Howl retomó el trabajo con tanto empeño como si acabara de disfrutar de una semana de descanso. Si Sophie no lo hubiera visto librar una extenuante batalla mágica hacía una hora, nunca lo hubiera creído. Él y Michael fueron corriendo de un lado a otro, intercambiando medidas a voces y haciendo marcas extrañas con tiza en los sitios donde antes habían puesto los soportes de metal. Parecieron tener que marcar cada esquina, incluido el patio. El hueco bajo las escaleras de Sophie y el espacio con una forma extraña en el techo del baño les costaron un poco. A Sophie y al hombre-perro los movían de acá para allá, hasta que los apartaron por completo en un lateral para que Michael pudiera gatear por el suelo para trazar ahí una estrella de cinco puntas dentro de un círculo.
Había terminado de hacerlo, y se estaba sacudiendo el polvo y la tiza de las rodillas, cuando Howl entró a toda prisa con la ropa negra llena de manchas de cal. A Sophie y al perro los movieron otra vez para que Howl pudiera arrodillarse e ir inscribiendo símbolos dentro y alrededor tanto de la estrella como del círculo. Ambos se sentaron en las escaleras. El hombre-perro estaba temblando; esa magia no parecía gustarle.
Sophie y Michael se precipitaron al patio, y luego Howl volvió a precipitarse dentro.
—¡Sophie! —gritó—. ¡Rápido! ¿Qué vamos a vender en la tienda?
—Flores —contestó Sophie, acordándose de nuevo de la señora Fairfax.
—Perfecto —dijo él, y salió deprisa a la puerta con un bote de pintura y un pincel. Metió la punta del pincel en el bote y pintó cuidadosamente de amarillo la mancha azul del tirador. Volvió a hundir el pincel, que esta vez salió morado. Cubrió con ese color la mancha verde. Y la tercera vez que lo hundió, la pintura era naranja y con ella tapó la mancha roja. Howl no tocó la mancha negra. Cuando se giró, el extremo de su manga se coló en la pintura con el pincel—. ¡Maldita sea! —masculló, y la arrastró fuera. La manga ondeante se había vuelto de los colores del arcoíris.
El mago la agitó y volvió a ser negra.
—¿Qué traje es ese en realidad? —preguntó Sophie.
—Lo he olvidado. No me interrumpas, ahora viene lo difícil —respondió Howl mientras devolvía apresuradamente el bote de pintura a la mesa. De allí cogió un pequeño tarro de polvos—. ¡Michael! ¿Dónde está la pala de plata?
Michael vino corriendo del patio con una pala grande y reluciente. El mango era de madera, pero la hoja parecía ser de plata pura.
—¡Todo listo fuera! —anunció.
Howl apoyó la pala contra una de sus rodillas para hacerle un símbolo con la tiza tanto en el mango como en la hoja. Luego esparció encima los polvos rojos del tarro. Con cuidado, aplicó un pellizco de los mismos granos en cada punta de la estrella y dejó el resto en el centro.
—Apártate, Michael —dijo—. Que no se acerque nadie. ¿Estás preparado, Calcifer?
El demonio emergió de entre los leños como una alargada hebra de llamas azules.
—Tan preparado como me es posible. Sabes que esto podría matarme, ¿no?
—Míralo por el lado bueno —replicó Howl—: podría ser yo el que muriera. Agárrate fuerte. Uno, dos, tres. —Hundió la pala en la chimenea, con mucha firmeza y lentitud, manteniéndola recta y al nivel de la rejilla. Por un segundo, la balanceó ligeramente para colocarla debajo de Calcifer. Luego, con todavía más firmeza y suavidad, la alzó. Sin duda, Michael estaba conteniendo el aliento—. ¡Hecho!
Los leños cayeron hacia los lados. Ya no parecían estar ardiendo. Howl se levantó y se dio la vuelta con Calcifer en la pala.
La estancia se llenó de humo. El hombre-perro lloriqueó y se puso a temblar. Howl empezó a toser; le costaba un poco mantener firme la pala. A Sophie le lloraban los ojos y le costaba ver con claridad, pero, por lo que distinguía, Calcifer no tenía pies ni piernas, justo como le había dicho. Era un rostro azul alargado y puntiagudo que salía de un bulto negro con un leve resplandor. El bulto negro tenía una muesca en la parte frontal, lo que a simple vista sugería que Calcifer estaba arrodillado sobre unas diminutas piernas dobladas. Pero Sophie cayó en la cuenta de que no era así cuando el bulto se agitó un poco, mostrando que por debajo estaba redondeado. Saltaba a la vista que Calcifer se sentía horriblemente inseguro: sus ojos naranjas se hallaban muy abiertos por el miedo y sacaba sin cesar llamas con forma de bracitos lánguidos en ambas direcciones, en un intento inútil por agarrarse a los bordes de la pala.
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✨El Increíble Castillo Ambulante✨
FantasyEn el país de Ingary, donde existen cosas como las botas de siete leguas o las capas de invisibilidad, que una bruja te maldiga no es algo inusual. Cuando la Bruja del Páramo convierte a Sophie Hatter en una anciana, la joven abandona la sombrerería...