Margaret está sentada en la barra del bar, observando cómo su copa de vino se balancea lentamente al girarla entre sus dedos. Ha estado ahí solo por unos minutos, o eso piensa, pero al levantar la vista nota que el bar ya está casi vacío.
Las luces se han atenuado, y la música, que antes llenaba el ambiente, ahora suena suave, casi imperceptible. El reloj en la pared marca las 6:50 de la tarde. No se había dado cuenta de que las horas se le habían escapado como las burbujas de su champán diciéndole adiós.
Con un suspiro pesado, decide ir al baño para retocar su maquillaje y refrescarse el rostro. Camina a paso lento, sintiendo el sonido de sus tacones resonar en el silencio. Al entrar, se mira en el espejo y se ve: una versión de sí misma que intenta mantener la compostura.
«Creo que es momento de regresar a casa, pero cuál es mi casa, si es que podría llamar hogar a lo que me queda en Nueva York».
Piensa observando su reflejo mientras la imagen que le transmite es la de una mujer triste, de alguien que se encuentra perdida y que no sabe cual es su rumbo, ni quién es ella misma.
Los ojos brillan, no por el maquillaje, sino por las lágrimas que luchan por salir.
Incapaz de contenerse, deja caer la cabeza entre sus manos y permite que las lágrimas finalmente fluyan, liberando la tensión que había acumulado sin saber bien por qué. Sin conocer por qué siente tanto dolor. El pecho se le contrae y ella inhala profundo intentando calmar la angustia.
De repente, la puerta del baño se abre.
Margaret intenta recomponerse rápidamente, pero una chica de unos veintitantos años entra de golpe, quedándose sorprendida al verla.
—¡Ay, lo siento! —dice la chica rápidamente—. No pensé que hubiera alguien aquí. Hemos alquilado el bar para una despedida de soltera desde las siete.
Margaret, con la voz entrecortada, intenta tranquilizarla.
—No te preocupes, yo ya me iba —dice mientras se seca los ojos con la mano.
La chica, notando el estado de Margaret, le sonríe con ternura.
—No hace falta que te vayas, en serio. Si quieres, puedes quedarte con nosotras. Sería divertido, y... —hizo una pausa— siempre es mejor estar acompañada.
Margaret dudó un instante, pero la calidez en la mirada de la chica es reconfortante. Acepta con una ligera sonrisa. Ambas salen juntas del baño, y al hacerlo, Margaret queda sorprendida. No había notado antes el bullicio, pero ahora, frente a ella, hay un grupo grande de mujeres reunidas, riendo, bailando y celebrando con copas en mano.
El ambiente ha cambiado por completo.
Regresa a su mesa para recoger sus cosas y ahí, junto a su bolso, ve su teléfono vibrando. Varias llamadas perdidas. Al mirar la pantalla, el nombre que aparece la desconcierta: "mi torroncito dulce de azúcar".
«¿Será Andrew?».
Se pregunta algo desconcertada mientras se le escapa una risotada tonta al observar nuevamente el apodo cariñoso. Muerde su labio inferior mientras una sonrisa amarga poco a poco se desdibuja de su rostro. Por más que intente no compararlos, se le hace imposible. Andrew le recuerda lo que no tuvo con George, le hace sentir que perdió diez años de su vida compartiendo con una persona que no la amaba.
Por más egoísta e inmaduro que parezca, su cercanía le duele. Le hace sentir querer más y darse cuenta de lo poco que tenía. De que se conformaba con migajas de amor.
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Nuestro jardín de gardenias || BORRADOR
RomansaMargaret Kelson, una mujer en sus plenos treinta años, soltera y desempleada, se despierta un día en una vida que no reconoce: está casada con Andrew Wade, un exitoso empresario multimillonario que no puede dar un paso sin la asesoría de su esposa y...