Party Like You Mean It

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La atmósfera en el departamento era de tranquilidad y agotamiento. Después de un día interminable de simulaciones y pruebas con el RB-20, Checo buscaba relajarse de la manera más simple posible: con una cerveza fría en mano, el control remoto en la otra, y una repetición de Betty la Fea en la televisión. Sus pensamientos de frustración y cansancio se iban desvaneciendo lentamente con cada sorbo y risa que la telenovela le arrancaba.


Max, por su parte, había salido a buscar sushi, un antojo compartido, pero como siempre, confiaba más en sus propias manos que en los servicios de entrega. Al regresar, entró al departamento y su mirada cayó inmediatamente sobre su marido, recostado en el sofá con una mano apoyada en su estómago, su expresión relajada y despreocupada mientras veía la televisión.

Verlo así, tan sereno y cómodo, llenó a Max de un deseo profundo de demostrarle cuánto lo adoraba, cuánto lo amaba en cada pequeño detalle. Sin pensarlo dos veces, dejó las bolsas de comida en la barra de la cocina y caminó hacia Checo con determinación. Sin decir una palabra, se recostó a su lado en el sofá, apoyando su cabeza en el regazo de Sergio, mientras sus labios comenzaban a repartir suaves y dulces besos en la piel morena de su esposo.

Max recorría cada centímetro visible, desde la base del cuello hasta el dorso de su mano, deteniéndose en los detalles del majestuoso tatuaje que adornaba su piel y las pecas que tanto adoraba. Cada beso era una declaración de amor silenciosa, un recordatorio de lo mucho que lo quería. Checo rió suavemente ante la ternura de Max, disfrutando de esos momentos donde el neerlandés era así, dulce y devoto, adorando cada parte de él con ese amor inquebrantable que compartían.

—¿Y la comida?— preguntó Checo, entre risas, aunque sin apartarse, disfrutando de los mimos.


Max, con una sonrisa satisfecha, murmuró en su piel: 

—Más tarde. Primero tú.—

Checo soltó una carcajada y, entre besos y susurros, se dejó llevar, esa noche no hubo una parte de su anatomía que Max no hubiera adorado, besado, lamido, mordido, arañado o marcado de alguna manera, todo el estrés acumulado se disipó a medida que su marido le hacía el amor en toda la extensión de la palabra.


—Max, Maxie,— Exhalaba entre alientos, —Tan bueno mi Maxie, mi niño bonito.— pasaba sus dedos entre los rubios cabellos de su esposo que ahora descansaba sobre su pecho tras algo de cardio intenso. Max se enrojecía y regocijaba ante las palabras de aprecio, adoraba que Checo le dijera cosas bonitas y lo llamara por apodos cariñosos, niño bonito era su favorito, cuándo Checo le había dicho que significaba Max se había puesto tan rojo y el calor que le causó por dentro había sido tal que se quería esconder bajo la mesa.

Había obtenido venganza por ello después cuando en medio de una entrevista susurro al oído de su marido una sola palabra que había dejado atónito al mexicano, había ensayado la palabra en español, y cuando la dijo salió en el tono perfecto sugestiva pintada con los matices de su acento: Papi. Pagó por su travesura en cuanto estuvieron solos.



Carlos había llegado a Madrid el mismo domingo de su cumpleaños, acompañado de Lando. Sus hermanas lo esperaban en el aeropuerto con abrazos y sonrisas, y al llegar a casa, una fiesta sorpresa con el resto de su familia estaba lista para recibirlo. Sin embargo, las razones para traerse a Lando consigo no eran simplemente por cortesía.


La primera razón era clara: Carlos necesitaba desesperadamente no pensar en Charles. Para Carlos siempre había existido la esperanza de que su relación con su muy atractivo compañero de equipo eventualmente escalara a algo más, pero Charles nunca dio señales, a pesar de todo el coqueteo de parte del español, de que estuviera interesado en más que una amistad, claro que eso no evitó que Carlos se enamorara cada día un poco más.

Deja Que Los Perros LadrenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora