Capitulo tres

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                                                  El Ciervo De Acuarela 

Esta vez, como para conmemorar a las visitas, había a pesar del frío, más
animales silvestres.
Los niños pasaron en fila por el angosto camino.
—¿No hubiera sido más fácil buscar la imagen en alguna enciclopedia? —
Preguntó Rupert sin mucha convicción, porque en el fondo él también quería
adentrarse en el bosque.
—Pero si lo ves de verdad, quizá te salga más bonito —Solucionó Beth.
—Verlo de verdad ¿Eh? Qué curiosa manera de expresarse —Comentó, pues le
había hecho gracia. 
—Ah, pero se entiende —Le respondió resuelta encogiéndose de hombros.
Escucharon el sonido de un pájaro carpintero y trataron de buscarlo con la vista,
hasta que lo descubrieron posado sobre un tronco muy alto.
—Si me subo en el otro árbol podré verlo mejor —Les dijo Rupert empezando
a treparlo— ¿No vienes? —preguntó a Dante, pero él negó con la cabeza.
—Subirse a los árboles solo sirve para partirse la crisma —respondió, citando a
la perfección a su madre.
—¡Bah! si serás gallina —El otro siguió subiendo y Dante lo miró ceñudo, sin
adivinar que por ese comentario, Rupert pasaría toda su maldita vida diciéndole
que era un brujo de mal agüero. 
Escaló con agilidad hasta llegar a una rama desde donde se podía ver de lleno
al animal, aunque aún desde abajo. Se quedó allí un rato, tratando de captar cada detalle en su cabeza, para poder dibujarlo más tarde, a esa altura, se divisaba
gran parte del bosque, y a lo lejos, comiendo el poco del césped que quedaba,
había un ciervo, no el mismo que Dante y Beth habían visto la vez anterior.
Claro que él no tuvo tiempo de averiguarlo, pues el crujido de la rama bajo sus
pies lo distrajo más, está se quebró y Rupert cayó de espaldas.
Aquel suceso les sirvió a todos para aprender que los niños tienen mucha suerte,
pues ese día una enorme pila de hojas se había estado acumulando justo debajo
del árbol, cayó sobre ellas con el estertor del crujido de las mismas, que salieron
volando en todas direcciones. Incluso así, Rupert se hubiera muerto al caer al
suelo, pero en este había una enorme madriguera repleta de hojas, suavizando
de alguna forma el impacto.
Los demás contemplaron la escena con ojos asustados. Entre los tres rehicieron
su camino de vuelta llevándolo cargado de los brazos y las piernas. Le sangraba
la cabeza y todavía tenía los ojos desorbitados por el susto. Entraron en la
mansión por la parte trasera y subieron las escaleras volando, sin siquiera
detenerse a pensar en la dificultad de subir cargando a alguien como si fuera un
saco de papas.
Se encerraron en la biblioteca y lo sentaron en la sillita donde hacía poco estaba
tomando el té. Beth  corrió en busca de un botiquín mientras los otros dos lo
vigilaban, inquietos.
  —¡Rupert! —Lo llamaban— H-háblanos ¿Te sientes bien?
Cuando volvió en sí, luego de pasar el primer susto, les dijo que sí.

¿Podía caminar? 
Lo hacía.
¿Sentía algún hueso roto?
No que él supiera.
¿Qué le dolía?
¿Qué no le dolía?
Elizabeth regresó con el botiquín después de un par de minutos. Le echaron
alcohol por toda la cabeza y se la apretaron demasiado con unos vendajes.
Cuando llegó la noche y todos asumieron que no moriría, se turnaron para
zurrarlo, en el lugar donde menos le dolía: el brazo izquierdo. Y se volvieron a
sentar juntos alrededor de la mesita, todos con el gesto crispado excepto Rupert,
mirándolo atentamente por si algo le decía que era mejor fallecer. Pero no lo
hizo, aunque dolorido, echó la cabeza hacia atrás y soltó una profunda carcajada
que inundó la biblioteca y la cual produjo otra tanda de zurras, por gracioso.
La sirvienta vino para dejarles la cena y ellos escondieron al chico en un puesto
más a la penumbra hasta que se hubo ido. Comieron alegres, olvidando el
accidente, él les comentó que había visto al ciervo y lo pintaría mañana
temprano.
—Igual necesitaré alguna guía —dijo comiéndose un trozo de pollo.
—Mmm, mientras no necesites un velorio— comentó Dante picando sus
propias verduras, todos rieron.
Ese día se hicieron amigos, grandes amigos de hecho, porque la tensión les
sirvió para romper los muros, quizá de una forma que en circunstancias
normales jamás habrían logrado. No hubieran conseguido encontrar nada en
común que los relacionara, y  habrían optado por decirles a sus padres que no
los llevaran más. Pero no lo hicieron, siguieron viniendo tan seguido, que los
dos residentes permanentes de la casa se acostumbraron a tener más amigos
cerca.
Rupert se acostó a dormir temprano esa noche, tan temprano que su padre no
tuvo chance de verlo. A la mañana siguiente se levantó antes de que aclarara del
todo y entre los cuatro sustituyeron las vendas ajustadas y vistosas  por unas
más pequeñas, que pegaron torpemente con adhesivo médico. Pasó el resto de
la semana con el sombrero enterrado en la cabeza, siguiendo la misma rutina:
dormir temprano y despertar temprano para renovar los vendajes.
Al día siguiente, la mesita de la biblioteca fue, por espacio de algunas horas, su
escritorio. Pasaron la mañana rebuscando ilustraciones en las enciclopedias
hasta que consiguieron las que él necesitaba.
Curiosos, los demás lo observaron hacer trazos, con sus propios materiales
traídos en la maleta: acuarelas, papel especial, pinceles y lápices de diferentes
tonalidades.
Rupert tenía una mano ágil, hubiera sido un buen doctor, como años después,
siempre le reprochó su padre, más veces de las necesarias para ser recordado y
entendido. Un ser inamovible a quien no conmovían las exposiciones en
galerías prestigiosas. Era delicado con los trazos, como lo fue con todo en su
vida en años posteriores, desde acariciar perros hasta amar mujeres.
Cuando terminó de dibujar pasó a pintarlos con cuidado, a la luz del mediodía
secaron rápido y fueron regalados a cada uno antes de que dieran las dos.
El dibujo del ciervo, hacedor de tantas desgracias, fue para Beth, quien lo tuvo
pegado en la pared de su alcoba todo el tiempo que vivió en aquella mansión,
después lo conservó doblado en algún libro y olvido cual era. A dante le dio uno
de un pájaro carpintero, que guardó en el cajón de su escritorio y habitó ahí
pacíficamente hasta que este poco a poco se llenó de cuentos, hojas sueltas con
ideas y cartas. El de Bridget era de un perro Golden retriever y un dálmata
sentados y sacando la lengua, ella le hizo un marco de cartón y macarrones y lo
dejó sobre su escritorio por muchos años, y cuando creció y tuvo su propio
dinero le compró un marco de verdad.
                                                                ***
La semana llegó a su fin, y  Bridget y Rupert se fueron, el señor Piaf incapaz de
cumplir con el plazo de tiempo que prometió quedarse, partió en su propio
coche.
Dante y Beth los despidieron a todos con la mano, hasta que se perdieron de
vista por el camino. Y como siempre, otra vez se habían quedado solos.





                                                

Una Rosa para Elizabeth Donde viven las historias. Descúbrelo ahora