Peter observó cómo su madre y sus hermanas desaparecían rápidamente entre la gente y frunció el ceño. Habían desistido demasiado rápido. Normalmente cuando él se enojaba tiraban a matar. No sabía por qué no habían sacado a relucir más historias de cuando eran pequeños, pero sospechaba que tenía que ver con la mujer que tenía al lado. Su familia creía, obviamente, que Lali era su novia de verdad sin importar lo que dijera; la situación en la que los habían encontrado un rato antes hacía que, ante sus ojos, todo pareciera real. Lo que no dejaba de asombrarle; creía que simplemente con mirar a Lali sería suficiente para convencer a su familia de que no era su tipo de mujer.
La recorrió con la mirada: la bella cara, el pelo alborotado y el estómago desnudo y suave, que lo hacía querer caer de rodillas y apretar su boca abierta contra el vientre plano. Vestía un conjunto provocador que delineaba su precioso cuerpo, un conjunto que sus manos no tendrían ningún problema en destruir. Se preguntó si se lo había puesto simplemente con intención de volverlo loco.
—Tienes una familia muy simpática.
—No son simpáticas. —Él sacudió la cabeza—. Mis hermanas te hicieron creer que lo son por si te conviertes en su cuñada.
—¿Yo?
—No te sientas halagada. Son felices con tal de que tenga a una mujer cerca. ¿Por qué crees que dijeron todas esas cosas de que soy cariñoso con los niños y las mascotas?
—¡Ah! —Lali abrió los ojos con sorpresa—. ¿Hablaban de ti? Salvo por la parte humorística, no sabía a quién se referían.
Él cogió la bolsa de papel que había traído del bar.
—Sé buena o le diré a Lorenzo que quieres que te limpie el colon.
La risa suave que surgió de sus labios lo tomó por sorpresa. Nunca la había oído antes. Una risa genuina y el sonido femenino fue tan dulce y placentero que provocó que sus propios labios se curvaran en una sonrisa inesperada.
—Te veré mañana por la mañana.
—Aquí estaré.
Peter giró y se abrió camino entre el gentío de la feria hasta el lugar donde había estacionado el auto. Si no tenía cuidado, ella terminaría por gustarle más de lo que debería. La vería como mucho más que un medio para conseguir un fin y no podía dejar que ella se convirtiera en algo más que su colaboradora. No podía permitirse el lujo de verla como una mujer deseable, alguien a quien querría tener desnuda para recorrerla con la lengua a placer. De ninguna manera podía permitirse arruinar aquel caso más de lo que ya estaba.
Su mirada recorrió la multitud, buscando inconscientemente a los drogadictos: adictos al crack, fumadores de marihuana de ojos hinchados o cocainómanos nerviosos buscando su próxima dosis. Todos pensaban que tenían el control, que controlaban el vicio cuando estaba claro que era al revés. Llevaba casi un año sin trabajar en narcóticos, pero había momentos -especialmente cuando estaba en medio de la gente- que aún miraba el mundo a través de los ojos de un agente de narcóticos. Era para lo que había sido entrenado, y se preguntó durante cuánto tiempo pesaría sobre él el entrenamiento que había recibido. Sabía de policías de homicidios que llevaban diez años retirados y aún miraban a las personas como si fueran víctimas o asesinos en potencia.
El auto color beige estaba estacionado en una calle lateral al lado de la biblioteca. Se sentó tras el volante de la patrulla camuflada y esperó antes de incorporarse al tráfico. Pensó en la sonrisa de Lali, en el sabor de su boca, en la textura de su piel bajo las palmas de sus manos y en el suave muslo que había entrevisto por la abertura del vestido. El peso del deseo tiró de su ingle e intentó no pensar más en ella. Incluso aunque no fuera tan rara, era un problema. El tipo de problema que le haría patrullar las calles por la noche. El tipo de problema que no necesitaba cuando apenas había sobrevivido a la última investigación de asuntos internos. No quería pasar por aquello otra vez. No valía la pena. De ninguna manera.
Hacía menos de un año, pero sabía que nunca olvidaría la investigación judicial, las entrevistas y por qué se había visto forzado a contestar a sus preguntas. Nunca olvidaría cómo tuvo que perseguir a Roberto Ríos hasta un callejón oscuro, la explosión de fuego anaranjado de la pistola de Roberto y sus propios disparos en respuesta. Durante el resto de su vida recordaría lo que era yacer en aquel callejón sintiendo el tacto frío del arma en la mano; recordaría el silencioso aire de la noche roto por las sirenas, y el destello de las luces blancas, rojas y azules asomando entre los árboles y las casas. La cálida sangre que salía por el orificio del muslo y el cuerpo inmóvil de Roberto a cinco metros. Sus zapatillas blancas resaltaban en la oscuridad. Nunca olvidaría los alocados pensamientos que se atropellaron en su mente cuando había gritado al chico que ya no podía escucharlo.
No fue hasta mucho más tarde, en la cama del hospital -con la pierna inmovilizada por un instrumento de metal que parecía el juguete de un niño-, mientras su madre y sus hermanas lloraban sobre su cuello y su padre lo observaba desde los pies de la cama, que empezó a darle vueltas a todo lo sucedido, repasando mentalmente todos sus movimientos.
Tal vez no debería haber perseguido a Roberto hasta aquel callejón. Tal vez debería haber dejado que escapara. Sabía dónde vivía, quizás debería haber esperado refuerzos e ir directamente hacia su casa.
Quizás, pero su trabajo era perseguir a los malos. La comunidad quería las drogas fuera de las calles, ¿no?
Bueno, en teoría.
Si el nombre de Roberto hubiera sido Roberto Rodríguez, a nadie, salvo a la familia del chico, le hubiera importado. Ni siquiera habría sido noticia, pero Roberto tenía toda la facha de un joven prometedor. Un chico típico con dientes perfectos y una sonrisa angelical. La mañana después del tiroteo, el periódico había publicado una foto de Roberto Ríos en primera plana. Su pelo claro y sus grandes ojos miraron a los lectores sobre su café matutino.
Y los lectores vieron esa cara y comenzaron a preguntarse si había sido necesario que el agente infiltrado disparara a matar. No importaba que Roberto hubiera huido de la policía, ni que hubiera disparado primero o que tuviera un largo historial por abuso de drogas. En la ciudad, un camello de diecinueve no coincidía en absoluto con la imagen que los ciudadanos tenían de sí mismos y de su ciudad.
Por lo tanto, cuestionaron al cuerpo de policía. Se preguntaron si al Departamento de Policía no le haría falta una inspección de asuntos internos y si tenían entre ellos a un policía resentido al que le gustaba matar jóvenes.
El jefe de policía había aparecido en las noticias locales recordando el historial delictivo de Roberto. Toxicología había encontrado rastros significativos de cocaína y marihuana en su sangre. El Departamento de Justicia y asuntos internos habían limpiado el nombre de Peter y habían determinado que el uso del arma había sido necesario. Sin embargo, la gente seguía dándole vueltas al asunto cada vez que la foto de Roberto aparecía en los periódicos o salía en la televisión.
Peter se había visto obligado a ir al psicólogo de la policía, pero le había dicho poca cosa. ¿Qué podía decir en realidad? Él había matado a un chico que ni siquiera era hombre. Había acabado con su vida. Tenía justificación; se había visto forzado a hacerlo. Sabía a ciencia cierta que habría sido él quien hubiese muerto si Roberto hubiera apuntado mejor. No tenía otra opción.
Eso es lo que se había dicho a sí mismo. Eso es lo que había tenido que creer.
Después de pasar dos meses encerrado en casa sin poder hacer nada y cuatro meses más de fisioterapia intensa, Peter había sido dado de alta, listo para volver al trabajo. Pero no a narcóticos, sino a la brigada antirrobos. Así era como lo habían llamado, un traslado. Él, en cambio, lo llamaba humillación, como si lo hubieran castigado por cumplir con su trabajo.
Estacionó el auto a media cuadra de Whim. Cogió una lata de pintura y una bolsa llena de pinceles y rodillos. A pesar de su traslado nunca consideró un error lo sucedido con Roberto en aquel callejón. Era triste y desafortunado, algo sobre lo que no quería pensar —sobre lo que se negaba a hablar—, pero no un error.
No como Mariana Espósito. Eso sí había sido un jodido error. La había subestimado a base de bien. ¿Quién hubiera imaginado que se sacaría de entre las manos un plan tan desastroso como para guiarlo al parque con un arma vieja y una lata de laca?
Peter entró en la tienda por la puerta de atrás y dejó la pintura y la bolsa con los materiales sobre el mostrador al lado del lavadero. Mara estaba en el otro extremo del mostrador desembalando la mercancía de la tienda que había recibido el día anterior. No parecían ser antigüedades.
—¿Qué es eso?
—Lali pidió algunas piezas de cristal. —Sus ojos castaños lo miraron intensamente. Se había rizado el pelo y pintado los labios de color rojo brillante.
Desde el momento en que la vio había sido consciente de que podía encapricharse con él. Lo seguía a todas partes y se ofrecía para llevarle cualquier cosa. Aunque era halagador, la mayor parte del tiempo se sentía incómodo. Era sólo un año o dos mayor que Isabel, su sobrina, y Peter no estaba interesado en las chicas de esa edad. A él le gustaban las mujeres. Mujeres totalmente desarrolladas a las que no tenía que enseñar qué hacer con las manos y la boca. Mujeres que sabían cómo mover su cuerpo para crear la fricción adecuada.
—¿Quieres ayudarme? —preguntó ella.
Él sacó un pincel de la bolsa.
—Pensé —dijo— que irías a la feria a ayudar a Lali.
—Iba a ir, pero Ignacio me dijo que tenía que desembalar todo esto y quitarlo de en medio por si hoy querías empezar con los reposteros de la cocina.
Sus habilidades en carpintería no se extendían hasta el punto de reemplazar los reposteros.
—No empezaré hasta la semana que viene. —En realidad esperaba no tener que preocuparse de eso la semana siguiente—. ¿Ignacio está en la oficina?
—Todavía no ha vuelto de almorzar.
—¿Quién está atendiendo la tienda?
—Nadie, pero oiré la campana cuando entre un cliente.
Peter agarró un pincel y la pintura, y se fue al pequeño depósito. Ésta era la parte del trabajo encubierto que lo ponía nervioso, esperar a que el sospechoso hiciera el siguiente movimiento. Sin embargo, suponía que trabajar dentro de la tienda era mejor que estar sentado fuera en un auto camuflado y engordando a base de hot dogs. Era algo mejor, pero no mucho.
Cubrió el piso con una tela vieja y apoyó contra la pared las guías para los estantes que había hecho el día anterior. Mara lo siguió como un perrito faldero y habló sin parar sobre los tipos inmaduros de la universidad con los que había salido. Se fue cuando sonó la campana, pero reapareció poco después para recordarle que estaba disponible para un hombre mayor.
Cuando Ignacio regresó, Peter acababa de terminar de pintar los dos estantes e iba a empezar a pintar las paredes del depósito. Ignacio recriminó a Mara con la mirada y la envió a ayudar a Lali, dejándolos solos.
—Creo que anda detrás de ti —le dijo Ignacio mientras Mara le dedicaba una última mirada sobre el hombro y salía por la puerta.
—Bueno, puede ser. —Peter se llevó una mano al hombro contrario para frotárselo y luego estiró el brazo sobre la cabeza. Odiaba admitirlo pero le dolían los músculos. Se mantenía en forma, así que no era por la falta de ejercicio. Sólo había otra explicación. Se estaba haciendo viejo.
—¿Lali te paga lo suficiente como para trabajar con músculos doloridos? —Ignacio vestía un terno de diseñador. En una mano llevaba la bolsa de una tienda de ropa de fiesta y en la otra una bolsa con ropa interior femenina de la tienda que había unas cuadras más allá.
—Me paga suficiente. —Dejó caer los brazos—. El dinero no lo es todo.
—Entonces nunca has sido pobre. Yo sí, amigo, y eso te marca. Te influye durante el resto de tu vida.
—¿Eso crees?
—La gente te juzga por la marca de la camisa y el lustre de los zapatos. El dinero sí lo es todo. Sin él creen que eres basura. Y las mujeres, olvídate. No tienes nada que hacer con ellas. Y punto.
Peter se sentó encima del baúl y cruzó los brazos.
—Depende de a qué clase de mujeres estés tratando de impresionar.
—Sólo a las de clase alta. Las mujeres que conocen la diferencia entre un Toyota y un Mercedes.
—Ah. —Peter recostó la cabeza contra la pared y miró al hombre que tenía enfrente—. Esas mujeres cuestan dinero de verdad y en efectivo. ¿Tienes esa clase de dinero?
—Sí, y si no lo tengo, sé cómo conseguirlo. Sé cómo conseguir las cosas que quiero.
«Bingo.»
—¿Cómo lo haces?
Ignacio sólo sonrió y negó con la cabeza.
—No lo creerías aunque te lo contara.
—Prueba —insistió Peter.
—Me temo que no puedo.
—¿Inviertes en bolsa?
—Invierto en mí, Ignacio, y eso es todo lo que pienso contarte.
Peter sabía cuándo dejar de presionar.
—¿Qué llevas en la bolsa? —preguntó señalando la mano de Ignacio.
—Celebro la fiesta de cumpleaños de mi novia, China.
—¿En serio? ¿Es China su nombre real o su apellido?
—Ni lo uno ni lo otro —se rió Ignacio entre dientes—. Pero prefiere ese nombre al suyo, Eugenia. Le mencioné la fiesta a Lali esta mañana cuando pasé por su puesto. Me dijo que tenían otros planes.
Peter pensó que le había dejado bien claro a Lali que tenía que dejar de entrometerse en la investigación. Obviamente, iba a tener que hablar con ella otra vez.
—Creo que podremos pasarnos un rato por la fiesta.
—¿Estás seguro? Parecía dispuesta a pasar la tarde en casa.
Normalmente, Peter no era el tipo de hombre que se sentaba a hablar de mujeres con otro hombre. Pero esto era diferente, era su trabajo y sabía cómo hacerlo. Se inclinó hacia adelante ligeramente como si compartiera un secreto.
—Bueno, aquí entre nosotros, Lali es una ninfómana.
—¿En serio? Siempre creí que era algo puritana.
—Sólo lo parece. —Se reclinó y sonrió abiertamente como si él e Ignacio pertenecieran a la misma hermandad—. Pero creo que puedo mantenerla a distancia unas cuantas horas. ¿A qué hora es la fiesta?
—A las ocho —le respondió Ignacio encaminándose a la oficina.
Peter se quedó allí pintando durante las siguientes dos horas. Por la tarde, después de cerrar Whim, fue hasta la comisaría y repasó el informe diario del robo Arredondo. No había demasiada información nueva desde esa mañana. Ignacio se había encontrado con una mujer sin identificar para almorzar en un restaurante del centro de la ciudad. Había comprado cosas para la fiesta en diversas tiendas. Cosas excitantes.
Peter informó de la conversación con Ignacio y le hizo saber a Vázquez que había sido invitado a la fiesta que daba en su casa. Luego cogió un montón de papeleo de oficina y se fue a casa con Sam.
Para cenar, hizo costillas a la parrilla y se comió la ensalada que su hermana Daniela le había dejado en la refrigeradora mientras él estaba trabajando. Sam estaba parado sobre la mesa al lado de su plato y se negaba a comerse las semillas y las zanahorias baby.
—Sam quiere a Peter...
—No puedes comerte mi comida.
—Sam quiere a Peter... Braack.
—No.
Sam parpadeó con sus ojos negros y amarillos y levantó el pico imitando el sonido del teléfono.
—Ni te molestes. —Peter atravesó con el tenedor algunas verduras y se sintió ridículo hablando con su loro de dos años—. El veterinario dice que tienes que comer menos y hacer más ejercicio o te enfermarás del hígado.
El ave voló a su hombro, luego descansó la cabeza cubierta de plumas contra la oreja de Peter.
—Lorito bonito.
—Estás gordo. —Se mantuvo firme durante la cena y no le dio de comer, pero cuando el loro imitó una de las frases de la película favorita de Peter, aflojó y le dio trocitos de la tarta de queso de Alessandra. Era tan buena como había asegurado, así que suponía que le debía un café. Trató de recordar a Alessandra de niña y le vino la imagen de una chica con lentes sentada sobre uno de aquellos sofás de terciopelo verde esmeralda de la casa de sus padres, mirándolo fijamente mientras esperaba a su hermana Soledad. En ese tiempo debía de tener diez años, seis menos que él. La misma edad de Lali.
Pensar en Lali le produjo un agudo dolor de cabeza. Se pellizcó el puente de la nariz e hizo un gran esfuerzo mental para decidir qué hacer con ella. No tenía ni idea.
Mientras el sol se escondía, Peter puso a Sam en su jaula y le dio play a su película preferida. Las películas de acción junto con los programas de chismes. En el pasado, había tratado de animarlo a ver algún vídeo de Disney o «Plaza Sésamo», o cualquier video educativo que había comprado. Pero Sam era adicto a esos mamarrachos y, como la mayoría de los padres con sus hijos, Peter no podía negarle nada.
Manejó hacia la pequeña casa de ladrillos a través de la ciudad y estacionó el auto. Una luz rosada resplandecía en la entrada, encima de la puerta principal. Algunas noches antes, la luz había sido verde. Peter se preguntó si el cambio de iluminación tendría algún significado, pero supuso que era mejor no preguntar.
Un par de ardillas corrieron velozmente por el jardín y la vereda, y subieron rápidamente por la corteza del árbol. A medio camino, hicieron un alto para mirarlo, con las puntas de sus colas ocultas entre las ramas. Su sonido inquieto llenó sus oídos, como si lo acusaran de pretender robar su escondite. Las ardillas le gustaban todavía menos que los gatos.
Peter tocó la puerta de Lali tres veces antes de que se abriera. Estaba parada delante de él con una gran camisa blanca que se abotonaba por delante. Sus ojos se agrandaron y la cara se le puso del color de una fresa.
—¡Peter! ¿Qué haces aquí?
Antes de responder a la pregunta, dejó que su mirada la recorriera, desde su pelo que caía de la cola de su cabeza a la cinta con piedras que tenía amarrada alrededor del tobillo. Llevaba la camisa remangada por los codos y le llegaba dos centímetros por encima de las rodillas desnudas. Por lo que podía ver, no tenía puesto nada más aparte de las pequeñas manchas de pintura que salpicaban la piel y la camisa.
—Necesito hablar contigo —dijo él, volviendo a mirar sus mejillas cada vez más coloradas.
—¿Ahora? —Ella miró hacia otro lado como si la hubiera atrapado haciendo algo ilegal.
—Sí, ¿qué estabas haciendo?
—¡Nada! —Parecía tan culpable como el pecado.
—La otra noche te dije que no te metieras en la investigación, pero si no me entendiste, te lo digo de nuevo. Deja de proteger a Ignacio.
—No lo hago. —La luz del interior de la casa quedó atrapada en su pelo e iluminó la camisa blanca desde atrás, perfilándole los senos y las delgadas caderas.
—Rechazaste la invitación para la fiesta que organiza mañana por la noche. Yo la acepte.
—No quiero ir. Ignacio y yo somos amigos y socios, pero no hacemos vida social. Siempre he pensado que era más conveniente que no nos viéramos fuera del trabajo.
—Es una pena. —Peter esperó a que lo invitara a pasar, pero no lo hizo. En lugar de eso se cruzó de brazos llamando la atención sobre la mancha negra de su pecho izquierdo.
—Los amigos de Ignacio son superficiales. No la vamos a pasar bien.
—No vamos para pasarla bien.
—¿Vas a buscar el cuadro?
—Sí.
—Ok, pero nada de besos.
Él se balanceó sobre los talones y la miró con los ojos entrecerrados. La petición era perfectamente razonable pero le molestaba más de lo que se atrevía a admitir.
—Te dije que no te lo tomaras como algo personal.
—Y no lo hago, pero no me gusta.
—¿No te gusta qué? ¿Besarme o tomártelo como algo personal?
—Besarte.
—Viro, intenso y ardiente.
—Estás equivocado.
Él sacudió la cabeza
—Creo que no —dijo él con una sonrisa.
Ella suspiró.
—¿Es eso todo lo que querías, detective?
—Paso por ti a las ocho. —Se volteó para irse, pero frenó y la miró por encima del hombro—. Y, Lali...
—¿Sí?
—Ponte algo sexy.
Lali cerró la puerta y se recostó sobre ella. Se sintió aturdida y excitada como si hubiera invocado a Peter de alguna manera. Respiró profundamente y se llevó una mano a su corazón desbocado. La aparición de Peter en su puerta justo en ese momento debía de ser algún tipo de casualidad.
Desde que él se había ido de su puesto aquella tarde, Lali había sentido un abrumador deseo de pintarlo otra vez. Esta vez parado dentro del aura roja. Desnudo. Después de regresar a casa tras un exitoso día en la feria, había entrado inmediatamente en el estudio para preparar una tela. Esbozó y pintó su cara y los duros músculos de su cuerpo inspirándose en el David de Miguel Ángel. Acababa de empezar a pintar las partes privadas de Peter cuando tocó. Había abierto la puerta y allí estaba él. Durante unos angustiosos segundos había temido que de alguna manera supiera lo que estaba haciendo. Se había sentido culpable, exactamente igual que si la hubiera encontrado mirándolo desnudo.
No creía en el destino. Creía en la libertad de elección, pero no podía ignorar que aquella coincidencia le había puesto los pelos de punta.
Lali se alejó de la puerta y se encaminó al estudio. Estaba convencida de lo que le había dicho a Peter, nada de besos. Pero aunque encontraba que mentir le resultaba mucho más fácil que hacía una semana, no se podía mentir a sí misma. Por razones que no podía explicar, estar cerca de Peter con el aliento rozándole la mejilla y sus labios acariciando los suyos no era tan desagradable. No, no era desagradable en absoluto.
Lali creía que el amor se debía expresar honesta y abiertamente, pero no en un parque lleno de gente y mucho menos con el detective Juan Pedro Lanzani. A él no le importaba ella y le había dejado completamente claro que consideraba que besarla era parte de su trabajo. Había pensado en su reacción al beso de Peter y había llegado a la conclusión lógica de que su contacto había alterado su ritmo cardiaco y puesto todo del revés. Como un ataque de hipo o una interferencia en la energía vital que conectaba cuerpo, mente y alma.
Si Ignacio los descubría discutiendo otra vez, o si a Peter lo veía alguien que lo conociera, iba a tener que improvisar. Pero nada de pegarse contra él, llenándose los sentidos con el perfume de su piel. No más besos impersonales que le llegaban a lo más hondo y la dejaban sin aliento. Y de ninguna manera pensaba ponerse algo sexy para él.
Cuando a la tarde siguiente sonó el timbre de la puerta, Lali creía que estaba absolutamente preparada para Peter. Ninguna sorpresa más. Tenía todo bajo control y si él hubiera tenido puesto un jean y una camiseta, habría conservado la calma. Pero fue mirarlo y su equilibrio interior se desapareció en algún lugar del cosmos.
Se había afeitado la sombra de barba que le oscurecía las mejillas a última hora de la tarde y los pómulos bronceados estaban suaves. Su polo era de seda negra y se ajustaba perfectamente al ancho pecho y al estómago plano. Una correa apretaba su pantalón gris de vestir. En lugar de viejas zapatillas de deporte o botas para trabajar, llevaba zapatos de vestir. Olía maravillosamente bien y se veía mejor aún.
A diferencia de Peter, Lali no se había tomado la molestia de arreglarse. Se había vestido para estar cómoda con una sencilla blusa blanca y un vestido a cuadros azules y blancos que le llegaba justo por la rodilla. Se había puesto muy poco maquillaje y no había tratado de hacer nada diferente con el pelo, simplemente lo había dejado suelto para que le cayera sobre la espalda como siempre. Su única concesión a la moda eran los aretes de plata en las orejas y el anillo del dedo corazón de la mano derecha. No tenía medias puestas y calzaba unas zapatillas. Pensaba que no se le podría considerar sexy bajo ningún concepto.
Él arqueó una ceja haciéndole saber que eso era lo que opinaba.
—¿Dónde dejaste a tus ovejas?—preguntó Peter, refiriéndose a la canción de Mary y las ovejas.
Tampoco estaba tan mal vestida.
—Mira, no soy yo quien se ponía los tacos rojos de su mamá para saltar muros.
Él la fulminó con la mirada.
—Tenía cinco años.
—Eso es lo que dicen todos. —Salió de su casa y cerró la puerta con llave—. Además, estoy segura de que es una fiesta informal. —Dejó caer las llaves en su gran cartera y se enfrentó a él. Peter no retrocedió ni un centímetro y su brazo desnudo le acarició el pecho.
—Lo dudo. —Peter la tomó del codo como si fuera una cita de verdad y la guió al horrible carro beige que tan bien recordaba. La última vez que había viajado en él iba esposada en el asiento trasero—. Conozco a Ignacio y dudo que haga nada informal, aunque tal vez se deje llevar.
El calor de la palma de su mano se extendió por su brazo hasta las puntas de los dedos. Se obligó a caminar tranquila a su lado, como si su contacto no la hiciera desear más. Como si en realidad estuviera tan calmada y relajada como Peter. Trató de ignorar las sensaciones que le hacían sudar las palmas de las manos y ni se molestó en comentar la opinión que Peter tenía de Ignacio, porque además, lo que había dicho se acercaba bastante a la verdad. Pero lo que hacía Ignacio no era ni mejor ni peor que lo que hacían otros hombres.
—Ayer me dio la impresión de que tenías otro auto.
—Así es, pero Ignacio piensa que soy un perdedor nato. Y quiero que lo siga pensando —dijo, y se inclinó hacia delante para abrir la puerta del pasajero. Le rozó otra vez el pecho con el brazo y ella respiró profundamente por la nariz, preguntándose si su colonia era una combinación de maderas o tenía algo más.
—¿Por qué haces eso?
—¿El qué?
—Olfatear con la nariz como si oliera mal. —Le soltó el codo y ella sintió que por fin podía relajarse.
—Son imaginaciones tuyas —le dijo, y se metió en el auto.
A diferencia de Peter el interior del carro olía horrible como el día que la había arrestado. Como a aceite de motor, pero al menos los asientos estaban limpios.
El camino a la casa de Ignacio le llevó menos de diez minutos y Peter usó todo ese tiempo para recordarle el contrato de colaboración que había firmado.
—Si Ignacio es inocente —dijo él—, no necesita tu ayuda. Y si es culpable, no puedes protegerlo.
El aire fresco acarició sus brazos y piernas desnudos. Deseó haberse quedado en casa. Deseó haber podido elegir.
Lali había ido a casa de Ignacio en varias oportunidades, pero nunca se había fijado demasiado en ella. La moderna estructura tenía una vista espectacular de la ciudad. El interior estaba decorado con mármol, madera y acero, y parecía tan acogedor como un museo de arte moderno.
Lali y Peter se acercaron juntos por la vereda, hombro con hombro, sin apenas tocarse.
—¿Qué pasa si uno de los amigos de Ignacio te reconoce? ¿Qué harás en ese caso?
—Ya improvisaré algo.
Eso era exactamente lo que temía.
—¿Como qué?
Peter tocó el timbre y esperaron allí uno al lado del otro, con la mirada en la puerta.
—¿Te asusta estar a solas conmigo?
«Un poco.»
—No.
—Pareces preocupada.
—No estoy preocupada.
—Parece como si tal vez no confiaras ti misma.
—¿Sobre qué?
—Sobre tener las manos quietas.
Antes de que pudiera responder, se abrió la puerta y comenzó el juego. Peter le rodeó los hombros con el brazo, el calor de su mano le calentaba la piel a través de la delgada tela de la blusa.
—Me preguntaba si al final aparecerían. —Ignacio dio un paso atrás y entraron. Como siempre, parecía como si acabara de salir de una revista.
—Te dije que podría sacarla de casa durante unas horas.
Ignacio recorrió con la mirada el vestido de Lali y arrugó el ceño.
—La, ésta es una nueva imagen de ti. Interesante.
—No estoy tan mal —se defendió.
—No si eres parte de algún cuento. —Ignacio cerró la puerta y lo siguieron hacia la sala.
—No me parezco a Mary. —Lali recorrió con la mirada el vestido azul a cuadros para cerciorarse—. ¿De verdad me parezco a ella?
Peter la apretó contra su costado.
—No te preocupes, te protegeré de los monos voladores.
Ella lo miró a los ojos, a sus iris color verde y las tupidas pestañas; no eran los monos voladores lo que más la preocupaban.
—¿Por qué no le das tu cartera a Ignacio para que la guarde en alguna parte?
—Lo dejaré en el cuarto de invitados —propuso Ignacio.
—Prefiero tenerlo conmigo.
Peter se lo quitó y se lo dio a Ignacio.
—Te va a dar una tendinitis.
—¿La cartera?
—Nunca se sabe —respondió Peter mientras Ignacio se iba con la cartera.
La sala, la cocina y el comedor compartían el mismo espacio amplio y la espectacular vista de la ciudad. Un pequeño grupo de invitados hablaba en la barra mientras la música llenaba la casa. Lali paseó la mirada por la habitación, desde la piel de cebra en el respaldo del sillón a los adornos africanos esparcidos por el lugar. Ignacio también necesitaba una lección.
Cuando su socio regresó, les presentó a sus amigos, un grupo de empresarios que estaban, por lo que Lali pudo notar, mucho más preocupados por el estado de sus cuentas corrientes que por el estado de sus conciencias. Peter mantuvo el brazo sobre Lali mientras saludaban a un matrimonio que poseía una cadena de cafeterías de moda. Otros vendían vitaminas, computadoras o propiedades y, aparentemente, lo hacían muy bien. Ignacio les presentó a su novia, China, aunque Lali habría jurado que se llamaba Eugenia la última vez que la vio. La mujer era alta, rubia y perfecta, y Lali sintió un deseo abrumador de encoger los hombros.
Junto a China se encontraba una amiga suya igual de perfecta, Marcela, que ni siquiera fingía estar interesada en nada de lo que Lali pudiera decir. Centraba su atención en el hombre que permanecía pegado a ella. Al mirarlo de reojo, observó que en su boca se formaba una sonrisa apreciativa. Su mirada paseó por los pechos de Marcela y cambió el peso de un pie a otro. La cálida mano se deslizó del hombro de Lali a su espalda, luego se metió las manos en los bolsillos del pantalón y dejó de tocarla.
Debería haberse alegrado. De hecho lo hizo. Sólo se sentía un poco dejada de lado y algo más. Algo muy parecido a los celos que la hacían sentirse incómoda, pero no podían ser celos porque (a) Peter no era realmente su novio; (b) él no le importaba nada; y (c) no se sentía atraída por hombres tan poco espirituales.
Ignacio dijo algo que Peter debió de encontrar sumamente gracioso porque echó hacia atrás la cabeza y rió, mostrando aquellos dientes tan blancos y la garganta suave y bronceada. Aparecieron unas arruguitas en los contornos de sus ojos y el suave sonido de su risa penetró en Lali para asentarse en su pecho.
Alguien más dijo algo y todos se rieron. Excepto Lali. No creía que hubiera nada de qué reírse. No, no había absolutamente nada gracioso en la pequeña punzada que sintió bajo el esternón, ni en el ardiente fuego líquido que atravesó sus venas despertando un deseo que encontró imposible de ignorar.