mini: la leona

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20 de noviembre 1995 (cuarto curso)

Juanjo

Ser hijo de muggles suponía muchas cosas buenas, pero también muchas malas. Juanjo estaba orgullosísimo de sus padres y sus orígenes, claro que sí, pero no haber crecido rodeado de magia a veces se le hacía bola. Durante todo su primer año en la escuela, el Hufflepuff tuvo que acostumbrarse a un mundo totalmente nuevo y eso, para un niño de once años, no era para nada sencillo. En muchas ocasiones se sentía un espectador, como si nada de lo que ocurriese a su alrededor tuviera que ver con él, como si no fuera parte de ningún lugar.

Crecer en un ambiente totalmente muggle sin tener ni idea de lo que eres en realidad es bonito, pero que te dieran un golpe en la cara con toda la cultura de una sociedad completamente nueva no era fácil de asimilar para un crío como él. A veces sentía que no pertenecía a ninguno de los dos mundos, demasiado extravagante para el muggle pero poco abierto de mente para el mágico. Por esta misma razón, cuando cumplió los doce y pisó la estación King Cross para comenzar su segundo año de escolarización en el castillo, se prometió a sí mismo llegar a ser un mago más en aquella escuela. ¿Y cómo lo haría? Muy sencillo: el Quidditch.

Es bien sabido que el deporte mueve fronteras en cualquier cultura, es la principal causa del compañerismo, del júbilo y de la celebración común en la sociedad, seas un mago o no. Pocas veces un país está tan unido como para un mundial de fútbol o unos Juegos Olímpicos y, en la mayoría de las ocasiones, jugar al deporte local es sinónimo de conocer sus usos y costumbres.

Juanjo estaba decidido a integrarse, a por fin sentirse parte de uno de sus dos mundos y pertenecer con orgullo a un sentimiento colectivo que unía a miles de personas. Si algo caracterizaba al Hufflepuff era su cabezonería y, cuando les contó a sus amigos que llegaría a ser el mejor jugador de Quidditch de toda la escuela, nadie lo dudó. Se pasó todo su segundo año levantándose un par de horas antes del desayuno para practicar sus habilidades con la escoba, volar y mejorar su resistencia. En este deporte, había cuatro tipos de jugadores y Juanjo decidió que se enfocaría en el puesto de golpeador porque era el más sencillo desde su punto de vista.

En realidad eso no era cierto, para ser golpeador necesitabas una fuerza increíble y un control de los espacios extraordinario, pero eso a Juanjo le salía natural. Un año completo de esfuerzos dio sus frutos y, a principios de tercero, consiguió formar parte del equipo de Quidditch de Hufflepuff como su nuevo golpeador. Estar en un equipo tan desastroso era complicado, no era suficiente con saber jugar, sino que Juanjo tenía que ser especialmente bueno en lo suyo si quería que su casa tuviera alguna oportunidad para ganar el torneo. Por ello, todo su tercer año lo dedicó a convertirse en el mejor golpeador del castillo. Y lo consiguió.

Ahora, con catorce años y apenas empezando su cuarto curso en Hogwarts, Juanjo seguía con disciplina la rutina que había creado en segundo. Todavía se levantaba antes que el resto, iba al campo de Quidditch, daba un par de vueltas con la escoba y entrenaba durante una hora antes de ir a desayunar. A esas alturas, casi todo el colegio lo sabía, era un secreto a voces.

Para que lo comprendáis mejor, el Quidditch en Hogwarts era algo esencial, todos los alumnos lo tomaban muy en serio, el equipo de cada casa defendía el orgullo de sus compañeros. De hecho, muchos de los jugadores más brillantes acababan siendo reclutados para equipos profesionales, añadiendo más competitividad al torneo de la que inicialmente podría tener.

La mañana en la que conoció a Ruslana, Juanjo se había levantado de mal humor.

Ruslana

Ruslana había crecido en una familia puramente mágica. Había sido una niña feliz, con una infancia divertida rodeada de todos los caprichos que siempre quiso y de un hermano mayor al que adoraba. Iván era el niño bonito de su familia, el ojito derecho de sus padres y la persona favorita de la pelirroja. A pesar de llevarse siete años de diferencia con la pequeña Ruslana, habían sido como uña y carne desde el momento en el que la menor aprendió a caminar.

vulnera sanenturDonde viven las historias. Descúbrelo ahora