo que fue tanta mi insistencia que decidió mostrarme aquel momento con la condición de no juzgarlo. Yo asentí sin saber qué esperar; aquella tarde apenas llegué a casa, salí al patio para tener algo de privacidad, reproduje el video y fue cuando entendí.

—¿Estás pedo? —preguntó Gustavo mientras se reía con los demás.

—No... No... lo... estoy. —Estallaron en carcajadas.

—¿Crees que Laura está buena?

—¿Cuál... Laura?

—La de administración.

—Ah... esa. Sí... es bonita.

—¿Te gusta Emily? —No supe quién preguntó, sólo que me dio coraje que alguien me metiera en la conversación—. Los hemos visto juntos, muy juntos.

—No... amigos. —Fue suficiente para que Giovanni se quedara dormido. Ahí terminó el video.

Su sinceridad me dolió aunque en el fondo lo sabía: no iba a ser correspondida por él, pero no pasaba nada. Pensé durante la noche qué decirle, explicarle que estábamos bien. Al siguiente día que llegué a la escuela, lo encontré en su lugar de siempre, al igual que el profesor detrás de su escritorio sin dar comienzo a la clase. El grupo hablaba en voz alta, algunos estaban de pie, otros todavía ni llegaban. Tomé asiento a lado de él, no tenía idea de cómo iniciar la conversación, de tocar el tema.

Tinta de sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora