9. Bajo el yugo del Engaño

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El despacho del Rey era una oda al lujo y la autoridad. Las paredes, tapizadas en sedas brocadas de tonos dorados y burdeos, estaban adornadas con enormes cuadros que representaban escenas históricas y mitológicas, elegidas con cuidado para recordar a cualquiera que entrara que el poder del Rey no solo venía de la sangre, sino también de la voluntad divina.

Un gran escritorio de caoba maciza, finamente tallado con detalles en oro, dominaba el centro de la habitación. Su superficie estaba impecablemente ordenada, con documentos cuidadosamente dispuestos, una pluma de oro en su tintero de cristal y un pequeño candelabro encendido a un lado. Alrededor del escritorio, varias sillas de respaldo alto, tapizadas en terciopelo rojo y con bordes dorados, estaban colocadas simétricamente, esperando ser ocupadas por los consejeros y ministros del Rey.

El suelo, de mármol blanco con vetas grises, brillaba bajo la luz que entraba por los altos ventanales. Las ventanas, cubiertas por pesadas cortinas de terciopelo que caían en suaves pliegues hasta el suelo, dejaban pasar solo un rayo tenue de luz natural, iluminando la habitación con una calidez tenue y distante.

En una esquina, un reloj de pie con detalles dorados marcaba el paso del tiempo con un tic-tac casi imperceptible, mientras las estatuillas de bronce sobre las repisas parecían observar desde las sombras, capturando los destellos del sol en su superficie pulida.

El aire estaba impregnado de una fragancia delicada, probablemente de las flores que estaban en los jarrones esparcidos por la sala, añadiendo una sensación de exclusividad. Todo en la estancia hablaba de poder y control. Incluso el mobiliario, escogido con precisión, estaba diseñado para hacer sentir a quienes se sentaban frente al Rey que estaban ante la autoridad máxima.

Louis Auguste se encontraba tras su escritorio, su imponente figura recortada contra la luz que entraba a través de las cortinas entreabiertas. El silencio del despacho, roto solo por el susurro del viento al mecer las cortinas, creaba una atmósfera tensa y pesada. Cada detalle de la habitación parecía estar diseñado para recordarme que estaba en la presencia de un monarca absoluto, y que aquí, cualquier error podía costarme bien caro.

Mis piernas se sentían débiles, pero me obligué a mantenerme firme. Ahora no podía titubear. El Rey de Francia, aquel hombre que según la historia perdería su trono y su cabeza, estaba aquí, frente a mí, sabiendo que yo no era la verdadera Reina. Y, de alguna manera, no me había delatado.

-Por qué? -Mi voz apenas era un susurro. Las palabras escaparon de mis labios antes de que pudiera detenerlas. El Rey levantó una ceja, apenas un gesto, pero lo suficiente para hacerme sentir como si hubiera cometido una falta.

-Ya está, moriré hoy... Adiós Scooby, mi amado perrete, ¡Ya puedes ser un cabronazo con esta gentuza! ¡Y tú, Lafayette, más te vale cuidar de mi perrete o lo pagarás caro con mi fantasma vengativo!-

-¿Por qué? -Repitió, una leve sonrisa asomando en la comisura de sus labios-. Creo que es más interesante preguntarse para qué.

Sus palabras me distanciaron de mis pensamientos. Sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo entero.
Su tono no era amenazante, pero tampoco revelaba del todo sus intenciones. No pude evitar preguntarme qué tipo de juego estaba jugando Louis Auguste. Y, peor aún, en qué parte de ese juego había caído yo.

-No entiendo... -Admití, luchando por mantener la calma en mi voz, juntando ambas manos mientras me ponía tensa ante todo esto-. Si sabe quién soy, ¿Por qué sigue permitiendo todo esto?

El Rey se levantó y rodeó la mesa con pasos lentos, pero cada uno de ellos resonaba en el despacho como un eco pesado. Cuando llegó a estar lo suficientemente cerca como para que pudiera ver cada detalle de su rostro, detuvo su avance y me miró directamente a los ojos.

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⏰ Última actualización: Oct 21 ⏰

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