Margaret entra al bar, las luces son tenues, y el ambiente huele a una mezcla de madera añeja y las hierbas aromáticas que cuelgan del techo en pequeñas macetas de terracota. El lugar es el mismo que la noche anterior, pero hay algo diferente en el aire.
Al principio no lo nota, pero al mirar hacia el pequeño escenario, allí está él: el mesero que la había atendido la última vez. Solo que ahora, en lugar de una bandeja, sostiene un micrófono.
Canta con una voz suave, pero cargada de una melancolía que atrapa a los pocos clientes presentes. Termina su canción y la ve. Sus ojos se encuentran, y una sonrisa tenue, mezcla de sorpresa y reconocimiento, cruza su rostro.
Se acerca a su mesa, dejando el micrófono a un lado.
—No esperaba verte tan pronto —dice él, sentándose frente a ella sin pedir permiso.
Margaret, confundida por la familiaridad de su tono, intenta recordar más detalles de la noche anterior.
Algo está fuera de lugar, pero no logra poner el dedo en qué.
—¿Cómo te sientes? —pregunta él, apoyando sus brazos en la mesa y mirándola con preocupación sincera.
—¿Cómo me siento? —repite ella, aún desorientada—. No sé... Creo que bien. ¿Por qué?
Él esboza una sonrisa antes de hablar.
—Anoche estuviste bastante mal. Te llevaron al médico, ¿no lo recuerdas? —la mira con curiosidad, esperando su reacción.
Margaret frunce el ceño.
—¿Al médico? No, no... No recuerdo haber ido al médico. ¿Qué pasó?
El chico se inclina un poco más hacia ella, como si le contara un secreto.
—Te cayó una maceta en la cabeza. Una de esas que cuelgan del techo —dijo señalando con la cabeza hacia las macetas llenas de hierbabuena que balancean levemente por la brisa de la tarde—. Fue un accidente raro, pero la verdad te golpeaste fuerte. El médico dijo que te ibas a recuperar, pero estabas muy aturdida.
Margaret se queda en silencio.
No puede procesar la información.
¿Cómo es posible que algo tan absurdo le haya ocurrido? Su mente lucha por unir las piezas, pero todo está borroso.
—Una maceta... en la cabeza —repite lentamente, casi para sí misma—. No puede ser...
—Lo es —responde él con una sonrisa triste, aunque divertida mientras le extiende la identificación de Margaret, esa que se le había quedado la noche anterior—. Pero lo más extraño no fue eso.
—¿Qué más podría haber pasado? —pregunta Margaret, cada vez más abrumada por la conversación.
—Esa noche cambiaste mi vida —dice él con una calma inesperada—. Yo siempre quise cantar, ¿sabes? Siempre soñé con hacerlo, con vivir de esto. Cantar en las calles, viajar por todos los estados... Pero nunca me atreví. Tenía miedo al cambio. Trabajar aquí es seguro, es cómodo.
Ella lo mira, tratando de entender por qué le está contando todo aquello.
—Y entonces llegaste tú —continua—. No sé si fue por el golpe o qué, pero esa noche, antes de que te desmayaras, dijiste algo que me hizo pensar. Dijiste que los cambios son lo único constante en la vida. Que no podemos escapar de ellos, así que lo mejor que podemos hacer es abrazarlos.
Margaret se tensa.
Aunque no recuerda haber dicho eso, suena como algo que ella podría haber pensado, algo que ha estado en su mente desde hace un tiempo, debido a todos los cambios recientes en su vida.
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Nuestro jardín de gardenias || BORRADOR
RomanceMargaret Kelson, una mujer en sus plenos treinta años, soltera y desempleada, se despierta un día en una vida que no reconoce: está casada con Andrew Wade, un exitoso empresario multimillonario que no puede dar un paso sin la asesoría de su esposa y...