Capítulo 8: El precio del miedo

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El silencio cayó sobre el grupo cuando Carla y Sebastián desaparecieron en la oscuridad. Lucas, Tomás y María se detuvieron en seco, sus corazones latiendo tan rápido que apenas podían escuchar sus propios pensamientos. El aire parecía volverse más pesado, casi como si el bosque mismo estuviera respirando alrededor de ellos, vivo y hambriento.

—No... no puede ser —murmuró María, con la voz temblorosa, sus ojos llenos de lágrimas—. Los perdimos... como a Ana. ¡Esto no puede estar pasando!

Lucas apretó los dientes, luchando contra la desesperación que comenzaba a invadirlo. Él sabía que el bosque los estaba envolviendo en su terror, que cada decisión los llevaba más lejos de la realidad y más cerca de una trampa mortal.

—Tenemos que seguir —dijo, su voz quebrada pero decidida—. No podemos dejar que esto nos controle. Carla y Sebastián... tal vez aún podamos encontrarlos. No podemos rendirnos ahora.

Pero Tomás, quien hasta ese momento había sido un pilar de calma, se derrumbó.

—¿Seguir? ¿A dónde? —gritó, mirando a Lucas con ojos desorbitados—. ¡Este bosque es un maldito laberinto! ¡No hay salida! ¡Nos va a matar a todos!

Lucas lo agarró por los hombros, con fuerza, intentando que lo mirara a los ojos.

—Tomás, cálmate. Tenemos que pensar. Si entramos en pánico, estamos perdidos. ¿Entiendes? Piensa.

Tomás respiró hondo, intentando recomponerse. Sabía que Lucas tenía razón, pero el miedo lo estaba destruyendo por dentro. Finalmente, asintió, aunque sus manos seguían temblando.

María, temblorosa, miraba el lugar donde Carla había desaparecido, incapaz de moverse.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó con un hilo de voz—. Si seguimos corriendo, nos matará. Lo sé. Nos está cazando, Lucas. Nos está llevando adonde quiere.

Lucas miró a su alrededor, observando la oscuridad que los rodeaba. Sabía que María tenía razón. El asesino, o lo que fuera, no los estaba atacando directamente. Los estaba manipulando, jugando con su miedo, llevándolos al borde de la locura.

—Entonces, no corremos —dijo Lucas, con un destello de determinación en los ojos—. Si quiere que tengamos miedo, no le daremos el gusto. Nos mantendremos juntos, con la cabeza fría, y pensaremos como salir de aquí.

—¿Y cómo lo haremos? —preguntó Tomás—. Todo lo que intentamos nos lleva más lejos del campamento. Nos estamos perdiendo más.

Lucas miró a su alrededor, tratando de encontrar alguna pista. El bosque se veía diferente, como si hubiera cambiado mientras ellos huían. Pero había algo en la disposición de los árboles, algo que le resultaba familiar.

—El bosque nos está engañando —dijo, casi en un susurro—. Nos está dando vueltas en círculos.

—¿Qué? —preguntó María, confundida.

—Lo que vimos antes, el campamento que desapareció... creo que no desapareció. Solo que nosotros nos estamos moviendo de manera extraña. Nos hace creer que estamos avanzando, pero en realidad estamos atrapados en el mismo lugar.

Tomás lo miró, incrédulo.

—¿Estás diciendo que el bosque está... jugando con nosotros?

—Algo así —respondió Lucas, con los ojos fijos en los árboles—. Está manipulando nuestra percepción, haciéndonos creer que nos perdemos más. Pero creo que si dejamos de correr como locos y empezamos a seguir un plan, podemos romper el ciclo.

—¿Un plan? —preguntó María, con algo de esperanza en la voz—. ¿Cuál es el plan?

Lucas respiró hondo, mirando hacia el cielo, que ahora estaba completamente cubierto de nubes. La luna apenas era visible.

—Nos quedaremos juntos y no seguiremos ningún camino obvio. Intentaremos movernos en línea recta, sin dejarnos llevar por el miedo. Si podemos hacer eso, tal vez encontremos una salida.

María asintió, aunque sus manos seguían temblando. Tomás, aún escéptico, aceptó con un gruñido.

Empezaron a caminar lentamente, siguiendo el plan de Lucas, evitando los senderos marcados y caminando entre los árboles de manera deliberada. El susurro ocasional seguía presente, pero ahora trataban de ignorarlo. Cada vez que el pánico los invadía, se recordaban mutuamente que debían mantener la calma.

Caminaron durante lo que parecieron horas. La oscuridad era sofocante, y el bosque parecía estar cerrándose a su alrededor, pero Lucas no dejó de avanzar, confiando en que su plan podría funcionar.

De repente, algo extraño ocurrió. La risa maliciosa que los había acosado desapareció. El bosque, aunque aún oscuro y aterrador, parecía menos opresivo. Los susurros se desvanecieron y, por primera vez en mucho tiempo, no sintieron la presencia de alguien observándolos.

—¿Lo sienten? —preguntó Lucas, con un atisbo de alivio—. Es como si algo hubiera cambiado.

—¿Crees que estamos cerca de salir? —preguntó María, esperanzada.

Pero antes de que Lucas pudiera responder, un grito agudo y desgarrador resonó en la distancia.

Era Carla.

—¡Es ella! —gritó Tomás, sin pensarlo dos veces, y corrió en dirección al sonido.

—¡No, Tomás! —gritó Lucas, pero ya era tarde.

María lo miró con desesperación.

—¿Qué hacemos? ¿Lo seguimos?

Lucas maldijo entre dientes. Sabía que seguir los gritos era una trampa, pero no podían dejar a Tomás solo.

—Vamos —dijo finalmente, y ambos corrieron tras él.

El bosque pareció volverse más denso mientras corrían. Las ramas se enredaban a su alrededor y las sombras parecían moverse por sí mismas. Finalmente, llegaron a un claro, donde vieron a Tomás parado en medio, completamente inmóvil.

—¿Tomás? —llamó Lucas, mientras se acercaban a él.

Pero cuando Tomás se dio vuelta, su rostro estaba cubierto de terror absoluto. Señaló hacia algo en la oscuridad, incapaz de hablar.

Lucas y María siguieron su mirada, y lo que vieron les heló la sangre.

En el borde del claro, la figura de la máscara blanca los observaba nuevamente. Pero esta vez, no estaba sola.

A su lado estaban Carla y Sebastián, sus cuerpos ensangrentados, sus rostros deformados por el horror.

Estaban muertos... y la figura los controlaba como marionetas.

Miedo en la oscuridadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora