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El detective Juan Pedro Lanzani odiaba la lluvia. La odiaba casi tanto como a los sucios delincuentes, a los abogados defensores y a los estúpidos gansos. Los primeros eran escoria, los segundos las peores sabandijas y los terceros, una vergüenza para el resto de las aves.

Colocó el pie en el parachoques delantero de su auto, se inclinó hacia delante y estiró los músculos. No necesitaba ver las nubes de color plomo que se formaban sobre la plaza para saber que estaba a punto de largarse a llover. El intenso dolor en su muslo derecho era un claro indicio de que hoy, simplemente, no iba a ser su día.

Cuando sintió que los estiramientos habían calentado sus músculos, cambió de pierna. La mayoría de los días el único recuerdo que tenía del disparo que le había desgarrado la carne cambiándole la vida para siempre, era la cicatriz de quince centímetros que le atravesaba el muslo. Después de nueve meses, e incontables horas de intensa fisioterapia, pudo olvidar al fin la placa y los tornillos del fémur. A no ser que la lluvia o los cambios climáticos le dieran problemas.

Peter se enderezó y giró la cabeza de un lado a otro como un boxeador. Luego buscó en uno de sus bolsillos una cajetilla de cigarros. Sacó uno y lo encendió. Por encima de la llama del mechero vio que, a menos de medio metro, un ganso blanco clavaba los ojos en él. El ave se acercó tambaleándose, estiró su largo cuello y graznó mostrando su lengua rosada a través del pico anaranjado.

Con un golpe de muñeca Peter cerró el encendedor y guardó la cajetilla, junto con el encendedor, en el bolsillo. Exhaló una larga bocanada de humo mientras el ganso agachaba la cabeza fijando sus pequeños y brillantes ojos en la parte más íntima de Peter.

—Ni se te ocurra, bicho, o te patearé como a una pelota fútbol.

Durante unos tensos segundos se sostuvieron la mirada, luego el ave echó la cabeza hacia atrás, giró sobre sus patas y se alejó bamboleándose, lanzando una última mirada a Peter antes de saltar la zanja para reunirse con los demás gansos.

—Cobarde —susurró sin apartar la mirada del ave.

Incluso más que la lluvia, los cambios de clima, o los abogados a Peter le desagradaban los soplones de la policía. Conocía a más de uno que no dudaría un segundo en perjudicar a su esposa, madre o mejor amigo para salvarse a sí mismo. Le debía la cicatriz de la pierna a su último informante, Roberto Ríos.
La hipocresía de Roberto le había costado a Peter un pedazo de su cuerpo y el trabajo que más le gustaba. En cambio al inofensivo camello le había costado la vida.

Peter se apoyó contra el auto y dio una honda calada al cigarro. El humo le quemó la garganta llenándole los pulmones de alquitrán y nicotina. La nicotina calmó su ansiedad como la caricia suave de una mujer. Sin embargo, en lo que a él competía, sólo había una cosa mejor que llenar los pulmones de toxinas.

Por desgracia, no había disfrutado de eso desde que había terminado su relación con Inés, su última novia. Inés había sido una gran cocinera y la ropa apretada le quedaba genial, pero no podía compartir el futuro con una mujer que se había puesto histérica por haberse olvidado del día que cumplían dos meses juntos acusándolo de ser «poco romántico». ¡Por favor! era tan romántico como cualquiera, aunque eso no quería decir que tuviera que comportarse como un tonto y un pollerudo todo el tiempo.

Peter dio otra larga calada. Incluso aunque no hubiera sucedido el hecho del aniversario, la relación con Inés no habría llegado a ninguna parte. No había entendido que necesitaba pasar tiempo con Manu. Se había sentido muy celosa de su loro, pero si Peter no le dedicaba tiempo a Manu, éste terminaría por comerse los muebles.

Peter exhaló lentamente y observó el humo suspendido frente a su cara. Había dejado de fumar hacía tres meses y ya había vuelto a caer en el vicio. Pero hoy no podía dejarlo. Ni probablemente mañana. Tenía un buen motivo para ello.
Vázquez, su jefe, lo había arruinado, razón de más para volver a fumar.

Entrecerró los ojos tras el humo clavándolos después en una mujer de pelo castaño hasta la mitad de la espalda. La brisa le agitó el pelo que flotó sobre los hombros. No necesitaba verle la cara para saber que estaba parada en mitad de la plaza estirando los brazos hacia arriba como una diosa adorando el cielo gris.

Su nombre era Mariana Espósito y era dueña de una tienda de curiosidades en San Telmo junto con su socio, Ignacio Pérez. Ambos eran sospechosos de utilizar la tienda como tapadera de otros negocios más lucrativos como la venta de antigüedades robadas.

Ninguno de los dos estaba fichado y nunca habrían atraído la atención de la policía si hubieran seguido operando a pequeña escala, pero la avaricia había sido más fuerte. La semana anterior habían robado una famosa pintura impresionista al hombre más rico del País, Marcelo Arredondo, más conocido como «El Rey de las Uvas». En el interior su poder e influencia sólo eran inferiores al poder de Dios. Sólo alguien con un par bien puestos le robaría un Monet al Rey de las Uvas. Hasta ahora, Mariana Espósito e Ignacio Pérez eran los principales sospechosos del caso. Un informante de la cárcel había dado sus nombres a la policía y cuando los Arredondo revisaron sus registros habían descubierto que seis meses antes Pérez había estado en casa de los Arredondo examinando una colección de lámparas.

Peter aspiró el humo y lo exhaló lentamente. La pequeña tienda de antigüedades era la tapadera perfecta y se hubiera apostado lo que sea a que el señor Pérez y la señorita Espósito sólo esperaban a que se enfriaran las cosas para entregar el Monet a algún traficante de arte a cambio de un montón de dinero. La mejor manera de recuperarla era encontrar la pintura antes de que pasara al traficante y desapareciera.

El Rey de las Uvas había llamado al intendente hecho una furia quien, a su vez, había llamado a Vázquez y a los detectives de la comisión antirrobo. El estrés hacía que algunos policías terminaran refugiados en la bebida, pero Peter no. No era de los que les gustaba empinar el codo. Mientras vigilaba a la sospechosa tomó otra larga calada y repasó mentalmente todos los datos que había conseguido sobre la señorita Espósito.

Sabía que había nacido y crecido en Banfield, una localidad al sur de Gran Buenos Aires. Su padre había muerto cuando era niña, y había vivido con su madre, su tía y su abuelo.

Tenía veintiocho años, medía un metro cincuenta y cinco y pesaba alrededor de cincuenta kilos. Tenía las piernas cortas y los shorts también. La vio inclinarse hasta tocar el suelo con las manos y disfrutó de la vista igual que del cigarro. Desde que le habían asignado la tarea de seguirla había desarrollado un profundo aprecio por la dulce forma de su trasero.

Mariana Espósito. Su nombre sonaba a estrella porno. Peter nunca le había hablado, pero había estado lo suficientemente cerca de ella como para saber que tenía todas las curvas adecuadas en los lugares precisos.

Y su familia tampoco era desconocida. La Compañía minera Espósito había operado en Jujuy durante los años noventa antes de ser liquidada. Al mismo tiempo, había hecho inversiones muy fuertes, pero infortunadas, lo que sumado a una mala gestión hizo reducir considerablemente la fortuna familiar.

La observó hacer algún tipo de estiramiento de yoga sobre un solo pie antes de empezar a correr con un trote corto. Peter lanzó el cigarro al jardín y se alejó de su auto. La siguió a través del parque. El aire matutino que flotaba se pegaban a la pechera del polo de Peter.

Peter controló su respiración, lenta y pausada, mientras corría al mismo ritmo que la mujer que iba quince metros por delante de él. Toda la semana anterior, desde el robo, la había seguido aprendiendo sus hábitos, la clase de información que no podía obtener del gobierno o de archivos, ya fueran públicos o privados.

Hasta donde él sabía, ella siempre hacía el mismo recorrido de más de tres kilómetros y llevaba puesta la misma riñonera negra. Corría mirando constantemente a su alrededor. Al principio había sospechado que iba en busca de algo o alguien, pero nunca se había reunido con nadie. También le preocupaba que sospechara que la seguía, pero había tenido cuidado de ponerse ropa diferente todos los días, de estacionar en lugares distintos y cambiar el puesto de vigilancia. Algunos días se ponía un gorro y buzo. Esa mañana se había amarrado un pañuelo rojo a la cabeza y se había puesto un polo gris.

Dos hombres con brillantes polos azules corrían por la vereda hacia él. Cuando pasaron a la Srta. Espósito, giraron la cabeza y observaron el balanceo de su short, bastante corto y blancos. Cuando volvieron a mirar al frente, llevaban idénticas sonrisas de satisfacción. Peter no los culpó por intentar mirarla una última vez. Tenía una retaguarda maravillosa. Era una pena que estuviera destinada a ser tapada por un uniforme de prisión.

Peter la siguió fuera del parque a través de un puente peatonal, procurando permanecer a una distancia prudente mientras continuaban su recorrido.

Su perfil no se ajustaba al típico ladrón. A diferencia de su socio ella no estaba cubierta de deudas hasta las cejas. No era ludópata ni adicta a las drogas, lo cual dejaba sólo dos motivos posibles para que una mujer como ella participara en un delito de tal magnitud.

Uno eran las emociones fuertes, y Peter, ciertamente, podía entender cuánto atraía vivir en el filo de la navaja. La adrenalina era una droga potente. Bien sabía Dios cuánto le había gustado a él. Le había encantado la forma en que se le metía bajo la piel poniéndole los pelos de punta y haciéndolo temblar de excitación.

El segundo era más común, el amor. El amor solía meter a las mujeres en demasiados problemas. Había conocido a muchas de ellas que se desvivían por algún desgraciado hijo de... que no dudaba en venderlas al mejor postor para salvarse. Peter ya no se asombraba de lo que algunas mujeres eran capaces de hacer por amor. Ya no le sorprendía encontrarlas en la cárcel cumpliendo condena por sus hombres con el rímel corrido soltando la misma frase de siempre: «no tengo nada malo que contarte de fulanito, lo amo».

Los árboles por encima de la cabeza de Peter se volvieron más densos mientras la seguía hasta el segundo parque. Era más grande, más verde y tenía la ventaja añadida de los museos de arte, el zoológico y uno que otro paseo por la ciudad.

Sintió que se le salía algo del bolsillo un instante antes de oír un plaf contra el piso. Metió la mano en el bolsillo vacío y giró la cabeza para ver la cajetilla de cigarros a mitad de camino. Vaciló unos segundos antes de volver sobre sus pasos. Algunos cigarros habían salido rodando sobre la vereda y se apuró en recogerlos antes de que se cayeran en un charco. Su mirada se desplazó a la sospechosa que corría con su habitual trote lento, luego volvió a los cigarros.

Los colocó dentro de la cajetilla procurando no romperlos. Tenía intención de disfrutar de todos y cada uno de ellos. No le preocupaba perder su objetivo. En realidad, ella corría casi tan rápido como un perro viejo con artritis, algo que agradeció en ese momento.

Cuando volteó la mirada al camino, se quedó quieto un instante y luego lentamente metió la cajetilla otra vez en el bolsillo. Todo lo que veían sus agudos ojos era la sombra negra de los imponentes árboles y el gras. Una ráfaga de viento agitó las pesadas ramas en lo alto y le aplastó la ropa contra el pecho.

Dirigió la mirada hacia la izquierda divisando, al otro lado del parque, la silueta de Lali dirigiéndose hacia el zoológico y la zona de juegos infantiles. Comenzó a seguirla de nuevo. Por lo que podía ver, el parque estaba vacío. Cualquiera con un poco de materia gris en el cerebro se habría apurado para largarse antes de que estallara la inminente tormenta. Pero solo porque el parque pareciera estar vacío no quería decir que la sospechosa no fuera a reunirse con alguien.

Cuando un sospechoso se alejaba del patrón habitual normalmente quería decir que algo estaba a punto de suceder. El sabor de la adrenalina desbordó su garganta y le dibujó una sonrisa en los labios. Dios, no se había sentido tan vivo desde la última vez que había perseguido a un camello por un callejón en la zona norte.

La perdió de vista una vez más mientras pasaba por delante de los baños y desaparecía en la parte de atrás. Años de experiencia le hicieron mantener las distancias mientras esperaba verla de nuevo. Cuando después de un momento no apareció, metió la mano bajo su polo y abrió el cierre de su pistolera. Se apretó contra la pared de ladrillo y escuchó.

Una bolsa de plástico abandonada revoloteó sobre el suelo, pero no oyó nada más excepto el viento y las hojas moviéndose por encima de su cabeza. Desde su posición agachada cualquiera podía verlo perfectamente; tendría que haberse quedado atrás. Rodeó el lateral del edificio y en ese momento alguien le roció los ojos con una lata de laca. El chorro le dio directo en los ojos e inmediatamente se le nubló la vista. Un puño lo agarró del polo y una rodilla golpeó entre sus muslos; sus testículos se salvaron por unos centímetros. Se le atracó el músculo de la pierna izquierda y se habría doblado en dos si no hubiera sido por el sólido hombro que bloqueó su pecho con un golpe seco. Jadeó cuando se vio empujado contra la pared que tenía detrás. Las esposas que tenía en la pretina del pantalón se le clavaron en la espalda.

A través de sus pestañas pegoteadas con laca, contempló a Mariana Espósito parada en medio de sus piernas abiertas. Peter no se movió, esperando que el dolor que atravesaba su muslo pasara pronto mientras batallaba por recuperar el aliento. Ella se había tirado sobre él y había intentado ponérselas de corbata.

—¡Dios mío! —gimió—. ¿Está usted loca?

—Puede ser. Ahora, deme una excusa para no partirle las rodillas.

Peter parpadeó varias veces para aclararse los ojos. Lentamente, quitó la mirada de su cara y bajó por sus brazos, a sus manos. En una mano agarraba firmemente la laca con el dedo en la boquilla, pero en la otra tenía lo que parecía ser una pistola. Y no apuntaba a sus rodillas precisamente, sino directo a su nariz.
Se quedó totalmente quieto. Odiaba con toda su alma que lo apuntaran con un arma.

—Ponga el arma en el suelo —ordenó. No sabía si estaba cargada ni siquiera sabía si funcionaba, pero tampoco quería llegar a averiguarlo. Levantó la mirada cuando ella volvió a verlo. Su respiración era irregular, sus ojos mostraban una mirada salvaje. Parecía totalmente desequilibrada.

—¡Que alguien llame a la policía! —comenzó a gritar ella frenéticamente.

Peter la miró con el ceño fruncido. No sólo lo había pateado, sino que además se ponía a gritar. Si lograba retenerlo, iba a tener que identificarse y eso era algo que no quería que pasara. Sólo pensar que tenía que entrar a la comisaría con la sospechosa número uno en el caso Arredondo —una sospechosa que no sabía que lo era— y aclarar cómo lo había derrotado con una lata de laca lo sacaba de quicio.

—Baje el arma —repitió.

—¡En tus sueños! Es como la multitud que llena las calles, puros sinvergüenzas.

No creía que hubiera otra alma en treinta metros a la redonda, pero no estaba seguro y lo último que necesitaba era que un héroe fuera a su rescate.

—¡Que alguien me ayude, por favor! —gritó lo bastante fuerte como para que la oyeran en las zonas aledañas.

Peter apretó la mandíbula. Jamás podría olvidar esto y no quería ni imaginarse la cara de Vázquez y los demás agentes. Peter aun seguía en la lista negra del jefe por haber disparado a Roberto Ríos. Ni siquiera tenía que esforzarse en imaginar lo que su jefe le diría. «¡Volviste a arruinar todo, Lanzani!», gritaría bien fuerte antes de mandarlo a patrullar las calles. Y esta vez, el jefe tendría razón.

—¡Que alguien llame a la policía!

—Deje de gritar —ordenó él con su mejor voz de policía.

—¡Necesito a un policía!

—¡Caramba, mujer —dijo apretando los dientes—, yo soy policía!
Ella entrecerró los ojos mientras lo examinaba.

—Sí claro, y yo el presidente.
Peter metió la mano en el bolsillo, pero ella hizo un movimiento amenazador con la pequeña arma y él decidió intentarlo de otra manera.

—Tengo mi placa en el bolsillo izquierdo.

—No se mueva —advirtió ella de nuevo.

El pelo todo despeinado enmarcaba su cara; tal vez debería haber usado parte de la laca en la cabeza en lugar de en su contra. Le temblaba la mano cuando se sujetó el pelo detrás de la oreja. En un momento podría aplastarla contra el suelo, pero primero tendría que distraerla o correr el riesgo de que le disparara. Y esta vez, en un lugar donde era poco probable que se recuperara.

—Puede meter la mano en mi bolsillo usted misma. No moveré ni un dedo.
Odiaba atacar a las mujeres. Odiaba tener que aplastarla contra el piso. Pero tal y como estaban las cosas tampoco importaba mucho.

—No soy estúpida. Ese cuento no me lo creo desde que estuve en el colegio.

—¡Ay, por el amor de Dios! —Luchó por controlar su temperamento y gano por poco—. ¿Tiene permiso para portar un arma?

—Por favor —contestó—. Usted no es policía. ¡Es un acosador! Ojalá hubiera un policía por aquí que lo arrestara por haberme seguido a todos lados la semana pasada. Hay una ley en este país contra los acosadores, ¿sabía? —Tomó una bocanada de aire y exhaló lentamente—. Apuesto a que tiene antecedentes por algún tipo de conducta inapropiada. Es muy probable que sea uno de esos psicópatas que hacen llamadas telefónicas obscenas y jadean. Me apuesto lo que quiera a que está en libertad condicional por acoso sexual. —Volvió a inspirar profundamente y sacudió la botella de laca—. Creo que después de todo será mejor que me dé su billetera.

Nunca en sus quince años de carrera había sido tan descuidado como para dejar que un sospechoso —mucho menos si era mujer— tuviera ventaja sobre él. Le latía la cabeza y le dolía el muslo. Le picaban los ojos y tenía las pestañas pegadas.

—Está loca, señora —dijo con voz relativamente calmada mientras metía la mano en el bolsillo.

—¿Usted cree? Tal y como yo lo veo es usted quien parece un loco. —Su mirada no lo abandonó mientras alcanzaba la billetera—. Tengo que saber su nombre para decírselo a la policía, pero seguro que ellos ya saben quién es.

Ella no sabía cuánta razón tenía, pero Peter no desaprovechó la oportunidad hablando. Apenas ella abrió la billetera y miró la placa que había dentro, sus piernas hicieron un movimiento de tijera sobre sus pantorrillas. Ella cayó al suelo y él se tiró encima, inmovilizándola con su peso. Lali se retorció de un lado a otro, empujando sus hombros, llevando la pistola peligrosamente cerca de su oreja izquierda. Peter la agarró por las muñecas y se las estiró por encima de la cabeza usando todo el peso de su cuerpo para inmovilizarla contra el suelo.

Permaneció acostado sobre ella, oprimiéndole los senos contra su pecho y apretándole las caderas contra las suyas. Le sujetó las manos por encima de su cabeza y aunque el forcejeo la había dejado débil, se negó a darse por vencida. Su cara estaba casi a dos centímetros de la suya y sus narices chocaron un par de veces. Aspiraba profundamente y sus ojos pardos lo miraban enormes y llenos de pánico mientras seguía peleando por liberar las muñecas, enredando sus piernas con las de él. A Peter se le había subido el borde del polo a la altura de las axilas y sentía contra el estómago la piel cálida y suave de su vientre y el nailon liso de la riñonera.

—¡Es un policía de verdad! —Sus senos subieron y bajaron mientras luchaba por respirar debajo de su pecho.
Él se levantaría tan pronto como le quitara el arma.

—Exacto, y usted está arrestada por tenencia ilícita de armas y asalto con agravante.

—¡Ay, gracias a Dios! —Respiró hondo y Peter pudo sentir cómo se relajaba debajo de él—. Qué alivio. Creía que era un psicópata pervertido.

Una sonrisa radiante iluminó su rostro mientras lo miraba. Él terminaba de arrestarla y ella parecía completamente feliz. No el tipo de felicidad que solía aparecer en la cara de una mujer cuando se encontraba en esa posición, sino más bien como la de alguien risueño. No sólo era una ladrona sino también, una loca de atar.

—Tiene derecho a permanecer en silencio —dijo quitándole el arma de los dedos—. Tiene derecho...

—¿Me está hablando en serio? ¿De verdad va a arrestarme?

—... a un abogado —continuó, con una mano aun sujetando las suyas sobre su cabeza mientras con la otra tiraba la pistola a varios metros.

—Pero en realidad no es un arma. Quiero decir lo es, pero no lo es. Es una Derringer del siglo XIX, una antigüedad, así que no creo que se la pueda considerar un arma. Y además, no está cargada, e incluso si lo estuviera no haría un agujero demasiado grande. Sólo la tenía porque estaba muy asustada. Usted ha estado siguiéndome toda la semana—. Ella se detuvo y arqueó las dos cejas a la vez—. ¿Por qué me ha estado siguiendo?

En vez de responder, Peter terminó de leerle sus derechos, luego rodó alejándose de ella. Recogió la pequeña pistola y se levantó con cuidado. No iba a contestar a sus preguntas. No cuando ni siquiera sabía qué iba a hacer ahora con ella. No cuando lo había acusado de ser un pervertido y un psicópata. No confiaba en sí mismo para hablar con ella de nada más que lo estrictamente necesario.

—¿Lleva más armas?

—No.

—Ahora, muy lentamente, va a entregarme la riñonera, luego se vaciará los bolsillos.

—Sólo llevo las llaves del auto —murmuró mientras hacía lo que le pedía. Sujetó las llaves en alto y las dejó caer en la palma de su mano. Peter las agarró y las metió en un bolsillo del pantalón. Cogió la riñonera y la volteó. Estaba vacía.

—Ponga las manos contra la pared.

—¿Va a revisarme?

—Exacto —respondió, y señaló el muro de ladrillo.

—Le gusta hacer esto, ¿no? —preguntó por encima del hombro.
Mientras su mirada paseaba por su trasero redondo y sus piernas, él deslizó la pequeña pistola dentro de la cintura su pantalón.

—Exacto —repitió y colocó las manos en sus hombros.

Movió las palmas hacia abajo por sus costados, a través de la espalda y alrededor de la cintura. Deslizó la mano bajo el borde de su polo y le palpó la cintura del short. Sintió la piel suave y el aro de metal del ombligo. Después deslizó la mano hacia arriba entre los montículos de sus senos.

—¡Hey, cuidadito con esas manos!

—No se emocione —advirtió—. Para mí es sólo trabajo.

Después palpó hacia abajo por sus piernas, luego se arrodilló para mirar en el revés de las medias. No se molestó en tratar de palpar cualquier cosa escondida entre sus muslos. No era que confiara en ella, pero no creía que hubiera podido correr con un arma escondida en la ropa interior.

—Una vez que esté en la cárcel, ¿pago la fianza y me voy a casa?

—Cuando el juez fije la fianza y se pague, podrá irse a su casa.
Ella trató de voltearse para mirarlo, pero las manos en sus caderas se lo impidieron.

—Nunca antes me han arrestado —dato que él ya lo sabía—. ¿Voy a ser arrestada de verdad? ¿Con huellas digitales, fotos y todo eso?
Peter le palpó la cintura del short una última vez.

—Sí, con huellas digitales y fotografías de identificación.
Lali se giró, achicó los ojos y lo fulminó con la mirada.

—Hasta este momento pensé que no hablaba en serio. Pensaba que trataba de vengarse por darle un rodillazo en... sus partes privadas.

—Le falló la puntería —aclaró Peter tajantemente.

—¿Está seguro?
Peter se enderezó, metió la mano en el bolsillo trasero de su pantalón y sacó las esposas.

—Es imposible equivocarse con eso.

—Oh —sonó realmente decepcionada—. Bueno, aún no puedo creer que me esté haciendo esto. Si tuviera un poco de decencia admitiría que todo esto es su culpa. —Hizo una pausa y respiró profundamente—. Se está creando mal Karma y estoy segura de que luego lo lamentará.

Peter la miró a los ojos y le colocó las esposas en las muñecas. Él ya lo lamentaba bastante. Lamentaba haber sido atacado por una presunta delincuente, y lamentaba profundamente haber revelado su identidad. Sabía que sus problemas sólo acababan de comenzar.

La primera gota de lluvia le golpeó la mejilla y Peter levantó la mirada al nubarrón que colgaba sobre su cabeza. Tres gotas más le cayeron en la frente y la barbilla. Se rió sin humor.

—Genial.

FinjamosWhere stories live. Discover now