Capítulo 12 - En el que Sophie pasa a ser la madre de Howl

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Ahora que la bruja lo había alcanzado con su maldición, Sophie no veía qué sentido tenía manchar la reputación de Howl ante el rey. Sin embargo, Howl dijo que era más importante que nunca.

—Necesitaré todo lo que tengo para huir de la bruja —⁠insistió—. No puedo estar con el rey persiguiéndome también.

De manera que al día siguiente Sophie se puso su ropa nueva por la tarde y se sentó encontrándose bien, aunque un tanto rígida, a la espera de que Michael se preparase y Howl terminara en el baño. Mientras aguardaba, le contó a Calcifer cómo era el extraño país en que vivía la familia de Howl. Eso la distrajo del rey.

A Calcifer le interesó mucho.

—Sabía que venía del extranjero —dijo—, pero esto suena más a otro mundo. Qué astuto por parte de la Bruja del Páramo enviar la maldición desde allí. Muy astuto, sí. Admiro esa magia, lo de usar algo que ya existía y convertirlo en una maldición. El caso es que me lo planteé cuando Michael y tú lo leísteis el otro día. El necio de Howl le contó demasiadas cosas de sí mismo.

Sophie miró el delgado rostro azul de Calcifer. No le sorprendía que el demonio admirase la maldición, no más de lo que le sorprendía oírlo llamar necio a Howl. Siempre estaba insultando al mago. Lo que nunca conseguía averiguar era si Calcifer odiaba de verdad a Howl. Su apariencia era tan malvada, de todas formas, que costaba llegar a una conclusión.

Calcifer desvió sus ojos naranjas hasta Sophie.

—Yo también tengo miedo —admitió—. Sufriré con Howl si la bruja lo atrapa. Si no anulas el contrato antes de que lo haga, ya no podré ayudarte.

Antes de que Sophie pudiera preguntarle nada más, Howl salió del baño más elegante que nunca, perfumando la estancia de olor a rosas y llamando a voces a Michael, que bajó ruidosamente por las escaleras con su traje nuevo de terciopelo azul. Sophie se puso en pie y recogió su fiel bastón. Era hora de irse.

—¡Se la ve extraordinariamente rica y majestuosa! —⁠la alabó Michael.

—Me deja en buen lugar —asintió Howl—, excepto por ese horrible bastón viejo.

—Algunas personas —replicó Sophie— sólo están pendientes de sí mismas. Este bastón viene conmigo, lo necesito como apoyo moral.

Howl alzó la vista al techo, pero no discutió.

Emprendieron una marcha majestuosa por las calles de Kingsbury. Sophie, por supuesto, miró hacia atrás para ver cómo era allí el castillo. Descubrió una entrada grande, abovedada, que enmarcaba una pequeña puerta negra. El resto del castillo parecía ser una pared lisa y enyesada que se extendía entre dos casas de piedra labrada.

—Antes de que pregunte —dijo Howl—, no es más que un establo abandonado. Por aquí.

Recorrieron las calles, cuyo aspecto era tan elegante como cualquiera de los peatones. Y no es que hubiera mucha gente alrededor. Kingsbury se hallaba muy al sur y ese día hacía un calor sofocante. El empedrado del suelo brillaba. Sophie descubrió otra desventaja de ser anciana: te mareabas con el calor. Los edificios ornamentados parecían temblar ante sus ojos. Eso le molestaba porque quería ver el lugar, pero no distinguía más que una vaga impresión de cúpulas doradas y casas altas.

—Por cierto —comentó Howl—, la señora Pentstemmon la va a llamar señora Pendragon. Así se me conoce aquí.

—¿Con qué propósito?

—Con el de ir de incógnito. Pendragon es un apellido bonito, mucho mejor que Jenkins.

—Yo me las apaño bastante bien con un apellido normal —⁠dijo Sophie mientras giraban a una calle estrecha y, por fortuna, fresca.

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