Capítulo 5: El terror invisible

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El hallazgo de la libreta de Ana dejó al grupo en completo silencio. La frase, escrita una y otra vez, era una pista inquietante, pero no revelaba nada claro. ¿Qué había pasado con Ana? ¿Por qué había escrito eso? Las preguntas se amontonaban en sus cabezas, pero nadie tenía respuestas.

Carla, quien había estado contenida hasta ese momento, no pudo más y estalló.

—¡Se los dije! Desde que llegamos aquí, he sentido que algo nos observaba. Y ahora Ana ha desaparecido. ¡Esto no es normal!

Sebastián, normalmente el bromista del grupo, estaba tan tenso que apenas podía hablar. Miraba a su alrededor, como si esperara que algo o alguien apareciera de entre los árboles en cualquier momento.

—¿Qué hacemos? —preguntó Tomás, apretando los puños—. No podemos simplemente quedarnos aquí.

Lucas, tratando de mantener la calma, asintió.

—Tienes razón. Lo mejor es que nos vayamos de inmediato y busquemos ayuda. Tal vez podamos regresar con la policía o alguien del pueblo. No podemos quedarnos aquí más tiempo.

El grupo se puso de acuerdo. Aunque la idea de dejar a Ana atrás les pesaba en el alma, sabían que lo más sensato era encontrar ayuda y regresar lo antes posible. Se apresuraron a empacar lo que quedaba de sus cosas, pero mientras lo hacían, algo ocurrió que los paralizó a todos.

El susurro regresó.

Esta vez, no era el nombre de María. Era una voz tenue, arrastrada por el viento, que parecía surgir de todas direcciones. Era ininteligible, pero su tono era perturbador, como si alguien les hablara desde el borde de la realidad. Todos se quedaron inmóviles, escuchando, con la piel erizada y el corazón a punto de estallar.

—¿Lo escuchan? —preguntó Carla, con la voz apenas audible.

—Sí —murmuró Sebastián, con los ojos desorbitados—. ¿Qué diablos es eso?

El susurro aumentó en intensidad por unos segundos, y luego cesó abruptamente, dejándolos en un silencio aún más aterrador que antes. El bosque parecía contener la respiración.

—Vámonos ya —dijo Lucas, en un tono que no admitía discusión.

Comenzaron a caminar rápidamente hacia el punto donde habían dejado el coche, siguiendo el mismo sendero que habían recorrido al llegar. Pero algo no estaba bien. Después de caminar durante casi una hora, el paisaje seguía igual, como si estuvieran atrapados en un ciclo interminable.

—Esto no puede ser —dijo María, jadeando por el esfuerzo—. Este camino no es tan largo. Deberíamos haber llegado ya.

El pánico se apoderó de todos. Parecía que el bosque los estaba jugando una mala pasada, cambiando a su alrededor. Los árboles, las piedras, el suelo... todo se veía exactamente igual que antes, como si no hubieran avanzado ni un solo metro.

—¡Nos estamos perdiendo! —gritó Sebastián, con el rostro pálido de terror—. ¡Este maldito bosque nos está atrapando!

—¡Cálmate! —exclamó Lucas, agarrándolo por los hombros—. No es el bosque. Solo estamos confundidos. Debemos mantener la calma o esto empeorará.

Sin embargo, mantener la calma resultó ser más difícil de lo que pensaban. Cuanto más caminaban, más crecían las sombras a su alrededor, a pesar de que el sol aún no se había ocultado por completo. La luz del día parecía desvanecerse más rápido de lo normal.

Finalmente, Carla no pudo más y se detuvo, respirando con dificultad.

—No puedo seguir... —dijo entre jadeos—. Esto es inútil. Nos estamos perdiendo más.

Antes de que pudieran discutir sobre el siguiente paso, escucharon un grito desgarrador que cortó el aire. Era Ana.

Todos voltearon hacia la dirección del sonido. No había duda: era la voz de Ana, pero sonaba distante, como si viniera de lo profundo del bosque.

—¡Ana! —gritó Lucas, sin dudarlo un segundo, y comenzó a correr hacia el lugar de donde provenía el grito.

El resto del grupo lo siguió, aunque Carla dudaba. Algo no estaba bien. El grito de Ana había sido demasiado claro, demasiado perfecto, como si hubiera sido planeado para atraerlos.

Corrieron durante varios minutos, internándose más y más en la espesura del bosque. La luz se desvanecía a medida que avanzaban, y las sombras se alargaban, distorsionando el paisaje. Finalmente, llegaron a un claro, y allí, en medio del espacio vacío, encontraron algo que los dejó helados.

El cuerpo de Ana estaba tirado en el suelo. O al menos lo que quedaba de ella.

Ana estaba muerta.

Su cuerpo había sido brutalmente destrozado, con cortes profundos y señales de una lucha feroz. El grupo quedó paralizado por el horror. Nadie sabía qué hacer ni qué decir. El aire se sentía pesado, y el silencio alrededor era tan denso que casi podían oír el latido acelerado de sus corazones.

—No... —susurró María, llevándose las manos a la boca—. No puede ser...

Sebastián se arrodilló junto al cuerpo, incapaz de asimilar lo que veía. La muerte de Ana era una pesadilla hecha realidad.

Pero lo más aterrador estaba por llegar.

Las huellas alrededor del cuerpo no eran de ningún animal, sino de pies humanos.

Miedo en la oscuridadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora