La condena

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"Camino hasta un altar decorado con un arco lleno de rosas blancas. El día luce hermoso; hace sol pero este no quema. De pronto empiezan a caer pétalos blancos del cielo. Voy caminando, feliz, cogida del brazo de mi padre. Él me mira con amor y orgullo, me sonríe y me besa la mano en el momento que me entrega. En el altar hay un hombre sin rostro, que me ofrece su mano. Yo dudo antes de cogerla, pero al final cedo. De pronto los pétalos que caen se vuelven rojos, al igual que los pétalos del altar. El hombre sin rostro me aprieta la mano hasta romperla y solo entonces muestra quien es"

—¿Estás bien mija?

Mi madre entra corriendo a mi cuarto, alertada por mis gritos. Estoy empapada en sudor, jadeando por la pesadilla que acabado de tener. Hoy es el día de mi condena, el día en el que mi suerte quedará a manos de un hombre cuarenta años mayor que yo.

La casa está vuelta un alboroto, hay decoradores por todos lados. Mis sobrinas son las más alegres del lugar, correteando por todos lados. Yo no salgo de mi habitación, aprovechando este tiempo de tregua que me han dado.

— ¿Qué rolita te canto mana?

Alfredo entra en mi habitación sin avisar.

— Vamos Marielita -me da una palmadita en la espalda — ¡Arriba esos ánimos mija, te casas con un gran hombre!

—Es muy fácil para ti decirlo, Alfredo.

— Las mujeres sois bien complicadas, oye...

Y se va murmurando ¿Realmente somos complicadas las mujeres? El día estás soleado, cálido, al contrario que mi interior. En mi se haya una oscuridad profunda, como un día de tormenta. Me acuesto en la cama y miro al techo imaginándome en un lugar distinto, con personas que realmente me aman y me protegen. Me giro mirando a la ventana y me abrazo en posición fetal.

—¿Marielita?

La voz de Pablo me saca de mi trance.

—¿Quieres que nos escapemos un rato?

—¿No podemos escaparnos para siempre?

— Yo no quiero que vuelvan a darte madrazos güera...

— Lo que me duele no son los golpes —me giro a mirarlo- sino quién me los da...

Pablo se acerca a mi y me ofrece una mano, yo se la recibo sin ganas. De pronto me jala y hace que me levante; pone un dedo en su labio y me pide que guarde silencio. Cogido de mi mano, asoma la cabeza por la puerta. Tras asegurarse de que no había nadie cerca, me saca arrastra del cuarto y nos escabullimos por las escaleras. Como dos furtivos, salimos por la parte delantera de la casa, saltamos la verja y corremos hacia el barrio vecino. Allí nos esperan mis dos amigos de la escuela y el mejor amigo de mi hermano. Nos montamos en un camión que nos lleva hasta el río Bravo; mis amigos llevan cestas llenas de comida, manteles y bebidas.

— Mariale, ya te dábamos por perdida...

Rosita, mi mejor amiga, me abraza fuerte.

— ¡Ah caray, se nos ve triste la chamaca!

Dice José, el mejor amigo de mi hermano.

—¡Ayudémosla a escapar de la condena!

Grita enojado Sebastián, mi mejor amigo.

Verlo aquí reunidos, planeando un escape para mi, me llena de alegría; me hace sentir que no estoy tan desamparada. Mi mejor amiga prepara el mantel en el suelo y reparte la comida: tacos con carnitas, Uchepos, Corundas Michoacanas y Churipo. José saca unas micheladas y licuado de frutas.

Mientras comemos nos cantamos unas rolitas de Chente Fernández, mi mariachi preferido, y jugamos a las cartas, cortesía de mi hermano. Nos bañamos en el río un buen rato y volvemos a salir a comer lo que sobró de la comida. Disfruto cada minuto de este momento, que no se volverá repetir de nuevo. Mientras nos bañamos en el río, recuerdo cuando era pequeña y veníamos al río con mis abuelos paternos; eran los pocos momentos de felicidad que compartía con mis hermanos.

En tierra de hombresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora