Mi razón de vivir

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-Oh, no me hagas esto -dijo el brillante hombre que había logrado atravesar mis defensas, mis sentidos-, no me sonrías así.

Supe que solo hablaba conmigo, solo yo lo escucharía. En la cubierta se había desatado el caos, lo escuchaba, pero no podía verlo. Mis ojos estaban fijos y atrapados en ese vórtice de un verde indomable, enmarcado por unas pobladas pestañas negras.

Sonreí más, ante la macabra ironía de un odio inexistente entre dos enemigos mortales. Él me había condenado, y lo sabía.

Cerré los ojos y disfruté del aire en el rostro, de un par de mechones sueltos acariciando mi rostro. Oscuro terciopelo en contraste con mi blanca piel.

No terminé de caer, unos brazos me atraparon en el aire y surcaron algo más de distancia. No alcanzaba mi altura en los saltos, pero tenía una fuerza y resistencia notoria.

-No la toques -la voz de Sato me sorprendió, nunca había escuchado tanto odio provenir de él.

Mi atacante era también la persona que me había rescatado de la muerte segura, a la que él me había forzado. Estuve tentada de agradecerle, luego me vi la pierna, colgando en un ángulo antinatural. Me detuve, apretando mis labios para no emitir sonido alguno. Daba igual que me hubiera salvado de estrellarme contra el suelo, daba igual que mi corazón aun latiera, mi vida no valía nada sin mis piernas.

Estábamos rodeados por piratas, que apuntaban con sus espadas a Garo.

Sato estaba a la defensiva, veía sus ojos grises, casi negros, moverse con destreza entre la gente, urdiendo un plan de ataque. Garo, por otro lado, estaba calculando beneficios y perdidas a una velocidad peligrosa. Casi podía ver humo saliendo de sus orejas.

El príncipe le aportaría grandes cantidades de dinero de inmediato, y quizás la simpatía de su tío, el favorito para heredar el trono. Las relaciones familiares de la realeza eran complicadas. Había escuchado varias veces decir que el adecuado para heredar el trono era ese hombre viejo, tan viejo que estaba vivo cuando los humanos liberaros de sus ataduras a las demás especies. Cuando mi madre les obligó a hacerlo.

No hablaba mucho sobre esa época. Simple que le preguntaba, se limitaba a admirar mis ojos y agradecer que los tuviera yo. Al parecer, los suyos habían brillado tanto como los míos, yo los recordaba de un rojo oscuro y apagado.

Lo único que mi madre me advirtió miles de veces antes de abandonarme y marcharse a salvar a más personas, nunca a mí, fue que no me acercara a la familia real. Nunca.

Y ahí estaba yo, a punto de trabajar a favor de uno u otro miembro. O quizás no, quizás Garo me descartaría y me dejaría a merced de los piratas. Aún no se había decidido. Yo, era un aporte de dinero más constante y menor que una posible recompensa. Antes de que me rompieran la pierna, por supuesto. En ese momento, mis capacidades representaban una duda irresoluble en su ecuación.

Me sentí mal al suponer un dilema, nunca antes había puesto problemas. Mis sentidos me habían fallado, por lo que ya no era la mejor mercenaria, ya no merecía trabajar con Garo.

Con todas esas ideas, mi mano viajó hacía uno de los cuchillos de mi muslo y atacó al moreno, que todavía me sostenía como a una damisela. Quería abrirle el cuello, pero era rápido y tenía un instinto agudo. Se apartó en los últimos segundos, quedando libre de cualquier daño.

Me tiró al suelo, para poder alejarse más de mí. Rodé sobre mi lado bueno, evitando que el dolor me nublara la mente. La adrenalina hinchaba y calentaba mis venas, obligando a mi cuerpo a seguir funcionando, por lo menos una última vez.

Lancé el cuchillo a la rubia, algo más lenta. Atiné en el brazo, fue la insuficiente longitud de mi arma lo que salvó a su corazón de ser perforado. De inmediato, el capitán centró su atención en mí. Creí que había generado la oportunidad perfecta para que mis compañeros escaparan, pero Sato no lo vio así.

Tres HilosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora