Capítulo IV

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—¿Nervioso?

—Deja de decir estupideces, Alek—renegó Antón con mal talante—si te pedí que vinieras, fue nada más porque necesitaba un testigo, no para que estés de burlándote.

—¡Qué carácter! —bufó el castaño, observándolo de reojo y cruzando ambos brazos frente a su pecho—¿No se supone que hoy debería de ser el día más feliz de tu vida? —Digo, vas a casarte después de todo, ¿no? —lo provocó, conteniendo una risotada.

—Cierra la boca o voy a borrarte esa estúpida sonrisa que tienes en la cara a punta de golpes—siseó su amigo entre dientes, comenzando a molestarse por su necedad y Alek, estuvo a nada de estallar en una sonora carcajada, pero no era ni el momento, ni el lugar, estaban los dos ya donde el abogado, esperando a que la famosa novia apareciera, así que tuvo que contenerse una vez más.

—Como si fuese a permitirlo—chasqueó la lengua.

Antón inhaló profundo.

—Eres muy molesto cuando te lo propones, ¿lo sabías?

—En realidad no, lo que sí sé, es que tu vida sería mucho más amargada de lo que ya es, si yo no estuviera en ella, así que te aguantas.

—Imbécil.

—Gracias, yo también te amo.

—Alek—comenzaba el pelinegro a perder la paciencia.

—Ok, ya, pero relájate, ¿sí?, ni que el mundo se fuera a acabar, nada más vas a firmar un tonto papel y luego de eso, tu vida seguirá igual que siempre, incluso hasta mejor, con todo lo que vas a obtener por esto.

—Es muy fácil decirlo desde tu posición, pero dudo mucho que quieras estar en mis zapatos.

—Definitivamente no, el matrimonio no se hizo para mí, viviré soltero hasta que muera.

—¿Lo ves? ¿Y así me pides que me relaje? —Estoy a punto de cometer la estupidez más grande mi vida y todo por un maldito negocio.

—Ya sabes nuestro lema, los negocios siempre van primero, además, no es como que vayas a casarte para siempre.

La puerta del despachó se abrió sorpresivamente y ambos magnates, dirigieron su atención en esa dirección.

—Lamento la demora, el tráfico estaba pesado—anunció Nadine tras entrar y los fascinantes ojos grises de Antón, se posaron en su anatomía y en lo espectacular que le quedaba aquel vestido negro ajustado y esos tacones altos de suela roja, que estilizaban a la perfección sus bonitas pantorrillas.

Luego de ella, entró su hermana Mariette.

—No se preocupe, señorita Kauffmann, llegaron justo a tiempo—expuso el abogado con calma.

—Ya que estamos todos, ¿podemos firmar de una vez? —se escuchó retumbar una gruesa voz llena de impaciencia.

—Por supuesto, señor Gnatovich, cuando guste—señaló Sallow, un acta frente a su escritorio y Antón se apresuró a firmarla, seguido de él, lo hizo Nadine—. Los testigos, por favor—pidió más tarde y Mariette y Aleksandr se acercaron.

—¿Estás bien? —le susurró Nadine a su hermana menor, una vez que esta volvió a su lado y al notarla con las mejillas un tanto sonrosadas.

—S-Sí—susurró la rubia, a diferencia suya que era castaña, con la mirada puesta en sus delicadas manos.

—¿Segura? —la notó extraña.

—Sí, segura—le sonrió la joven con discreción.

—Muy bien—oyeron una vez más al abogado hablar— por el poder que me confiere la ley, los declaro marido y mujer, puede besar a su esposa, señor Gnatovich—añadió, sabiendo de buena fuente que todo aquello, era meramente un negocio, sin embargo, debía cumplir con el protocolo.

CONTRATO DE HIELODonde viven las historias. Descúbrelo ahora