Ser Feliz Por La Nieve
Cuando el otoño dio pasó al invierno, Dante empezó a recibir educación, no se
le hizo difícil porque era dado a los estudios, y si no entendía algo, pasaba toda
la noche estudiándolo hasta comprenderlo. En ese aspecto, como en la mayoría
de las cosas, era diferente a Beth, que nunca ponía suficiente atención en clase
y dejaba que las tareas se acumularan sobre el escritorio, de alguna forma
conseguía entregarlas en la fecha, sacrificando uno o dos días de juegos.
Solo había una clase que ella esperaba con ansias, y por la cual se esforzaba
estando al día con sus demás actividades, pues como le había dicho su padre,
no las tendría más si bajaba su rendimiento.
Todos los sábados de 2 a 6 y sin falta, venía una maestra de música. Se sentaban
a estudiar frente al piano de aquella habitación cargada de instrumentos, y
aunque a Elizabeth le pesaran las divisiones y los dictados, podía pasar
tranquilamente una semana llenando hojas y hojas de pentagramas con
caligrafía musical. Aquella fue la única institutriz que nunca tuvo nada de qué
quejarse.
Apenas cayó la nieve volvieron a tener vacaciones, en primera por la navidad y
en segunda porque ese invierno nevó tanto que se cubrieron los caminos y
volvía casi imposible llegar allí, por esa misma razón, el señor Piaf no llegó a
la mansión sino hasta un par de días antes de nochebuena, cuando las calles
fueron despejadas. Llegó cargado con regalos para todo el mundo: vajilla,
abrigos y ropa dominguera para el personal de la casa, que se retiró luego de
recibir el pago navideño, dispuestos a pasar la festividad con sus familias. Solo quedó el ama de llaves, porque su hija también trabajaba de sirvienta; el
cocinero, que era extranjero y que manifestó nulas ganas de hacer la larga
travesía de regreso a su patria, aun cuando le ofrecieron vacaciones desde que
inició el mes; y un mayordomo al que ninguno le conocía parentesco.
A Dante y a Elizabeth les trajo ropa más abrigada que la del otoño, pero como
hizo las compras en un apuro, las pidió un par de tallas más grandes.
Como resultado, los niños anduvieron un buen rato con mangas que les cubrían
las manos y abrigos de botones que les llegaban casi hasta las rodillas, y
pantalones y faldas muy largos, que más tarde la sirvienta recortó y acomodó
con ayuda de una máquina de coser. Al menos, los zapatos si les quedaban.
De regalo, le dio a cada uno una colección de libros que venía atada con un
lacito rojo y que contenía doce ejemplares de tapa dura, de diferentes grosores
pero del mismo tamaño y cubierta. Los de Beth, eran de Jane Austen y Lucy
Maud Montgomery y los de Dante, de Charles Dickens y Mark Twain. Y unas
pequeñas libretas que hacían las veces de agenda y que cerraban con una especie
de imán para evitar que se abrieran con la brisa.
Dante escribió su primer cuento en la suya, era corto, no abarcaba más de cuatro
páginas, lo título “Cuando cae la nieve” y lo revisó minuciosamente con ayuda
de un diccionario para corregir todas las fallas que encontró. Beth la utilizó de
una manera diferente: cada vez que algo interesante le pasaba, escribía un
pequeño verso o una canción al respecto, con su letra desordenada, llenando las
páginas de tachos, garabatos y borrones. Allí apuntó cómo fue su 24 de
diciembre…
Se levantó por la mañana y al correr las cortinas, descubrió que ya no nevaba
tan fuerte, así que fue directo a bañarse, apreciando el contraste entre el agua
caliente de la tina y el frío que llenaba la habitación. Salió varios minutos más
tarde, estando lista, con una camisa de franela amarilla y falda negra.
Dante, que estaba despierto desde más temprano, se abrigaba frente a la
chimenea de la sala.
—Anda Dante —dijo jalándole del brazo para que se pusiera de pie—. Vamos
a jugar en la nieve.
—¿Jugar en la nieve? —repitió él parándose por fin. Ella asintió, sonriente
—Sí.
—¿Por qué haríamos eso? Afuera hace mucho frío.
—Porque… es divertido ¿Nunca has jugado en la nieve? —Le preguntó con
aspecto incrédulo.
—No… En el invierno hace mucho frío y es fácil enfermarse.
—Dices que hace mucho frío pero igual te bañaste —comentó señalando su
cabello húmedo—. Entonces ¿Por qué no puedes salir a jugar?
—No Beth —dijo poniendo el rostro serio, pues rehusó la idea de explicarle la
sensación que daba haber visto a un niño azulado tirado en una acera
congelada—. No quiero.
Y ahí se plantó, ceñudo, como hizo siempre y cada vez que estuvo decidido en
algo. Pero allí también estaba Elizabeth, agarrándole del brazo y mirándole con
insistencia, como siempre, y eso bastaba para quebrar su solidez.
—¡Ah!... Por favor —Le pidió ella de nuevo.
Él volvió a negar con la cabeza.
—Pero mira, te prometo que no te vas a enfermar —Está vez, cometió la
equivocación de devolverle la mirada, pues había algo en los ojos de Beth, que
hacía que para él, todo lo que dijese sonará convincente.
Luego de un suspiró de cansancio, desistió de seguir negándose.
—Ah, está bien.
Se acomodaron en la puerta: primero un suéter después los guantes, el abrigo,
la bufanda, el gorro y por último las botas de invierno, que cubrían largas
medias de lana.
<<El invierno no es malo si estas abrigado>> Pensó viendo los pequeños copos
que se derretían al contacto con la ropa, y por ese día se entregó a amar por
completo la estación. Hicieron un enorme hombre de nieve a quien sospecharon
haberle hecho la cara de cagarrutas de conejo, pero prefirieron seguir pensando
que eran pequeñas piedras. Se lanzaron en trineo por subidas marcadas que
había en los caminos cerca de la casa, e incluso cuando chocaron y cayeron les
pareció gracioso, porque el grosor de la nieve suavizó el impacto. Intentaron
construir una casita con nieve, pero gracias a un movimiento torpe se les vino encima, pasearon por el bosque que parecía desierto e incluso patinaron sobre
un lago congelado, para luego emprender el regreso.
Dante solo volvió a odiar el invierno en enero, la vez que Rupert y Bridget
vinieron a jugar, e hicieron una guerra de bolas de nieve, cuando se descuidó,
Rupert le metió una dentro de la camisa.
Pero ese día ambos estaban muy felices. En casa acababan de llegar con el árbol
recién cortado y ellos tuvieron que ayudar a decorarlo, acomodaron todas las
velas alrededor y al angelito, en la punta. Entre Beth y el señor Piaf se las
arreglaron para hacer que un pino fresco logrará empezar a incendiarse, de igual
forma, consiguieron apagarlo y tuvieron que pasar la velada oliendo pino
chamuscado.
Hicieron chocolate para abrigarse, y todos los que quedaban en la mansión se
sentaron a comer a la mesa, juntos, un enorme festín que coronaba un pollo
horneado.
Dio la medianoche, y aún ninguno tenía sueño, se sentaron alrededor del piano
de cola de la sala, desempolvado para la ocasión, y escucharon, por primera vez
en casi dos años, a aquel viejo y bien cuidado instrumento sonar. Elizabeth tenía
un libro completo con partituras de villancicos que estuvo tocando con destreza
por espacio de cuarenta minutos.
Cuando se repartieron los obsequios y cada quien se fue, dispuesto a dormir; el
señor Piaf se quedó pensando largo rato en que no importaba si bajaba el
rendimiento en otras cátedras, él seguiría pagando las clases de música.
Mientras el resto ya estaba descansando. Dante y Elizabeth se besaron por estar
debajo del muérdago, pero como la mayor cualidad de ambos era ser imbéciles,
lo olvidaron al día siguiente, y ni siquiera fue un recuerdo superfluo en la
memoria de ninguno, creyendo fielmente que su primer beso lo habían dado
varios años después.
Porque en su niñez, Dante y Beth no fueron nada más que mejores amigos, y
los mejores amigos solo recuerdan las tardes en la biblioteca escuchando las
historias de uno o sentados juntos en el banquito del piano del estudio para
escuchar tocar a la otra, con expresión absorta, las teclas del pequeño piano.
Pero igualmente y para estrenarla, Elizabeth lo anotó en su agenda.
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Una Rosa para Elizabeth
RomanceAcompaña a Dante y Elizabeth desde su niñez, mientras atraviesan por varias series de pequeñas complicaciones para poder realizarse.