Salí corriendo del restaurante. Mi vestido largo, verde botella, y los tacones de aguja no me ayudaban mientras intentaba escapar de la cena con Roberto. Cuando me puso en la cara el diamante que había sacado de su bolsillo, supe que esto había ido demasiado lejos. Los latidos de mi corazón resonaban en mis oídos mientras corría calle abajo. Cada zancada que daba me alejaba de la sonrisa confiada de Roberto. ¿Cómo había llegado hasta aquí? ¿Cómo había dejado que todo se complicara tanto? Mis pensamientos eran un torbellino, y solo una idea se repetía con claridad: no quería casarme.
No quiero empezar esta historia mintiendo. Sí quería casarme. La idea de una noche rodeada de familia y amigos, vestida de blanco y llevando un ramo de jazmines, siempre había estado en mi cabeza. Pero durante los ocho años que duró mi relación con Roberto, nunca fue él quien me veía con mi vestido de novia.
Él era el chico perfecto, o al menos así parecía. Roberto era el tipo de persona que hacía todo lo posible para ser el compañero ideal: detallista y educado, siempre sabía cuándo sorprenderme con flores o reservar una mesa en un restaurante elegante. Director financiero en una de las Big Four más importantes de España, su carrera era tan impecable como su apariencia: siempre bien vestido, con trajes hechos a medida que encajaban con su personalidad. Tenía esa seguridad en sí mismo que desprendía quien sabe que tiene todo bajo control desde que nació. A los ojos de todos, éramos la pareja ideal: él, el hombre exitoso y ambicioso, y yo, la mujer que lo había acompañado en todos sus éxitos, desde su graduación en el máster como en sus diferentes ascensos. No faltaban las sonrisas de aprobación en las cenas familiares, ni los comentarios de envidia de mis compañeras sobre nuestra relación.
El móvil dentro del bolso empezó a sonar, y tuve que parar en la primera esquina para ver quién me llamaba. Roberto Ortega. Recordé las miles de veces que me suplicó que modificase su contacto, quitando el apellido y poniendo algún emoticono cariñoso. Colgué, e instantáneamente me llegó un WhatsApp que no leí.
Mientras me apoyaba en la farola, mi mente estaba en caos, atrapada entre el clamor de mis pensamientos y el sonido lejano de los coches. Decidí pedir un Uber y, con las manos temblorosas, llamé a Carmen. Necesitaba un refugio, alguien que pudiera entenderme sin juzgarme por rechazar un futuro que todos consideraban brillante. Cada mensaje de Roberto, cada intento de llamar, parecía un recordatorio de que estaba huyendo de la manera más rastrera.
— ¿Estás bien? —preguntó rápidamente.— ¿No ibas a cenar con Roberto?
— Me ha pedido matrimonio —respondí con la voz entrecortada por la agitación.
— Pero... —tardó en responder, procesando la noticia—. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué no noto que estés dando saltos de alegría?
— He salido corriendo del restaurante, dejándolo plantado con el anillo, y estoy pidiendo un Uber.
— ¿Vas a tu casa?
— Sí.
— En veinte minutos estoy allí.
Carmen colgó, y justo en ese momento llegó el coche que me llevaría a mi refugio. El coche arrancó suavemente, y con él, las lágrimas comenzaron a desbordarse. Observé por la ventana mientras las luces de la Calle Velázquez se deslizaban rápidamente a mi lado. ¿Cómo había llegado todo a esto? Roberto era el hombre con el que toda chica soñaba. Pero su idea de futuro siempre había sido más clara y definida que la mía, y en algún momento, sin darme cuenta, empecé a dejar que sus sueños reemplazaran los míos.
El coche se detuvo frente a mi edificio, y al poner un pie en la acera, sentí el peso de todas las decisiones que había tomado hasta ese momento. Mientras subía las escaleras hacia mi apartamento, una sensación de decepción empezó a instalarse en mi pecho.
ESTÁS LEYENDO
Fuimos un cuadro de Monet
Storie d'amoreLara lleva meses sin pintar. Lo que antes era su único escape de una familia que nunca la entendió, ahora está abandonado tras el armario, cubierto de polvo. Tras romper con lo que la ataba, se encuentra atrapada en un torbellino de dudas y emocione...