Los días pasaban rápido en aquella mansión, y al siguiente el señor Piaf tan
rápido como apareció, se fue a otro viaje de negocios. Dejando a aquellos niños
al indulgente aunque preocupado cuidado de los sirvientes de la casa.
Lo de que allí no llegaban más niños era cierto, y no porque estos faltasen, ya
que en todas las casas vecinas había muchos de ellos.
—Es porque no les gusta juntare con nosotros —Le explicó Beth una vez —
Siempre ha sido así, pero mis hermanos decían que no hay que preocuparse por
eso, igual no son agradables.
Y tenía razón, no eran agradables y él tampoco le presto más atención al tema,
era la primera vez que tenía una amiga y también fue la primera vez que se
sintió cómodo en mucho tiempo. Ella le resultaba graciosa, y ni siquiera tenía
muy entrenado el sentido del humor, tampoco se esforzaba por hacerlo reír, era
algo torpe por naturaleza; se le enredaban las palabras y terminaba diciendo
tonterías y los adultos siempre hacían gala de lo distraída que era, pero él la
escuchaba atentamente cada vez que arrojaba un extenso monólogo sobre las
cosas más sencillas, o conversaban alegremente sobre temas que les interesaban
a ambos, aunque a veces terminase en una discusión, de alguna forma ofrecían
la retroalimentación que necesitaba el uno del otro, y por eso se llevaron tan
bien desde aquellos días, porque tuvieron la capacidad de conectar.
Si llovía seguido, se sentaban frente a la chimenea de la biblioteca, que era por
demás uno de los lugares más abrigados de la casa, se contaban historias, leían
o comían bizcochos, en cambio, cuando hacía buen clima, salían a jugar al patio,
husmeaban en los establos que había detrás de la casa o sino simplemente se
sentaban debajo del gran roble.
Cuando el otoño llegó con fuerza, y los árboles del bosque se quedaron sin hojas
hasta no ser más que endebles y torcidos esqueletos de madera, Dante y Beth
dedicaron gran parte de su día a explorar todos los senderos del bosque.
Un sábado, cuando se levantaron más temprano de lo usual, habiendo acordado
que saldrían a las 7:30, bajaron las escaleras con prisa, ya ambos limpios y
peinados. Y se sentaron a comer a la mesa, aminorando los ánimos con una
incesante charla.
—¡Quizá veamos un zorro!
—¡O un pájaro carpintero!
—¿En esta época hay mariposas?
—¿Habrá conejos gigantescos?
Dejaron los platos vacíos sobre la mesa y salieron, no sin antes tomar sus
abrigos del perchero.
Caminaron gran parte del trayecto, porque “no debían correr con la panza llena”
y fueron por detrás de la casa, donde los arboles lindaban el bosque de la
propiedad, y se adentraron en él. Resultaba difícil perderse pues el bosque era
pequeño y había un estrecho camino de tierra por el que iban diligentemente, o
al menos procuraban no perder de vista.
Iban alzando la cabeza, observando la cima de los árboles, pero esa mañana no
avistaron ningún pájaro carpintero y Beth se pegó con una rama por no mirar el
camino, cuando el paseo se les hizo aburrido, empezaron a correr, espantando a
su paso a las liebres que estaban en el sendero.
—¡Vamos! —Vociferó Dante sonriente, pues ya la había aventajado —¡Corre
más rápido!
—No… no puedo —respondió entre respiraciones agitadas, disminuyendo un
poco más el trote.
—Anda —Él se detuvo y zanjó la distancia recorrida— No tiene gracia si lo
hago yo solo —dijo agarrándole la mano para que siguiera avanzando, y así
siguieron otro largo trecho de camino, evitando pisar las hojas secas y sin ver
todavía ni pájaros carpinteros ni conejos gigantes. Pero cuando se sentaron a
descansar en una roca a un costado del pasaje, hasta que sus latidos se tranquilizaran, un enorme ciervo paso justo por su lado. Ambos lo miraron
asombrados hasta que los notó y se fue, perdiéndose de vista entre los árboles.
Luego jugaron a saltar entre las hojas secas, pero uno saltó sobre una pila y se
hundió en el suelo, ese día descubrieron que el bosque tenía una plaga de liebres
y conejos, que si bien no eran gigantes, sus madrigueras sí. Los siguientes días
los pasaron escondiéndose dentro de ellas. Volvieron sobre sus pasos a la hora
del almuerzo, comieron después de ducharse y luego subieron a la biblioteca a
tratar de describir todo lo que habían visto.
Se sentaron alrededor de una mesita y juntos lo anotaron en una hoja, como se
los había sugerido una sirvienta para que practicaran su caligrafía y escritura.
El primero de estos informes había sido de una lagartija, una liebre gris y una
oruga.
El de hoy: un petirrojo, un cuervo, dos conejos y el ciervo. Trataron sin éxito
de dibujar al animal y terminaron con un feo boceto de círculos, rayas y
borrones, del cual estaban muy orgullosos. Pero que igual, gracias a él,
concluyeron que ninguno tenía dotes para el dibujo, así que se centraron en
escribir la descripción.
“Ciervo enorme con gran cornamenta y ojos negros”
“Cuervo en una rama, no dijo nada”
“Conejo (no era gigante)”
“Petirrojo, pequeño y rojo”
(Hoyos de conejo, no saltar en las hojas secas)
Guardaron las hojas en un baúl junto con las otras y se entretuvieron en sus
ocupaciones usuales, antes de que fuera hora de cenar decidieron pintarlos. La
oruga de azul porque no había que ser exactos, la lagartija de gris y el ciervo de
diferentes tonos de marrón. Al parecer, tampoco sabían pintar…
El señor Piaf llegó para la cena de esa noche. Iba a quedarse el mes completo y
se le veía contento, mientras cortaba su filete les comentó que vendrían de visita
sus nuevos socios, antes de poder preguntarse siquiera por qué les incumbía, soltó:
—Van a traer a sus hijos, son como de su edad. Así que van a tener que pasar
la semana con ellos, espero que se porten bien —Luego continúo comiendo
tranquilamente.
Los otros dos intercambiaron una mirada, sin saber bien cómo reaccionar,
prefirieron seguir cenando.
***
Los preparativos se hicieron con anticipación. Se limpiaron a fondo los cuartos
de huéspedes de la segunda planta, se llenó la despensa a tope y sacaron los
mejores vinos. A los niños les compraron varios trajes nuevos, que incluían una
pajarita para Dante y guantecitos de seda para Beth, alagaron mutuamente sus
zapatos de charol.
Así todo estuvo listo para cuando llegaron las visitas en un par de ostentosos
carruajes. Venían de la ciudad, la esposa de uno, hastiada con la simple idea de
viajar tres horas hacia el campo rechazó la propuesta con la excusa de quedarse
cuidando a sus demás hijos; el otro era viudo, por lo que el número de visitantes
fue reducido y resultaban personas agradables.
Por el simple hecho de la comodidad y de tenerlos fuera de su vista, los niños
terminaron tomando el té en la biblioteca, en una pequeña mesa fabricada para
sus alturas.
Todos estaban tensos ante los nuevos rostros. Los invitados se llamaban:
Rupert, que era un niño alto y delgado, de piel azafranada y cubierta de pecas,
con el pelo de un marrón claro rizado y ojos castaños, afilados como los de un
gato; y Bridget que era menuda, de piel de blanca y amarillento y pecas
moteadas por la nariz. Su cabello era ondulado y de un rubio cobrizo, y ojos
verdes.
Ella fue la primera en soltarse, comentando lo mucho que le gustaban los perros,
mientras los demás bebían el té con interés.
¿Qué les gustaba a los demás?
A Beth cantar, a Dante inventar historias y a Rupert dibujar.
—Oh… ¿Dibujar dices? —Beth dejo su tacita sobre la mesa con asombro—.
¿Puedes dibujar algo ahora?
—Uh… seguro ¿Cómo qué?
—Un ciervo.
—¿Tienes la imagen de un ciervo?
—Creo que sí. Pero en el bosque hay uno, podríamos ir a ver si lo encontramos
—Propuso terminándose su té.
—¡Eso sería asombroso! —Exclamó Bridget— Jamás he visto un ciervo de
cerca.
Cuando todos acabaron sus bocadillos, salieron uno tras otro de la biblioteca
fueron escaleras abajo, tomaron sus abrigos, sus bufandas y sus gorros y
salieron en dirección al bosque.
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Una Rosa para Elizabeth
RomanceAcompaña a Dante y Elizabeth desde su niñez, mientras atraviesan por varias series de pequeñas complicaciones para poder realizarse.