III: La Corona en la Sombra del Reino Perdido

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La brisa fresca de la mañana acariciaba las colinas de Rocadragón, un respiro bienvenido en medio de la tormenta que se gestaba en el corazón de Rhaenyra Targaryen. Los preparativos para su viaje a Sothoryos estaban en marcha, pero su mente seguía atrapada en la preocupación por su hijo perdido. Lucerys, su querido Lucerys, estaba allá afuera, posiblemente en manos de desconocidos, y Rhaenyra sentía cada momento como una daga clavada en su pecho.

Había salido con su familia para tomar un respiro, alejarse de los mapas y estrategias que invadían cada rincón de su pensamiento. A su lado, Daemon, siempre el guerrero en guardia, observaba el horizonte con la mirada fija, mientras sus hijos correteaban por la hierba. Jacerys su primogénito desde que se entero de la pérdida de su hermano había estado decaído, distante y distraído, su pequeño hermano que había jurado desde niño proteger no estaba. Su madre tenía la esperanza de que estuviera vivo Jacerys deseaba también creer en ello, pero si era realista, las posibilidades eran casi nulas.

Rhaenyra inhaló profundamente, permitiéndose un breve instante de calma, aunque sabía que pronto tendría que sumergirse de nuevo en la tormenta de la búsqueda de su hijo.

De repente, un sonido de pasos acercándose rompió la paz momentánea. Un soldado de Rocadragón se aproximaba a la familia, su postura rígida y mirada ansiosa. Daemon, siempre alerta, se colocó instintivamente entre Rhaenyra y el recién llegado, su mano descansando sobre la empuñadura de su espada.

— ¿Quién eres y qué traes?.– demandó Daemon, con una voz tan cortante como el acero que llevaba.

El soldado levantó las manos, mostrando que no tenía malas intenciones.

— Mi señor, traigo un mensaje y algo más que necesita ver la princesa Rhaenyra.–  respondió con un tono de respeto, y con cuidado, abrió su bolso de cuero.

Rhaenyra observó con curiosidad mezclada con precaución mientras el soldado sacaba un objeto envuelto en una tela roja descolorida por el tiempo. Sus ojos se agrandaron cuando, con delicadeza, desplegó la tela revelando una corona. No cualquier corona, sino la del difunto rey Viserys, su padre.

El objeto brillaba a la luz del sol, como una estrella de oro. Rhaenyra sintió una punzada de emociones: tristeza, nostalgia, y una renovada determinación. Esta corona había sido el símbolo del reinado de su padre, de la paz que alguna vez había reinado en los Siete Reinos. Ahora, en sus manos, se convertía en un recordatorio del legado que debía proteger y reclamar.

— Su Majestad juro lealtad a su causa y a usted.– exclamó el guardia.– en la Fortaleza un falso rey está siendo proclamado, el príncipe Aegon se corona como el nuevo regente de estas tierras.

Daemon dio un paso atrás, su expresión pasando de alerta a enojo, el hijo borracho e inútil de Alicent se coronaba como rey, ensuciando su sangre y apellido él no lo permitiría, giro a ver a Rhaenyra y su gesto cambio a uno de admiración y reverencia. La familia y los demás presentes se reunieron en torno a Rhaenyra, sus miradas llenas de orgullo y reconocimiento. Él tomó la corona entre sus manos, sintiendo el peso tanto físico como simbólico del objeto. Era la prueba de que el verdadero linaje de Targaryen estaba en Rhaenyra, y no en el usurpador que ocupaba el Trono de Hierro.

— Mi reina.–  murmuró Daemon, inclinando la cabeza en señal de respeto. El resto de su familia y los soldados presentes siguieron su ejemplo, inclinándose ante Rhaenyra.

Por un momento, Rhaenyra dudó. Pensó en Lucerys, en lo que significaba aceptar la corona en este momento crítico. No era solo un símbolo de autoridad, sino un juramento de que lucharía hasta el último aliento por su familia, su hijo, y su derecho legítimo al trono.

Finalmente, con un gesto decidido, Rhaenyra le dio una señal a Daemon y él obediente colocó la corona sobre su cabeza. Una oleada de energía y propósito la inundó, como si en ese instante, el espíritu de su padre y de todos los Targaryen antes que ella, la estuvieran bendiciendo y apoyando.

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