En mi mundo, no hay nada impresionante que valga la pena mencionar. Este lugar fue designado como el más pequeño del universo, y en parte tienen razón porque solo es una isla.
De casa al pequeño campo de trigo que sembré, solo hay unos pocos pasos, y lo demás, sin importar hacia dónde mires, es océano.
Mi habitación es más grande, con miles de libros en los que puedo perderme por horas. Sin duda amo esa parte de mi morada.
Un Gran árbol está plantado en el centro de mi territorio. Aves sin forma anidan en él.
El árbol es viejo, muy viejo. Pero eso solo lo hace ver imponente. Y en parte lo es, porque contiene miles de años de historia que han transcurrido en este recóndito lugar.
Cada semana, el Gran árbol me regala un libro; mi función es aprender. Lo único malo es que no tengo dónde ni con quién poner en práctica lo aprendido.
Es un mundo aburrido el que vivo, lo sé perfectamente. No hay necesidad de decírmelo. Pero aún así, aprendí a vivir en él.
Después de todo lo descrito, no hay nada más. Excepto yo: Un chico cuya vida se basa en dar pasos necesarios cada cierto tiempo.
Tengo tres destinos a los que puedo ir desde mi casa: el mar, el Gran árbol y mi campo de trigo. Al Gran árbol voy cada semana, a mi campo cada vez que necesita cuidado, y al mar a diario.
Con algunos pasos se llega al mar.
El mar es mágico; ahoga mis pensamientos sin necesidad de sumergirme en él. Sus aguas profundas absorben todos mis pensamientos y preocupaciones, dejándome con una sensación de calma y vacío. Aunque ese lugar nunca cambia, siempre encuentro la calma a mi tormenta mental.
Sin embargo, como si los libros no fueran la única cosa nueva que recibo, hoy encontré un pequeño bulto en la orilla del mar.
Era pequeña, con anteojos gigantes. Algo raro. Tenía una apariencia que nunca había visto antes. No era como las aves, tampoco como mi trigo o el Gran árbol. Era simplemente distinta.
Con una espiga de trigo de mi pequeño campo, a punto de ser cosechado, intenté levantarla.
No quería tocarla; ¿qué pasa si se rompe? Luce tan pequeña y débil que tengo temor de dañarla.
Su expresión mientras agitaba la espiga cerca de su rostro era rara, muy rara. No creo poder hacer caras similares.
Segundos después, mi arduo trabajo dio sus frutos. La pequeña niña tendida en la orilla abrió sus ojos; me cubrí el rostro impidiendo revelarme, y solo escuché el dulce sonido de su voz, como si se mezclara con miel al salir.
—Hola... —susurró en un tono apenas audible. —Me llamo Noce, ¿y tú? —preguntó.
—¿Eres... una nuez? —pregunté intrigado. Había leído esa palabra en algún libro de mi estantería.
—¡Nueces tienes en la cabeza! —exclamó con voz fuerte.
¿Un cuerpo tan pequeño puede almacenar tanto sonido? Y ¿qué es lo que estaba viendo? ¿Era eso la expresión de enfado? Estaba confundido.
—Soy humana, ¿No ves? Así como tú. Noce es mi nombre, ¿cuál es el tuyo? —preguntó.
—Yo no tengo nombre —respondí.
Mi respuesta provocó que sus ojos se abrieran más de lo normal; a través de sus anteojos se veían enormes.
El pequeño ser delante de mí era muy intrigante.
—¿Dónde están los otros habitantes? —preguntó confundida.
—No hay otros. Soy el único aquí.
—¿Eres un solitario?
—¿Solitario? ¿Qué es eso? —pregunté.
—Solitario se les denomina a aquellos que no tienen con quién vivir —explicó.
—Entonces soy Solitario —anuncié. Nunca necesité un nombre, nadie lo usaría para llamarme y tampoco necesitaba presentarme. En el mundo solo era yo, nadie más; hasta que llegó la pequeña, claro. — Nuececita.
—Vuelve a decirme así y te mato —amenazó.
Una melena abrasada por el fuego, y ojos avellana que parecían cambiar de color según su ánimo. Así era este pequeño ser.
Tenía nombre de nuez, pero le incomodaba que le dijeran así.
Aunque su nombre encajaba perfecto con ella.
Pequeña y dura, así era. Como una nuez.
¿Qué otra palabra puede describirla mejor?
Para mí sigue siendo una nuez, una pequeña nuez, una Nuececita.