Capítulo 7: El laberinto mortal

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El cuchillo ensangrentado descansaba sobre la mochila de Ana, como una macabra señal de advertencia. El grupo estaba paralizado por el miedo, sintiendo que cualquier movimiento en falso podría ser el último. Carla, quien hasta ese momento había permanecido en silencio, rompió a llorar, incapaz de contener el pánico.

—No... no puede estar pasando... —balbuceó entre sollozos—. Esto no es real.

Lucas, con el rostro endurecido, tomó a Carla por los hombros, intentando mantener la compostura.

—¡Cálmate! Si nos perdemos en el miedo, no sobreviviremos. Hay alguien ahí afuera, sí, pero juntos somos más fuertes. No podemos dejarnos vencer por el pánico.

Pero el grupo sabía que las palabras de Lucas, aunque lógicas, no aliviaban el horror que sentían en ese momento. Estaban siendo cazados, y el enemigo conocía el terreno mejor que ellos. Sebastián miró el cuchillo con los ojos desorbitados, incapaz de quitar la vista de la mancha oscura y seca de sangre que cubría la hoja.

—No podemos quedarnos aquí esperando a que algo más ocurra —dijo Tomás, observando el claro que ahora parecía infinitamente más oscuro—. Tenemos que movernos, encontrar la salida, aunque sea a ciegas. Si seguimos en este lugar, estamos perdidos.

Lucas asintió con determinación.

—Tienes razón. Volvamos al campamento, reagrupémonos y busquemos otro camino. Tal vez hay algo que no hemos visto. Y esta vez, manténganse cerca. Nadie se separa.

El grupo se puso en marcha, el miedo palpable en cada paso. Mientras avanzaban por el sendero en dirección al campamento, el aire se sentía pesado, cargado de tensión. El susurro que habían oído antes regresaba de vez en cuando, pero siempre justo en el borde del oído, como si algo los siguiera en las sombras, jugando con sus sentidos.

Después de una hora de caminar, volvieron al lugar donde habían montado el campamento... pero algo estaba mal.

Todo había desaparecido.

Las tiendas de campaña, las mochilas, la fogata, incluso las marcas en el suelo. El lugar donde habían estado antes ahora estaba vacío, como si nunca hubieran acampado allí. Carla, que ya estaba al borde del colapso, se desplomó en el suelo, incapaz de comprender lo que veía.

—¿Qué diablos está pasando? —gritó Sebastián, su voz temblorosa—. ¿Esto es una broma macabra o qué?

Lucas frunció el ceño, tratando de racionalizar lo que veían.

—No es posible que todo simplemente desaparezca. No puede ser... —murmuró, caminando en círculos, buscando alguna señal de que el campamento aún existía—. Tal vez estamos en el lugar equivocado...

—No, es aquí —interrumpió Tomás, señalando un árbol caído que había reconocido cerca de las tiendas—. Este es el lugar exacto.

El grupo, ahora completamente desconcertado, quedó en silencio. Algo —o alguien— los estaba manipulando, jugando con sus mentes y sus percepciones. El bosque parecía retorcerse a su alrededor, cada árbol, cada sombra tomando formas cada vez más amenazantes.

De repente, una risa resonó entre los árboles, una risa grave, distorsionada, que no se parecía a la de ningún ser humano.

—¿Lo escucharon? —preguntó María, con los ojos muy abiertos.

El sonido se repitió, esta vez más cerca. Era una risa maliciosa, que parecía burlarse de ellos, como si supiera que estaban perdidos, desesperados.

—Nos está cazando —dijo Carla en un susurro—. No es humano. No puede ser...

El pánico se apoderó de todos. Sebastián tomó la linterna y la agitó frenéticamente en todas direcciones, buscando el origen de la risa, pero no había nada. Solo sombras danzantes que parecían moverse a voluntad, fuera de su control.

—Tenemos que seguir avanzando —insistió Lucas—. No importa qué, tenemos que mantenernos juntos y salir de aquí. No podemos perder la esperanza.

Pero cada paso que daban hacia el supuesto "camino de salida" los adentraba más y más en la oscuridad del bosque. El paisaje se volvía cada vez más irreconocible. Los árboles eran más grandes, las ramas más retorcidas, y el suelo se sentía blando, casi como si caminara sobre algo vivo.

De repente, la linterna de Sebastián parpadeó y se apagó.

—¡No! —gritó, golpeando la linterna con frustración, pero no hubo respuesta—. ¡Nos quedamos sin luz!

El grupo quedó envuelto en la penumbra, con solo la débil luz de la luna filtrándose entre los árboles.

—¡Lucas! —gritó María, sintiendo el pánico crecer dentro de ella—. ¿Qué hacemos ahora?

Lucas, que normalmente mantenía la calma bajo presión, no respondió de inmediato. Sabía que estaban atrapados en una trampa, un laberinto del cual no había escapatoria fácil.

Entonces, de la nada, una figura apareció en el límite del claro.

Era alta y delgada, vestida con ropas oscuras y su rostro estaba cubierto por una máscara blanca que solo dejaba ver sus ojos. Ojos oscuros, vacíos de vida. La figura no se movía, simplemente los observaba, como si disfrutara del terror que les provocaba su sola presencia.

—¿Quién eres? —gritó Tomás, dando un paso hacia la figura, pero su voz temblaba.

La figura no respondió. No necesitaba hacerlo. El miedo que causaba en ellos era suficiente.

Sin previo aviso, la figura desapareció entre los árboles con una velocidad inhumana, dejándolos en la penumbra, solos... pero no por mucho tiempo.

Las ramas crujieron detrás de ellos.

—Corran... —susurró Lucas, su voz apenas audible—. ¡Corran ahora!

Y sin pensarlo dos veces, todos se lanzaron a la carrera, adentrándose aún más en el bosque oscuro, sin rumbo, sin esperanza, solo con el instinto de supervivencia guiándolos.

Mientras corrían, los susurros y la risa los seguían, cada vez más cerca, como si el bosque mismo se estuviera cerrando sobre ellos. Lo que antes era un paisaje natural ahora se sentía como una prisión, con cada árbol y cada sombra al acecho.

Carla, la última en la fila, tropezó con una raíz y cayó al suelo con un grito. Sebastián intentó ayudarla, pero cuando giró para levantarla, vio algo que lo dejó helado: la figura de la máscara blanca estaba de pie, a solo unos metros de Carla, observándola con esos ojos vacíos.

—¡Carla, levántate! —gritó Sebastián, tirando de ella con todas sus fuerzas.

La figura se acercó lentamente, extendiendo una mano hacia ellos, pero antes de que pudiera tocarla, Carla gritó y ambos desaparecieron en la oscuridad, arrastrados por el miedo hacia lo desconocido.

Miedo en la oscuridadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora