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No había ninguna duda. Había sido una pesadilla.

Cuando Peter entró en Whim a la mañana siguiente con un jean desgastado y un polo, todo el cuerpo de Lali se encendió. Se había puesto un vestido verde de tirantes para trabajar porque era cómodo y fresco, pero en el momento en que sus ojos se encontraron con los de él, la temperatura de su cuerpo subió rápidamente y tuvo que entrar al baño para ponerse una toalla húmeda sobre las mejillas. Aún no podía mirarlo sin recordar la forma en que la había tocado o las cosas que le había susurrado en sueños. Las cosas que le había querido hacer o por dónde había querido comenzar.

Trató de mantenerse ocupada y no pensar en Peter, pero los jueves eran, por lo general, un día sin demasiada clientela y aquél no fue la excepción. Dejó caer unas gotas de aceite de naranja y otras de pétalos de rosa en el hornito, puso la vela debajo y la encendió. En cuanto la tienda comenzó a oler a la mezcla de perfumes cítricos y florales, se dirigió a la vitrina donde estaban las hadas y las mariposas de cristal. Limpió el polvo y ordenó todo mientras miraba de reojo a Peter, que rellenaba los agujeros de la pared del fondo de espaldas a ella, sin poder evitar recordar la manera en que había imaginado sentir su pelo entre los dedos. Había parecido demasiado real, pero, por supuesto, sólo había ocurrido en sus sueños y empezaba a sentirse como una tonta al dejar que le afectara tanto a la luz del día.

Como si hubiera sentido sus ojos sobre él, Peter la miró por encima del hombro y se dio cuenta de que lo miraba. Ella bajó rápidamente la mirada a la figura que tenía en manos, pero no antes de que le comenzaran a arder las mejillas.

Como siempre, Ignacio había estado toda la mañana en la oficina con la puerta cerrada hablando con distribuidores y vendedores al por mayor, encargándose a la vez de sus otros intereses comerciales. Los jueves eran los días que Mara descansaba, así que Lali sabía que muy probablemente estaría a solas con Peter hasta cerrar. Respiró hondo e intentó no pensar en las horas que tenía por delante. Horas interminables. Sola. Con Peter.

Observó su reflejo en la vitrina mientras él sumergía la espátula en el recipiente con la masilla y se dedicaba a extenderla. Se preguntó qué tipo de mujer atraería el interés de un hombre como Peter. ¿Mujeres atléticas de cuerpos duros, o mujeres hogareñas de esas que horneaban pan y se preocupaban por tener todo en orden? Ella no pertenecía a ninguna de las dos clases.

A las diez, sus nervios se habían calmado hasta un nivel aceptable. Peter acabó de tapar los agujeros y tuvo que pensar en otro trabajito para él. Se decidió por armar otra estantería en el pequeño depósito de la trastienda. Nada complicado. Simplemente tres tablas de madera contrachapada de tres centímetros apoyadas en una estructura de perfiles en L.

Como no había clientes de quienes preocuparse le mostró a Peter el depósito que apenas era más grande que el baño y estaba iluminado por un foco que colgaba del techo. Si un cliente entraba en la tienda, se enterarían cuando la campana sonara en la parte de atrás.

Entre los dos movieron a un lado del pequeño cuarto unas cajas. Peter se abrochó el cinturón de herramientas en las caderas, sacó un metro y le tendió a ella el extremo. Lali se arrodilló y la sujetó en la esquina de la pared.

—¿Puedo hacerte una pregunta personal, Peter?

Él apoyó una rodilla en el suelo y se inclinó sobre la esquina opuesta para obtener la medida, luego la miró. La mirada de Peter no llegó hasta su cara. Se deslizó por su brazo hacia sus senos y allí se quedó.

Lali miró hacia abajo, a la pechera del vestido. El borde superior se había bajado ofreciendo a Peter una vista excelente del escote y del sostén negro. Agarró con la mano libre el borde del vestido para subírselo.
Sin asomo de vergüenza, Peter levantó finalmente la mirada a su cara.

—Pregunta, aunque eso no quiere decir que vaya a contestarte —dijo, luego escribió algo a lápiz en la pared.
En el pasado Lali había descubierto a algunos hombres clavando los ojos en sus atributos, pero al menos habían tenido la decencia de sentirse avergonzados.

—Peter, ¿alguna vez estuviste casado?

—No. Pero estuve cerca.

—¿Y comprometido?

—No, aunque llegué a pensar en ello.
Ella no creía que pensar en ello fuera suficiente.

—¿Qué pasó?

—Conocí a su mamá y escapé tan rápido como pude. —La miró otra vez y sonrió como si hubiera dicho algo realmente gracioso—. Ahora ya puedes soltar el metro—dijo él, y cuando Lali lo hizo, ésta se cerró bruscamente golpeándole el pulgar—. ¡Auch!

—¡Uhhh!

—Lo hiciste a propósito.

—Te equivocas. Soy pacifista, aunque llegué a pensarlo. —Se levantó, apoyó un hombro contra la pared y cruzó los brazos sobre su pecho—. Supongo que eres uno de esos hombres exigentes que quiere que su esposa cocine como Narda Lepes y encima parezca una modelo.

—No tiene por qué parecer una modelo, simplemente debe ser un poco guapa. Y nada de uñas largas. Las mujeres con uñas largas me asustan. —De nuevo sonrió, pero esta vez de una manera lenta y sensual—. No hay nada más aterrador que ver cómo esas armas largas se acercan a mis muchachos.
No preguntó si hablaba por experiencia. Realmente no quería saberlo.

—Pero estoy en lo cierto en la parte de Narda Lepes, ¿no?
Él se encogió de hombros y puso el metro en posición vertical, del suelo al techo.

—Es importante para mí. No me gusta cocinar. —Hizo una pausa para leer la medida y la anotó al lado de la primera—. No me gusta comprar, ni limpiar la casa, ni poner la ropa a lavar. Son cosas de mujeres en las que no soy bueno.

—¿Es broma? —Él parecía tan normal, pero en algún momento de su vida se había vuelto un inepto—. ¿Qué te hace pensar que las mujeres saben limpiar y lavar ropa? Tal vez te sorprenda saber que no nacemos con una predisposición biológica para lavar medias y refregar baños.
El metro se deslizó suavemente en la carcasa de metal y Peter lo metió en su cinturón.

—Tal vez. Todo lo que sé es que si una mujer no se preocupa por la limpieza y esas cosas, el hombre no lo hará. Igual que las mujeres son capaces de manejar varios kilómetros por ir a un taller si su esposo no les cambia el aceite del auto.
Por supuesto que las mujeres iban a taller. ¿Qué clase de tonto cambiaba por sí mismo el aceite del auto? Ella sacudió la cabeza.

—Presiento que seguirás soltero mucho tiempo.

—¿Qué pasa? ¿Ahora eres adivina?

—No, no necesito ser adivina para saber que ninguna mujer querrá ser tu empleada de por vida. A menos que saque algún beneficio con ello —añadió, pensando en alguna desesperada mujer sin hogar.

—Por supuesto que sacará beneficio. —En dos zancadas, acortó la distancia entre ellos—. Yo.

—Pensaba en algo bueno.

—Soy bueno. Realmente bueno —dijo lo suficientemente bajo para que no lo escucharan fuera—. ¿Quieres que te lo demuestre?

—No. —Se enderezó apartándose de la pared, pero él se había acercado tanto que ella podía ver los bordes de su iris.
Peter levantó la mano, le colocó un mechón de pelo detrás de la oreja y le acarició la mejilla con el pulgar.

—Bueno, ahora me toca a mí.
Ella negó con la cabeza, temiendo que si él decidía demostrarle lo bueno que era, no sería capaz de frenarlo.

—No, de verdad. Te creo.
Su risa suave llenó el pequeño depósito.

—Quería decir que me toca hacerte una pregunta.

—Ah —dijo ella y no supo por qué se sentía tan decepcionada.

—¿Por qué una chica como tú está todavía soltera?
Ella se preguntó qué quería dar a entender exactamente e intentó mostrarse un poquito indignada, pero lo cierto era que sonó más titubeante que ofendida.

—¿Como yo?
Peter le deslizó el pulgar por la barbilla y después le acarició el labio inferior.

—Con el pelo tan alborotado como si acabaras de levantarte de la cama y esos grandes ojos puedes llegar a conseguir que cualquier hombre se olvide de todo.
El calor de sus palabras se fundió en la boca de su estómago y le temblaron las rodillas

—¿Que se olvide de qué?

—De que no es una buena idea que te bese —dijo él, y lentamente acercó su boca a la de ella— por todas partes. —Le acarició la cadera con una mano y la atrajo hacia él. El cinturón de herramientas presionó su abdomen—. Del verdadero motivo de que esté aquí, y por qué no nos podemos pasar el día haciendo lo que en realidad haríamos si fueras mi novia de verdad. —Sus labios acariciaron los de ella, que se abrieron para él incapaz de resistir el deseo que la recorrió de pies a cabeza. La punta de su lengua tocó la de ella, luego penetró dentro de su cálida boca. Él se tomó su tiempo para besarla, provocando su placer con la caricia lenta y persistente de sus labios y su lengua. Al mismo tiempo la empujó hacia atrás contra la pared, entrelazando sus manos con las de ella y levantándolas a ambos lados de su cabeza. Los labios húmedos de Lali se amoldaron a los suyos, zambulló la lengua en el interior de su boca con suavidad y luego se retiró.

La provocó, jugueteando con su boca. La mantuvo sujeta contra la pared, apretando sus senos con su duro pecho. Sus pezones se endurecieron cuando él profundizó el beso y Lali se olvidó de todo, derritiéndose por dentro. Un fuego líquido ardió en su vientre arrancando un gemido de su pecho. Lali lo oyó pero apenas notó que aquel sonido provenía de ella.

Luego oyó como si Peter se aclarara la garganta, pero sumida en el embrujo de su profunda aura roja se preguntó cómo podía aclararse la voz cuando aún tenía la lengua en su boca.

—Cuando termines ahí, La, necesito que revises las facturas del lote dañado de platos de sushi.
Peter se separó de su boca y pareció tan confundido como ella.

Lali se dio cuenta que no había sido él quien había hablado y giró la cabeza justo a tiempo para ver cómo Ignacio salía del depósito para dirigirse al frente de la tienda. Al mismo tiempo, sonó la campanilla avisando de que había entrado un cliente. Si Ignacio había dudado alguna vez de que eran novios, estaba claro que ahora ya no lo haría.

Peter retrocedió y se pasó los dedos por el pelo. Soltó una bocanada de aire y dejó caer las manos. Parecía desorientado, como si algo lo hubiera golpeado en la cabeza.

—Tal vez no deberías ponerte cosas como esas para trabajar.

Con el deseo aún rugiendo por sus venas, Lali se balanceó sobre los talones y bajó la mirada desconcertada al vestido. La basta le llegaba hasta los tobillos y el escote suelto apenas revelaba nada.

—¿Esto? ¿Qué pasa con esto?
Él cambió el peso de pie y cruzó los brazos sobre el pecho.

—Es demasiado sexy.

El asombro la dejó sin habla durante un momento, pero cuando lo miró a los ojos y se percató de que estaba hablando en serio no pudo evitarlo, estalló en carcajadas.

—¿Qué es tan gracioso?

—Ni poniéndole toda la imaginación del mundo se puede considerar sexy este vestido.
Él sacudió la cabeza.

—Tal vez sea ese sostén negro que tienes puesto.

—Si no te hubieras quedado mirando lo que llevo debajo del vestido, no sabrías cómo es mi ropa interior.

—Y si no me lo hubieras enseñado, yo no habría mirado.

—¿Enseñado? —La indignación enfrió cualquier resto de deseo y la situación ya no le pareció tan graciosa—. ¿Quieres decir que cuando ves un sostén negro pierdes el control?

—Normalmente no. —La miró de arriba abajo—. ¿Qué era eso que quemabas antes?

—Aceites de naranja y pétalos de rosas.

—¿Nada más?

—No. ¿Por qué?

—¿No había nada raro en alguno de esos frasquitos tan extraños que tienes? ¿Hechizos o vudú o algo por el estilo?

—¿Crees que me besaste por culpa de aceite de vudú?

—Podría ser.
Era de lo más ridículo. Ella se inclinó hacia delante y le clavó el dedo índice en el pecho.

—¿Te caíste de cabeza cuando eras chico? —le clavó el dedo de nuevo—. ¿Ése es tu problema?
Él descruzó los brazos y le atrapó la mano entre las suyas.

—Creí que eras pacifista.

—Lo soy, acabas de provocarme. —Lali hizo una pausa y escuchó las voces que provenían de la tienda. Se estaban acercando a la trastienda y no necesitaba mirar para saber quién había llegado.

—Lali está ahí adentro con su novio —dijo Ignacio.

—¿Novio? Lali no mencionó que tuviera novio cuando hablé con ella anoche.

Lali arrancó su mano de la de Peter, dio un paso atrás estudiándolo rápidamente de pies a cabeza. Él era tal como su madre había descrito. Terco, decidido y guapo. El jean y las herramientas eran como un aviso iluminado.

—Rápido —susurró—, dame el cinturón de herramientas.

—¿Qué?

—Sólo hazlo. —Sin el cinturón de herramientas tal vez su mamá no confundiría a Peter con el hombre de su visión—. Apúrate.
Peter bajó las manos a su pantalón y se desabrochó el ancho cinturón de cuero.

—¿Algo más? —preguntó, mientras se lo entregaba lentamente.

Lali se lo sacó y lo lanzó detrás de una de las cajas golpeando la pared. Se volteó justo a tiempo para ver a su madre, a su tía y a Ignacio entrar en la trastienda. Salió del pequeño depósito y sonrió.

—Hola —dijo, como si no pasara nada fuera de lo común. Como si no hubiera estado besándose con un hombre guapo y apasionado.

Peter observó los hombros rectos de Lali mientras salía del depósito. Rápidamente le dio la espalda a la puerta y se tomó un momento para recomponerse. No importaba lo que Lali hubiera dicho, en esas cosas que ella quemaba continuamente debía de haber algún tipo de afrodisíaco que afectaba a la mente. Era la única explicación de por qué él había perdido completamente el juicio.

Cuando salió del depósito, no reconoció a las mujeres que estaban con Ignacio, pero la más alta de las dos denotaba un notable parecido con Lali. Tenía el pelo castaño con raya al medio y sujeto a los lados con ganchos.

—Peter —dijo Lali, mirándolo por encima del hombro—. Esta es mi mamá, María José, y mi tía, Carla.
Peter le dio la mano a la madre de Lali, que se la apretó con fuerza.

—Me alegro de conocerla —dijo él mientras miraba unos ojos pardo que lo observaban como si pudieran leerle la mente.

—Ya te conozco —le informó.
Nada de eso. Peter habría recordado a esa mujer. Había en ella una fuerza extraña que no era posible olvidar.

—Disculpe, pero creo que me está confundiendo con alguien. No nos hemos visto antes.

—Ah, es que tú no me conoces —añadió ella como si eso aclarara el misterio.

—Mamá, por favor.
María José levantó la mano de Peter y clavó los ojos en la palma.

—Tal como sospechaba. Mira esta línea, Carla.
La tía de Lali se acercó e inclinó su cabeza rubia sobre la mano de Peter.

—Terco hasta la médula. —Levantó sus ojos castaños hacia él, luego miró con pesar a Lali y meneó la cabeza—. ¿Estás segura sobre este hombre, hija?
Lali gimió y Peter trató de retirar su mano del agarre de María José. Tuvo que tirar dos veces con fuerza antes de que finalmente lo soltara.

—¿Cuándo naciste, Peter? —preguntó María José.

No quería contestar. No creía en todo eso del zodíaco, pero cuando ella clavó los ojos en él con esa mirada espeluznante se le erizaron los pelos de la nuca y, sin querer, abrió la boca.

—El 24 de agosto.
Ahora fue el turno de María José de mirar a su hija y negar con la cabeza.

—Un Virgo de pies a cabeza. —Luego miró a Carla—. Son muy pasionales. Son fieles hasta la muerte, inteligentes y humildes. Los Virgo son los más sensuales del zodíaco.

—Unos verdaderos apasionados. Muy resistentes e implacables cuando se concentran en un objetivo o tarea —añadió Carla—. Muy posesivos con su pareja y protectores de sus hijos.

Ignacio se rió y Lali frunció los labios. Si las dos mujeres no hubieran estado discutiendo como si él fuera un macho en potencia, Peter podría haberse reído también. Lali, obviamente, no le veía la gracia a la situación, pero ella no podía contarle a su madre y a su tía que él no era su novio. No con Ignacio allí. Peter no podía hacer nada para ayudarla, pero habría intentado cambiar de tema si ella no hubiera abierto la boca en ese momento para insultarlo.

—Peter no es el hombre de pelo castaño y apasionado que tú piensas que es —dijo ella—. Créeme.

Peter estaba bastante seguro de que era un hombre apasionado y también de que era un buen amante. Nunca había tenido quejas de ninguna mujer. Ella no podía ir por ahí acusándolo de ser un pésimo amante. Deslizó un brazo alrededor de su cintura y le besó la sien.

—Ten cuidado o harás que te lo demuestre —dijo, luego se rió entre dientes como si la idea de que pudiera hacerlo mal fuera ridícula—. Lali está un poco enojada conmigo por sugerir que limpiar y cocinar son cosas de mujeres.

—¿Y aún respiras? —preguntó Ignacio—. Un día le sugerí que se encargara de limpiar el baño de la tienda porque son cosas de mujeres y pensé que iba a degollarme.

—¡Nada que ver! si ella es pacifista —aseguró Peter a Ignacio—. ¿No es así, chiquita?
La mirada que ella le dio era cualquier cosa menos pacífica.

—Estoy intentando que tú seas mi excepción.
Él la apretó contra su cuerpo.

—Eso es lo que a un hombre le gusta escuchar de una mujer.

Luego, antes de que ella volviera a acusarlo otra vez de ser un demonio, posó su boca sobre la de ella ahogando su furia con un beso. Lali abrió los ojos aún más, luego los entrecerró y levantó las manos a sus hombros. Antes de que pudiera alejarlo de un empujón Peter la soltó y pareció que, más que alejarlo, intentaba retenerlo. Él sonrió y durante unos segundos Lali pensó que el resentimiento podría vencer todas sus creencias en la no violencia. Pero era la pacifista que decía ser, así que inspiró profundamente y exhaló con calma. Fijó la atención en su madre y su tía, y lo ignoró por completo.

—¿Vinieron para almorzar conmigo? —preguntó.

—Son las diez y media.

—Un desayuno tardío —rectificó—. Quiero que me cuenten todo sobre sus vacaciones.

—Tenemos que recoger a Micho —dijo María José, luego miró a Peter—. Por supuesto estás invitado. Carla y yo necesitamos verificar tu energía vital.

—Deberíamos probar el nuevo medidor de auras —añadió Carla—. Creo que es más preciso...

—Estoy segura de que Peter prefiere quedarse aquí y trabajar —interrumpió Lali—. Adora su trabajo, ¿no es verdad?
«¿Medidor de auras? Dios santo. La semilla no había caído lejos del árbol.»

—Sí. Pero te lo agradezco, María José. Tal vez en otro momento.

—No lo dudes. El destino te ha concedido a alguien muy especial y estoy aquí para asegurarme de que tratas bien su tierno espíritu —dijo ella, su mirada era tan penetrante que los pelos de la nuca se le erizaron de nuevo. Volvió a abrir la boca para añadir algo, pero Lali la tomó del brazo y caminó con ella al frente de la tienda.

—Sabes que no creo en el destino —oyó Peter que decía Lali—. Peter no es mi destino.
Ignacio sacudió la cabeza y dejó escapar un silbido por lo bajo en cuanto la puerta se cerró tras las tres mujeres.

—Apenas has pasado el temporal. La mamá de La y su tía son unas señoras muy simpáticas, pero algunas veces cuando las escucho hablar espero ver sus cabezas dando vueltas como el exorcista.

—¿Tan malo es?

—Bueno, creo que también se comunican con el más allá. Lali es una entre mil, pero trae consigo a su familia.
Por una vez creyó que Ignacio no mentía. Se volteó para mirarlo y le dio una palmada en la espalda como si fueran viejos amigos.

—Puede que tenga una familia extraña, pero también tiene unas piernas increíbles —dijo.

Era hora de volver al trabajo. Era hora de recordar que no estaba allí para aprisionar a su colaboradora contra la pared y sentir su cuerpo suave contra el suyo, de tal forma que lo hacía olvidarse de todo menos de sus senos presionándole el pecho y el dulce sabor de su boca. Era hora de hacerse amigo de Ignacio y después encontrar las piezas robadas del señor Arredondo.


A la mañana siguiente, el detective Juan Pedro Lanzani entró al Juzgado, levantó la mano derecha y declaró bajo juramento decir toda la verdad. Los chicos García eran unos consumados perdedores que pasarían una larga temporada en prisión si finalmente los declaraban culpables de una serie de robos en un barrio residencial. Ese caso fue uno de los primeros que le asignaron a Peter poco después de que lo destinaran a la brigada antirrobo.

Tomó asiento en el estrado y se enderezó la corbata con calma. Respondió a las preguntas del fiscal y del abogado de los chicos, y si Peter no hubiera tenido tantos prejuicios contra los abogados defensores, hubiera llegado a sentir lástima por el asignado a aquel caso. No dejaba de ser un buen marrón.

Los García parecían luchadores de sumo sentados detrás de la mesa del abogado defensor, pero Peter sabía por experiencia que los hermanos eran como bolas de acero y muy leales. Habían realizado unas operaciones realmente audaces a lo largo de varios meses, antes de ser atrapados in fraganti vaciando una casa. El modus operando, era siempre el mismo. Cada pocas semanas, estacionaban una camioneta robada al lado de la puerta de la vivienda que pensaban desvalijar. Cargaban el vehículo con artículos de valor como electrodomésticos, joyas y antigüedades. En uno de los robos, los vecinos de enfrente estuvieron observándolos, convencidos de que los hermanos pertenecían a una compañía de mudanzas.

Al revisar a uno de ellos, el policía que estaba a cargo del caso había encontrado una barrita de chocolate en el bolsillo del uniforme de trabajo. Las huellas en el chocolate habían concordado con las que había en los marcos de las ventanas y en las puertas de madera de otras casas. La oficina del fiscal había recogido pruebas circunstanciales y directas para arrestar a los hermanos por mucho tiempo, e incluso así se habían negado a delatar a su traficante de arte a cambio de inmunidad. Algunos podrían llegar a pensar que se negaban a cooperar por algún tipo de código de honor entre ladrones, pero Peter no lo creía así. Para él tenía más que ver con hacer un buen negocio. La relación entre ellos y el traficante era simbiótica. Un parásito se alimentaba de otro parásito para sobrevivir. Los hermanos estaban apostando por una estancia corta en prisión y planeando la vuelta al negocio. No les convenía molestar a un buen socio.

Peter testificó durante dos horas y cuando terminó, se sintió como el vencedor en una batalla. Las probabilidades estaban a su favor, los buenos iban a ganar esta ronda. En un mundo donde los malos se salían con la suya cada vez con más frecuencia era todo un logro encerrar unos cuantos por un tiempo. Con esa detención habría dos menos en la calle. Salió de la sala del tribunal con una leve sonrisa en la cara y se puso los lentes de sol. Tras estar en el edificio sometido al aire acondicionado, agradeció encontrarse bajo la cálida luz del sol y se dispuso a disfrutar del luminoso día mientras manejaba hacia su casa, bajo el intenso cielo azul salpicado de nubes blancas. La casa estilo antigua se había construido en la década de los cincuenta y en los cinco años que tenía viviendo allí sólo había cambiado la alfombra y las cortinas. Ahora era el turno de la mayólica verde de uno de los baños y tendría que posponerlo por un tiempo. Le gustaba el crujido del suelo y los ladrillos de la nueva chimenea. La mayor parte del tiempo le encantaba su casa.
Peter entró por la puerta principal y Sam agitó sus alas silbando como un obrero.

—Necesitas una novia —dijo el pájaro mientras lo dejaba salir de la jaula. Entró en al cuarto para cambiarse de ropa y Sam continuó—. Tú, compórtate. —El pájaro gritó desde la cómoda de Peter.

Peter se quitó el terno y sus pensamientos volvieron al dónde-cómo-porqué del caso Arredondo. Ni siquiera estaba cerca de hacer un arresto, pero el día anterior había encontrado un móvil. Sabía por qué. Sabía qué motivaba a Ignacio Pérez. Sabía que estaba muy resentido por pertenecer a una familia numerosa. Es más, sabía cuánto lo afectaba todavía ser un hombre pobre que se había hecho a sí mismo.

—Tú, compórtate.

—Necesitas seguir tus propios consejos, compañero. —Peter se acomodó el polo en el pantalón y miró a Sam—. No soy yo el que rompe la madera a mordiscos o se arranca las plumas cuando se molesta —dijo, luego se puso un gorro para cubrirse el pelo. Nunca se podía saber cuándo se encontraría con alguien que había arrestado en el pasado, especialmente en un sitio tan extraño como la feria.

Era cerca de la una cuando salió de su casa, hizo un alto rápido en el camino al parque yendo al bar de Alessandra. Ale estaba detrás del mostrador, una cálida sonrisa iluminó su rostro cuando levantó la mirada y lo vio.

—Hola, Peter. Esperaba que vinieras.
Lo miraba de tal manera que resultó imposible no devolverle la sonrisa.

—Te dije que lo haría. —A él le gustó la chispa de interés que brillaba en sus ojos. Una chispa normal. Del tipo que una mujer le mostraba a un hombre al que quería conocer mejor.
Pidió un sándwich de jamón y como no sabía lo que un vegetariano no practicante comía, escogió uno de pavo pero en pan integral para Lali, muy natural.

—Cuando anoche llamé a mi hermana Soledad y le conté que me había encontrado contigo me dijo que creía que eras policía. ¿Es verdad? —preguntó mientras cortaba las rebanadas de pan y colocaba un montón de carne en cada una.

—Soy detective de la brigada antirrobo.

—No me sorprende. Soledad me dijo que te gustaba revisarla de arriba abajo en cuarto de secundaria.

—Creía que era quinto.

—No. —Envolvió los sándwich y los metió en una bolsa de papel—. ¿Quieres ensalada o papas?
Peter dio un paso atrás y miró el largo mostrador lleno de diferentes tipos de ensaladas y postres.

—¿Qué me recomiendas?

—Todo. Lo hice esta mañana. ¿Qué te parece tarta de queso?

—No sé. —Sacó un billete de su billetera y se lo dio—. Soy bastante exigente con la tarta de queso.

—Vamos a hacer un trato —dijo ella mientras abría la caja registradora—. Te doy un par de pedazos y si te gusta, mañana vienes y tomas una taza de café conmigo.

—¿A qué hora?
La sonrisa le iluminó de nuevo los ojos y aparecieron unos hoyuelos en sus mejillas.

—A las diez y media —contestó ella mientras le daba el vuelto.
Él entraba a trabajar a las diez.

—Que sea a las nueve.

—Buenísimo. —Ella abrió el mostrador, cortó dos trozos de tarta de queso y los envolvió en papel—. Es una cita.

Tampoco era para tanto. Pero era simpática y obviamente sabía cocinar. Y lo cierto era que no lo miraba como si la única cosa que lo salvara de tener una media en el intestino fuera que creía en la no violencia. La miró poner la tarta y dos tenedores de plástico encima de los sándwiches, después le dio la bolsa.

—Hasta mañana, Peter.
Tal vez Alessandra fuera justo lo que necesitaba.

FinjamosWhere stories live. Discover now