En el pequeño pueblo de Santa Lucía, existía una casa que todos evitaban. Estaba en ruinas, con ventanas rotas y paredes cubiertas de enredaderas, y se decía que nadie había vivido allí en más de cincuenta años. Los niños la llamaban "La Casa de los Susurros", pues al pasar cerca, siempre se escuchaban voces débiles, apenas audibles, que parecían venir de lo más profundo de la casa.
María, una joven de 17 años, recién llegada al pueblo, no creía en historias de fantasmas. Había vivido toda su vida en la ciudad, rodeada de luces y ruido, y las supersticiones del pueblo le parecían absurdas. Sin embargo, había algo en esa casa que la intrigaba.
Una noche, después de escuchar a sus nuevos amigos contar la historia por enésima vez, decidió comprobar por sí misma lo que había de cierto en aquellas habladurías.
―¿De verdad creéis en esas tonterías? ―preguntó, con una sonrisa escéptica.
―Tú no lo entiendes, María ―dijo Pedro, uno de los chicos del grupo, visiblemente nervioso―. Esa casa... no es como las demás. Algo vive allí, algo que no es humano.
―¿Y qué es lo que pasa si entras? ―insistió María, tratando de sacarles más información.
Los chicos se miraron entre sí, vacilantes. Finalmente, Ana, una chica que apenas había hablado, se decidió a responder.
―Dicen que si entras, escuchas voces. Al principio parecen susurros, pero luego empiezan a decir tu nombre. Y si no sales a tiempo... ―Ana se detuvo, como si no quisiera continuar.
―¿Qué? ―preguntó María, cada vez más intrigada.
―Nunca más vuelves a salir.
La noche estaba oscura y el viento soplaba con fuerza cuando María decidió que iba a desafiar la leyenda. Sin decirle a nadie, se dirigió sola hacia la Casa de los Susurros. Al llegar, sintió un escalofrío recorrer su cuerpo, pero lo atribuyó al frío nocturno y a la tensión acumulada por las historias. Se acercó a la puerta principal, que colgaba de una bisagra rota, y la empujó suavemente.
La puerta se abrió con un chirrido agudo que resonó en la oscuridad. María sacó una linterna y entró.
El interior estaba tal y como se esperaba: abandonado, cubierto de polvo y telarañas. El aire era denso, cargado con un olor a moho y madera podrida. Sin embargo, lo que más llamaba la atención era el silencio. Un silencio tan profundo que María podía escuchar su propio corazón latiendo con fuerza.
Comenzó a explorar la casa, moviéndose con cautela entre los escombros. La primera planta no ofreció nada fuera de lo normal, salvo una sensación creciente de opresión. Subió las escaleras, que crujían bajo su peso, y llegó al segundo piso. Allí, el ambiente era aún más denso, como si algo invisible la estuviera observando.
De repente, escuchó el primer susurro.
―Maaaaríaaaa...
Se detuvo en seco, tratando de identificar la fuente del sonido. Podría haber sido el viento, pero algo en su interior le decía que no era así. No obstante, decidió continuar.
―Maaaaríaaaa... ―el susurro se repitió, esta vez más claro, más cerca.
―¿Quién anda ahí? ―preguntó en voz alta, sintiendo cómo el miedo comenzaba a apoderarse de ella.
Nadie respondió, pero el susurro continuó, acompañándola mientras exploraba cada habitación. Parecía provenir de todas partes y de ninguna al mismo tiempo.
―¡Esto es ridículo! ―exclamó, tratando de convencerse a sí misma de que no había nada de qué preocuparse.
Entró en lo que parecía ser el dormitorio principal. Las cortinas deshilachadas se movían suavemente, aunque no había ventanas abiertas. En el centro de la habitación había una cama vieja, cubierta de polvo. Fue entonces cuando lo escuchó claramente.
―Maaaaríaaaa... ven con nosotros...
El susurro era distinto, ya no era una simple llamada; ahora era una invitación, una invitación que heló la sangre de María.
―¿Quiénes sois? ―preguntó, sintiendo que sus piernas empezaban a temblar.
El silencio volvió, pero solo por un momento. De repente, la linterna comenzó a parpadear y se apagó, dejando a María en la más absoluta oscuridad.
―¡No! ―gritó, golpeando la linterna para que volviera a encenderse.
En la oscuridad, el susurro se convirtió en un coro de voces.
―Maaaaríaaaa... te estábamos esperando...
―¡Déjenme en paz! ―gritó, su voz resonando en las paredes.
Las voces aumentaron en intensidad, volviéndose más fuertes, más exigentes. Ya no eran solo susurros; ahora parecían gritos.
―¡Ven con nosotros! ¡No escaparás!
María retrocedió, aterrorizada, y tropezó con algo en el suelo. Cayó de espaldas, golpeándose la cabeza contra el suelo. El dolor la cegó momentáneamente, y cuando abrió los ojos, vio algo que la dejó paralizada: sombras oscuras, con formas humanas, se movían en la penumbra, acercándose lentamente a ella.
―No... esto no puede estar pasando... ―susurró, intentando levantarse.
Pero las sombras la rodearon, y en ese momento, la linterna volvió a encenderse. La luz reveló por un breve instante las figuras que la acechaban. Eran personas, o al menos lo habían sido. Sus rostros estaban deformados por la desesperación y el sufrimiento, sus ojos vacíos, sin vida. Eran las almas de aquellos que habían entrado en la casa y nunca habían salido.
María gritó, un grito desgarrador que resonó en toda la casa.
Desesperada, corrió hacia la puerta, tropezando y cayendo varias veces, pero las sombras la seguían, susurros transformados en chillidos. Cuando finalmente llegó a la salida, sintió una mano fría agarrar su tobillo, tirando de ella hacia el interior de la casa.
―¡No! ¡Dejadme ir! ―gritó, intentando zafarse.
Con un último esfuerzo, se liberó y salió corriendo de la casa, sin mirar atrás. Corrió sin detenerse hasta llegar a la plaza del pueblo, donde se desplomó, jadeante y temblando.
Al día siguiente, cuando los vecinos la encontraron, estaba catatónica, incapaz de hablar o moverse. Nadie supo nunca qué había ocurrido en la Casa de los Susurros esa noche, y la casa permaneció vacía, abandonada, su misterio intacto.
Sin embargo, a partir de esa noche, los aldeanos comenzaron a notar algo extraño. Al pasar cerca de la casa, ya no escuchaban susurros. En su lugar, se oía un grito lejano, desgarrador, que resonaba en el viento. Un grito que parecía ser el último vestigio de una joven que había desafiado lo desconocido y había pagado el precio por ello.