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Los días pasaron mucho más rápido para Yuuji de lo que esperaba. Satoru y Suguru se las habían arreglado para mantenerlo ocupado, sea en los malignos juegos con doble intención del peliblanco o las actividades mucho más hogareñas del pelinegro.

Cada hora compartida con los mayores volvía más peligrosa su estadía en la mansión. A Itadori le costaba concentrarse, atraído por la personalidad de los vampiros y ese encanto natural en ellos. Comenzaba a acostumbrarse demasiado jodidamente rápido a los otros y las palabras de Satoru aquella primera noche consciente, comenzaban a desvanecerse.

Los besos continuaron por parte de ambos, y cada uno parecía llevarse un pedacito de Yuuji en ellos.

Su omega revoloteaba asustando al menor por la creciente necesidad de su lobo de mantenerse cerca, reaccionando a las fragancias masculinas de los hombres como lo haría a la de un alfa.

Sin embargo...

Yuuji miro la cicatriz en su mano, un puente perfecto de los dientes de Suguru en su piel.

Ninguno de ellos había vuelto a morderle como tal, y solo jugaban con los pequeños rasguños que dejaban de ahí a allá en su cuerpo. Y era extraño, y tal vez jodido, pero Itadori se descubrió a sí mismo esperando que lo hiciera, que le mordieran.

Negó suavemente, dejando caer su cuerpo en el sofá en la habitación del pelinegro.

Geto le dejaba entrar ahí y hasta el momento, poco más de una semana desde su llegada, había logrado que Yuuji se leyera todo un libro, lo cual era, ciertamente, un logro para el menor.

Gojo, por el contrario, le dijo divertido que si entraba a su habitación lo tomaría como una invitación y se lo comería. ¿Qué clase de comer? En realidad, no importaba, Yuuji se mantuvo lejos desde entonces.

También, por curiosidad y porque de todas formas no había nadie más ahí en quién concentrarse, Yuuji empezó a analizar la dinámica de ambos hombres.

Claramente ambos vampiros se consideraban cercanos uno con el otro, se hacían bromas y era bastante obvio que habían compartido ya demasiados años justos para forma una confianza absoluta. Se querían y se cuidaban, se movían a veces como si fuesen uno solo, coexistiendo entre sí como piezas perfectas. Sin embargo, y pese a las sospechas de Yuuji, nunca los había visto hacer nada que rebasara una línea de amistad, aunque los comentarios de Gojo dejaban entrever claramente algo más.

Ignoraba, en todo caso, qué clase de relaciones establecían los vampiros, aunque ellos seguían insistiendo en que Yuuji era su esposa (incluso si Satoru seguía llamándole perra y mascota cada que tenía oportunidad).

Tampoco se había atrevido a preguntar.

Seguía desconfiando de ellos, por supuesto; Yuuji era un lobo, le habían inculcado esa reticencia hacia los vampiros y los humanos desde que nació.

Aunque claro, jamás se había pegado demasiado a las reglas de su manada. Yuuji también era un omega y ciertamente había huido de su deber como uno.

Se acurrucó sobre el sofá, siguiendo con su dedo las líneas decorativas de este, pensando que estaría sucediendo en su manada después de su partida. El tema había llegado varias veces a su cabeza, sobre todo por las mañanas donde la mansión era mucho más silenciosa.

¿Qué tanto le odiarían? ¿Qué tanto hablarían del siempre problemático omega de la familia principal? Aunque, ahora ya no había familia principal. Ese era un tema interesante. Lo había discutido con ambos vampiros una noche atrás.

Su familia, los Itadori, habían liderado la manada durante siglos, aparentemente. Incluso cuando solo quedaba un omega en línea de sucesión en alguna generación, este, al casarse con algún otro alfa del clan, otorgaba su apellido para que el alfa siguiente en liderar siguiera portando el apellido Itadori.

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