Capítulo 6

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Mi Beth
                                                           1918…
Antes de que cualquiera pudiese darse cuenta, el tiempo los había sorprendido,
y este año, en la mansión, se planeaba con esmero los 16 años de Elizabeth.
Ambos habían abandonado el aspecto de sus primeras infancias. Ella creció
todavía más, y su cara de niña terminó por alargarse y darle más vida a sus
facciones, le crecieron los pechos y se le ensancharon las caderas, y a esa
prematura edad, fue de aquellas personas que la gente odiaba, porque a pesar de
no tener grandes cualidades para serlo, resultaba siempre muy bonita. Hubo una
época en la que le llovieron pretendientes, que ni siquiera Beth misma supo
explicarse de dónde. Pero, como al final la abrumaron tantas visitas, les pidió a
las sirvientas que ya no los dejaran pasar.
Esos eran los días en los que Dante se ponía huraño, como siempre que andaba
de mal humor.
—¿Qué tienes? —Le preguntaba ella persiguiéndolo por el jardín.
—Nada —respondía el otro acelerando más el paso, con la esperanza de que lo
dejara solo, para poder aclararse las ideas. Él también creció bastante, pero le
faltaban algunos centímetros para alcanzarla; incluso tenía buen porte. Luego
de haber cumplido los catorce usaba pantalones largos y tenía la manía de nunca
ponerse el sombrero ni el saco del traje sino que simplemente se colocaba
diferentes chalecos. La cara la surcaban ojeras a causa del sueño perdido, se le perfilaron las facciones; los ojos, aunque siempre parecía adormilado, se veían
algo más vivos, tenía las cejas rectas y espesas, siempre un tono más oscuro que
el cabello de su cabeza.
—Ya… —Ella caminaba más rápido— Pero ¿Qué tienes?
—Te dije que nada.
—Anda dime ¿Qué tienes? ¿Qué tienes? ¿Qué tienes?
—¿Sabes Beth? A veces desearía que te casaras con alguno de esos idiotas y
me dejaras a mí en paz —decía parándose en seco, con el ceño fruncido y luego
seguía caminando, pero ella lo alcanzaba y le agarraba del brazo como tenía por
costumbre.
—Me casaré contigo para nunca dejarte en paz —contestaba sacándole la
lengua a manera de burla, pero deseaba, en el fondo, tener ocasión de decírselo
en el tono más serio que pudiera adoptar su voz.
                                                              ***
Como cada vez que había un gran evento o alguna reunión, todo el personal de
la casa andaba ajetreado en sus propias ocupaciones, siempre yendo y viniendo
con algo entre las manos. A Dante y a Elizabeth les legaron la tarea de ir solos
a la ciudad a comprar las telas y mandar a hacer sus trajes de fiesta con un sastre.
Alivianados los ánimos de ambos, emprendieron juntos esa aventura, subieron
al coche y se mantuvieron todo el camino en una especie de silencio tenso,
mirando por la ventana para evitar verse la cara.
El cochero los dejó en la calle principal de la ciudad, donde estaban todos los
grandes comercios, llevaban dinero de sobra y caminaron un largo trecho
avenida antes de encontrar las tiendas de tela y de ropa.
En el trayecto, un indigente piojoso se acercó a pedirle dinero a Beth, esta al
verlo, dio un respingo  y se escondió detrás de Dante, que después de darle  una
moneda para que se fuera, se echó a reír con ganas, y les sirvió para cortar la
tensión.
Hablaron alegremente hasta que llegaron a la tienda de telas, que no era el
territorio de ninguno, allí solo había ancianas señoras elegantes peleando por el
último retazo de algún estampado de puntos, pues por causa de la guerra los
materiales estaban empezando a escasear. Fueron por los pasillos, observando los grandes rollos de telas de diferentes colores y texturas. Al final, ella se
decidió por una de color rojo, tan oscuro que parecía vino tinto, pidió entonces
a la muchacha que atendía que le vendiese lo que quedaba, la acompañaron a
sacarlos, al igual que otro tanto de tela azul marino para el traje de Dante.
—Pueden pagar la compra en la caja —Les dijo sonriente entregándoles las
telas cuidadosamente dobladas a ambos, Elizabeth sintió que se la quitaban de
las manos, y cuando bajo la vista descubrió a una de las dichosas señoras.
Sostuvo con más fuerza la que le quedaba en las manos por impulso, para que
no se lo quitara.
—Disculpe… ¿Qué está haciendo? —preguntó extrañada.
—Quiero esa tela —gruño echándose para atrás en un esfuerzo por quitársela.
—Pero es mía —explicó. 
—Yo quiero esa tela —repitió alzando la voz, y al darse cuenta de que era inútil
seguir forcejeando empezó a pegarle con un pequeño bolso de piel. Luego de
unos segundos, consiguió que Beth se molestará y está le arrebato la tela y el
bolso de un tirón, fueron hasta la caja con la vieja aun chillando a sus espaldas,
pagaron lo más rápido que pudieron y al salir, arrojó el bolso con fuerza al
centro de la calle y un carruaje le pasó  por encima
—Puf —soltó echando a andar rápido en otra dirección —A veces se me olvida
que se ponen así antes del invierno. ¿Sabes? —Agregó frunciendo el ceño— 
Me gustaría que me ayudaras en situaciones como esa.
—Pero es que no entiendo lo que acaba de pasar— alegó ahogando una
carcajada al ver a la señora recoger los restos de su bolso.
Incluso si hubieran estado más atentos, no se habrían dado cuenta de que
pagaron la tela a sobreprecio, ignorando este hecho siguieron directo donde el
sastre.
Hablaban mientras les tomaban las medidas. Probaron, en vano, ponerle un
corsé en S a Elizabeth, pues estaban de moda por aquellos años, ya que hacían
que las mujeres caminasen como una especie de gallina, y querían estilizarle la
figura para cuando se pusiera el vestido, pero cada vez que intentaban
colocárselo, la cara se le ponía roja como un tomate y no podía respirar, rendida ante este problema, la costurera simplemente le aconsejó meter la panza, cosa
que hizo que las mejillas se le arrebolaran de nuevo.
—¿Te parece que yo soy gorda? —Le preguntó cuándo ya habían salido.
Dante la miró con aire ausente, contemplando todas las posibles opciones sobre
qué decir a continuación —No mucho —respondió al fin—. Pero es que eres
alta—Agregó como para enmendarlo.
—¡Cielos! —Exclamó algo cabizbaja —yo nunca me había puesto a pensar en
eso.
—¿Por qué empezar ahora? —Quiso saber el otro—. Digo ¿Qué tiene de malo?
—Ni siquiera podían ajustarme ese estúpido corsé- Le respondió con voz queda.
—¡Ah, qué va! —Le dijo guindándosela del brazo, sonriente, pues en los labios
se le quedaron las palabras “Tú eres la chica más bonita de mi mundo”—Con
todo tu historial has de ser asmática únicamente. ¡Anímate!, no se te van a
estropear los órganos por culpa de una faja con varillas.  
Y fueron a comprar zapatos un poco más contentos.
                                                                ***
A Elizabeth le pagaron clases de baile, pues el protocolo del evento requería
saber bailar, y como en la mayoría de las cosas, Dante no se vio exento. Y así
perdieron muchas horas de su vida, todos los martes de tres a cinco, pisándose
los pies, contándose confidencias y dando vueltas,  por espacio de varios meses,
ese fue el único momento del día que tenían para hablar a solas, porque la
maestra de piano de Beth, apenas escuchó que le cambiaba la voz, sumó a su
cátedra las clases de canto. Venía varias veces por semana, y poco a poco,
Elizabeth dejo de pasársela con él, pues ahora invertía ese tiempo en dormir o
en llenar sus famosas hojas de pentagrama con ejercicios.
Pero en cuanto tuvo ocasión, se sentó en su escritorio y en una nueva agenda,
escribió, esta vez con su pulcra y redonda caligrafía, como se sentía estar
enamorada. Con la esperanza de que ese pensamiento dejara de atosigarle tanto,
o, al menos, por primera vez desde ese año, su estómago ya no se sintiera raro.
Sin mucho éxito, pues no se puede sacar de la cabeza aquello que esta clavado
en el corazón…
En ese lapso, Dante tuvo el tiempo libre que quería para pensar, y después de
un rato comprendió que no lo quería realmente. Él quería escuchar a Beth
canturrear, su opinión respecto a sus historias, que le contara cualquier
estupidez que le sucedía, volver a mirarla a los ojos sin tanto problema.
Por primera vez en su vida comprendió que quería a Beth.
Y no como el pequeño Dante quería a la pequeña Beth.
Hacía mucho rato que la veía con los ojos del amor.
La vio venir de a poco, con gesto de agotada, una larga falda negra y una camisa 
de botones. Se dejó caer a su lado con un suspiro.
—Elizabeth ¿Tú me quieres? —Le preguntó por impulso.
—Claro que te quiero —dijo, con la vista fija en las hojas amarillentas del árbol,
incapaz de dar la cara—, porque tú eres mi persona favorita en el mundo. 
—Pero te la pasas diciendo que soy un malgeniado—repuso él.
-—Lo eres. Pero eso no quita que seas mi persona favorita —contestó apoyando
la cabeza en su hombro. Y como anestesiada por el sueño, lo dejó salir todo—
En verdad me gustaría casarme contigo para molestarte toda la vida… ¿me
quieres tú a mí? —Inquirió ahora ella, con un bostezo.
—No— respondió esbozando una sonrisa.
—¿Ah no? —Ella dejó la cabeza quieta en su hombro.
—Yo te amo.
Ella abrió bien los ojos y lo miró por un rato —¿Sí? —Él asintió levemente—.
Qué bueno —Está vez, al volver a recostar la cabeza, lo abrazó, llenándose de
su olor a loción y a limpio—. Yo también—Añadió señalando las pequeñas
gotas que empezaban a caer —¿Sabes qué es lo que más me gusta de estar
aquí?... Que cuando llueve siempre está seco.
Y como si ya le doliera contenerlo, simplemente lo dijo.
ؙ—Tú eres la chica más hermosa de todo mi jodido mundo.
—En ese mundo… ¿Hay lugar para los dos? —preguntó antes de dormirse.
—Seguro. Hay lugar en cualquier parte para mi querida Beth—dijo
acariciándole el cabello con cuidado.
La despertaría cuando dejara de llover.

Una Rosa para Elizabeth Donde viven las historias. Descúbrelo ahora