Capítulo 4 - En el que Sophie descubre varias cosas extrañas

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Cuando Sophie despertó, la luz del día la rodeaba. Como no recordaba haber visto ninguna ventana en el castillo, lo primero que se le ocurrió fue que se había quedado dormida adornando sombreros y había soñado con marcharse de casa. El fuego frente a ella había menguado hasta convertirse en carbones enrojecidos y cenizas blancas, lo que le convenció de que había soñado que allí había un demonio del fuego. Pero sus primeros movimientos le confirmaron que no todo era un sueño. Notaba crujidos intensos por todo el cuerpo.

—¡Ay! —exclamó—. ¡Me duele todo!

Su voz era un silbido débil y quebrado. Se llevó las manos huesudas a la cara y percibió las arrugas. En ese momento descubrió que llevaba todo el día anterior conmocionada por la impresión. Ahora sí estaba muy enfadada con la Bruja del Páramo por hacerle eso a ella; tremenda e inmensamente enfadada.

—¡Abordar tiendas y envejecer a la gente! —⁠masculló—. Oh, ¡qué no le haré!

La cólera le hizo dar un brinco en un arranque de crujidos y chirridos e ir renqueando hacia la inesperada ventana. Estaba sobre la mesa de trabajo. Para su estupefacción, las vistas que mostraba eran las de una ciudad próxima a un muelle. Veía una calle sin pavimentar y en pendiente en la que se alineaban casas pequeñas y de aspecto humilde, y más allá de los tejados despuntaban mástiles. Más allá de los mástiles se atisbaba el mar, una imagen que no había visto en toda su vida.

—¿Dónde estoy? —le preguntó a la calavera sobre la mesa—. No espero que contestes, amigo mío —⁠añadió a toda prisa al recordar que ese castillo pertenecía a un mago, y se giró para echar una ojeada a la habitación.

Era bastante pequeña, con vigas negras y pesadas en el techo. A la luz del día se revelaba increíblemente sucia. Las losas del suelo estaban manchadas y grasientas, la ceniza se amontonaba en el guardafuego y de los travesaños colgaban telarañas polvorientas. También había una capa de polvo en la calavera. Sophie la limpió distraídamente mientras se asomaba al fregadero que había detrás de la mesa. Al ver la capa rosa y gris que lo recubría y la sustancia viscosa blanca que goteaba del grifo, se estremeció. Era obvio que a Howl no le preocupaba en qué miseria vivieran sus sirvientes.

Al resto del castillo debía de accederse por una de las cuatro portezuelas negras que había en la estancia. Sophie abrió la más cercana, en la pared opuesta a la mesa. Al otro lado había un baño grande. En cierto sentido, era un baño propio de un palacio, lleno de lujos como un aseo privado, una ducha, una inmensa bañera con patas similares a garras y espejos en cada una de las paredes. Sin embargo, estaba aún más sucio que la otra habitación. Sophie hizo una mueca ante el retrete, se encogió ante el color de la bañera, retrocedió ante la maleza que salía de la ducha y no tuvo ninguna dificultad en evitar ver su silueta marchita en los espejos porque el cristal estaba cubierto de manchas y surcos de sustancias indescriptibles. Las propias sustancias indescriptibles se concentraban en una repisa bastante grande del baño. Estaban en tarros, cajas, tubos y cientos de paquetes marrones ya destrozados y bolsas de papel. El tarro más grande tenía un nombre. Ponía POCIÓN SECANTE en letras torcidas. Sophie no estaba segura de si ahí debería ir una «p» o una «l». Cogió un paquete al azar. Encima habían garabateado PIEL, y lo devolvió a su sitio apresuradamente. En otro tarro se leía OJOS con los mismos garabatos. Un tubo anunciaba PARA EL DETERIORO.

—Parece que funciona —murmuró ella, volviendo la mirada al lavabo con un escalofrío.

Cuando giró un grifo verde azulado que tal vez antes fuera de metal, el agua corrió por el lavabo y limpió parte de la podredumbre. Sophie se enjuagó las manos y la cara sin tocar nada, pero no se atrevió a usar la POCIÓN SECANTE. Se secó con la falda y luego se encaminó a la siguiente puerta negra.

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