Los negocios en el barrio de San Telmo eran tan eclécticos como los residentes. La
vieja zapatería estaba abierta desde que se podía recordar y en la misma manzana un chico
podía cortarse el pelo por nada. Podías comer en la variedad de cafés y pizzerías que había en
sus calles. También encontrabas antigüedades, artesanos y chucherías como las que le
gustaban a su madre. Podías perderte entre sus calles para hacer prácticamente de todo, desde
curiosear en librerías de segunda mano hasta ir al museo de Arte Moderno. Había un poco de
todo y, Mariana Espósito y Pérez encajaban perfectamente con el lugar.
El sol matutino se derramaba sobre el barrio iluminando directamente la vitrina de
Whim y llenando la tienda de luz. La vitrina estaba repleta de una gran variedad de platos
orientales de porcelana. Una fuente dorada de unos treinta centímetros con grandes palomas
dibujadas en la superficie llenaba de sombras irregulares la alfombra.
Lali estaba en la parte oscura de la tienda, agregando algunas gotas de aceite a un
delicado hornito de cerámica. Durante más de un año, había experimentado con diferentes
aceites esenciales. Todo el proceso era un ciclo continuo de probar, equivocarse y volver a
probar.
Estudiaba las propiedades químicas mezclando los aceites en pequeños frascos,
utilizando las pipetas y los quemadores como si fuera un científico loco. Crear aromas
maravillosos satisfacía su lado más artístico. Creía que ciertos aromas podían curar mente,
cuerpo y espíritu, ya fuera por sus propiedades químicas o evocando imágenes cálidas y
agradables que tranquilizaban el alma. Sin ir muy lejos la semana anterior había logrado crear
con éxito un preparado único. Lo había embotellado en bellos frascos rosas y como parte del
marketing, había colmado la tienda de una suave fragancia a flores y cítricos embriagadores.
Lo vendió todo el primer día. Esperaba que le fuera igual de bien en la feria.
El preparado que se traía entre manos no era tan especial, pero era muy conocido por
sus efectos relajantes. Enroscó el gotero al frasco de pachuli y lo devolvió a la caja de madera
que contenía los demás aceites. Cogió otro de los pequeños frascos que contenía salvia y, con
mucho cuidado, añadió dos gotas. Se suponía que ambos aceites combinados ayudarían a
reducir la tensión nerviosa, relajarían, y aliviarían el exceso de cansancio. Esa mañana, con un
policía a punto de infiltrarse en la tienda, Lali necesitaba las tres cosas a la vez.
La puerta trasera de Whim se abrió y cerró, y se sintió invadida por el pánico. Miró por
encima del hombro hacia la parte trasera de la tienda.
—Buenos días, Ignacio —saludó a su socio.
Le temblaron las manos mientras cambiaba de frasco. Eran las nueve y media de la
mañana y ya tenía los nervios de punta, y además estaba cayéndose de sueño. No había
dormido en toda la noche intentando convencerse a sí misma de que podría mentirle a
Ignacio. De que no era tan malo dejar que el detective Lanzani trabajara de encubierto en la
tienda si con eso ayudaba a limpiar el nombre de Ignacio. Pero tenía varios problemas graves:
era una pésima mentirosa y, para ser sinceros, no creía que pudiera fingir que le gustaba el
detective pues era incapaz de imaginarse a sí misma como su novia.
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Odiaba mentir. Odiaba crear mal karma. Pero realmente, ¿qué era una mentirita más
cuando estaba a punto de crear una revolución kármica de proporciones sísmicas?
—¡Hola! —saludó Ignacio desde la entrada prendiendo las luces—. ¿Qué estás
mezclando hoy?
—Pachuli y salvia.
—¿Y no acabará oliendo la tienda como un concierto de hippies en los años 70?
—Probablemente. Lo hice para mi madre. —Además de ayudar a relajarse, el perfume
le recordaba cosas agradables, como el verano en que ella y su mamá habían seguido a unos
cantantes a lo largo del país. Lali tenía diez años y le había encantado dormir en la camioneta,
comer tofú y teñir todo lo que caía en sus manos. Su madre lo había llamado el verano del
despertar. Lali no sabía exactamente qué era lo que había despertado, pero había sido la
primera vez que su madre había hablado de sus poderes psíquicos. Antes de eso eran
metodistas.
—¿Qué tal las vacaciones de tu mamá y tu tía? ¿Hablaste con ellas?
Lali cerró la tapa de la caja de madera y miró a Ignacio, que estaba al otro lado de la
tienda, en la puerta de la oficina que compartían.
—No, no hablo con ellas desde hace unos días.
—Cuando vuelvan, ¿se quedarán acá en capital unos días o irán con tu abuelo?
Suponía que el interés de Ignacio por su madre y su tía tenía más que ver con el hecho
de que lo ponían nervioso que con la simple y genuina curiosidad. María José y Carla
Espósito no sólo eran cuñadas, sino que también eran las mejores amigas del mundo y vivían
juntas. Algunas veces se leían el pensamiento, lo que podía llegar a ser aterrador si no estabas
acostumbrado.
—No estoy segura. Creo que vendrán para recoger a Micho, luego irán en auto para ver
qué tal anda mi abuelo.
—¿Micho?
—El gato de mamá —contestó Lali. La culpa le estaba creando un nudo en el estómago
mientras miraba fijamente los familiares ojos de su amigo. El ya pasaba de los treinta años
pero aparentaba alrededor de veintidós. Era unos centímetros más alto que Lali y tenía el pelo
castaña claro. Era contador de profesión y anticuario de vocación. Manejaba la parte
administrativa de Whim dejándole a Lali total libertad para expresar su creatividad. No era un
delincuente y no creía en lo más mínimo que usara la tienda como tapadera para vender
artículos robados. Abrió la boca para contarle la mentira que había memorizado en la
comisaría de policía, pero las palabras se le quedaron atascadas en la garganta.
—Trabajaré esta mañana en la oficina —dijo él, desapareciendo por la puerta.
Lali cogió un encendedor para prender una vela y ponérsela al pequeño hornito. Una
vez más se dijo a sí misma que realmente estaba ayudando a Ignacio aunque él no lo supiera.
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No era como si se lo estuviera entregando en bandeja a Lanzani, ¿no?
¿A quién engañaba? No podía ni mentirse a sí misma, pero tampoco podía hacer nada.
El detective llegaría a la tienda en menos de veinte minutos y ella tenía que hacerle creer a
Ignacio que lo había contratado para hacer arreglos durante unos días. Se metió el encendedor
en el bolsillo de la falda y se dirigió a su escritorio, que estaba repleto con artículos de oficina.
Recorrió con la mirada la cabeza de Ignacio inclinada sobre unos documentos, aspiró
profundamente y dijo:
—Contraté a una persona para mover la estantería a la trastienda —dijo obligándose a
mentir—. ¿Te acuerdas que hace tiempo hablamos sobre eso?
Ignacio levantó la cabeza y frunció el ceño.
—Lo que recuerdo es que decidimos esperar hasta el año próximo.
No, él había decidido por los dos.
—Creo que no puede posponerse más, así que contraté a alguien para que lo haga. Mara
puede ayudarlo —dijo, refiriéndose a la joven que trabajaba en la tienda por las tardes—
.
Peter estará aquí en unos minutos. —Posar su mirada culpable en Ignacio fue una de las cosas
más difíciles que había hecho en su vida.
El silencio se extendió entre ellos durante unos segundos mientras la miraba con el ceño
fruncido.
—Este Peter no formará parte de tu familia, ¿no?
Con solo pensar que el detective Lanzani podía compartir sus genes se alteraba tanto
como con el tener que fingir que era su novia.
—No —Lali enderezó una ruma de facturas—. Te alegrará saber que Peter no es de mi
familia —Fingió interesarse en la hoja que tenía adelante. Luego escupió la mayor mentira de
todas—. Es mi novio.
El ceño fruncido desapareció y la miró totalmente sorprendido.
—Ni siquiera sabía que tuvieras novio. ¿Por qué no me contaste antes?
—No quise decir nada hasta estar segura de mis sentimientos—dijo, soltando una
mentira tras otra—. No quería que me trajera mala suerte.
—Ah. Bueno, ¿hace cuánto lo conoces?
—No mucho. —Eso sí que era verdad, pensó.
—¿Cómo lo conociste?
Pensó en las manos de Peter recorriéndole las caderas, los muslos, los senos y en su
ingle presionando la de ella, y el calor subió por su cuello y le tiñó las mejillas.
—Corriendo por el parque —dijo, sabiendo que sonaba tan culpable como se sentía.
—Creo que este mes no lo podemos pagar. Tenemos que costear el envío de Bacará.
Sería mejor que lo dejáramos para el mes que viene.
El mes que viene podría ser mejor para ellos, pero no para la policía.
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—Tiene que ser esta semana. Lo pagaré yo. No te importa, ¿no?
Ignacio se recostó en la silla y cruzó los brazos.
—O sea, que hay que hacerlo ya. ¿Por qué ahora? ¿Qué pasa?
—Nada. —Fue la única respuesta que se le ocurrió.
—¿Qué me estás escondiendo?
Lali observó los perspicaces ojos Ignacio y, no por primera vez, pensó en contárselo
todo. Después podrían trabajar los dos en secreto, codo a codo para limpiar el nombre de
Ignacio. Luego se acordó del acuerdo de confidencialidad que había firmado. Las
consecuencias de romperlo eran muy serias, pero malditas fueran todas ellas. Al único a quien
le debía lealtad era a Ignacio, y merecía que fuera sincera con él. Era su socio, y aún más
importante, su amigo.
—Estás colorada y pareces molesta.
—Un bochorno repentino.
—No eres tan vieja como para tener bochornos. Me estás ocultando algo. Tú no eres así.
¿Estás muy enamorada de este chico?
Lali apenas contuvo un jadeo horrorizado.
—No.
—Debe de ser lujuria.
—¡No!
Se escuchó un golpe en la puerta trasera.
—Ahí está tu novio —dijo Ignacio.
Puede que todo lo que pensaba se le reflejara en la cara, pero lo que Ignacio estaba
pensando en realidad era que estaba loca por hombre que había contratado. Algunas veces su
socio creía que lo sabía todo, aunque no tuviera la más remota idea de nada. Claro que lo que
ella sabía de los hombres demostraba que eso, generalmente, les pasaba a todos. Dejó las
facturas sobre el escritorio y salió de la habitación. Actuar como la novia de Peter resultaba
alterante. Atravesó el depósito de la parte trasera, en el que había una pequeña cocina, y abrió
la pesada puerta de madera.
Y allí estaba él, con unos un jean gastado, camisa blanca y su inconfundible aura negra.
Se había cortado el pelo y unos lentes oscuros tipo aviador le cubrían los ojos. Tenía una
expresión indescifrable.
—Llegas justo a tiempo —dijo a su reflejo en las gafas.
Peter arqueó una ceja.
—Siempre lo hago. —La tomó del brazo con una mano y cerró la puerta tras ella con la
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otra—. ¿Llegó Pérez?
Sólo un hilo de aire separaba la pechera de su blusa del torso de Peter y se vio envuelta
en el perfume de sándalo y madera de cedro, y a algo tan intrigante que deseó poder darle
nombre para embotellarlo.
—Sí —dijo, y se soltó de su agarre. Se deslizó por detrás de él y bajó al corredor
parándose frente al contenedor. Todavía podía sentir la presión de sus dedos en el brazo.
Él la siguió.
—¿Qué le dijiste? —preguntó en voz baja.
—Lo que me dijeron que le dijera. —Su voz era apenas un susurro cuando continuó—
.
Que contraté a mi novio para trasladar algunos estantes.
—¿Y te creyó?
Hablar a su reflejo la ponía de malhumor y bajó la mirada a la curva del labio superior.
—Por supuesto. Sabe que nunca miento.
—Ajá. ¿Debería saber algo más antes de que me presentes a tu socio?
—Bueno, una cosa.
Peter apretó los labios ligeramente.
—¿Qué?
Como en realidad no quería admitir que Ignacio creía que ella estaba enamorada de él,
simplemente tergiversó un poco la verdad.
—Cree que estás loco por mí.
—Bueno, ¿y por qué piensa eso?
—Porque se lo dije —respondió, y se preguntó cuándo mentir se había convertido en
algo tan divertido—. Así que será mejor que seas de lo más encantador.
Sus labios se convirtieron en una línea dura. Para él no era nada divertido.
—Tal vez deberías traerme rosas mañana.
—Sí, y tal vez deberías esperar sentada.
Peter escribió una dirección y un número de seguro falsos en el formulario de
empleados y miró alrededor estudiando cada pequeño detalle con interés aunque
exteriormente aparentara todo lo contrario. No había trabajado de incógnito desde hacía un
año, pero era como andar en bicicleta. No había olvidado cómo memorizar todo lo que lo
rodeaba.
Escuchó el ligero taconeo de las sandalias de Lali que salía de la habitación, y el
molesto chirrido del lapicero de Ignacio Pérez al apretar repetidamente con el pulgar el
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pulsador. Cuando Peter entró, lo primero que observó fueron dos archivadores altos, dos
ventanas angostas cerca del techo en el lado de Lali y un montón de productos encima del
escritorio. En el escritorio de Ignacio había una computadora, un tacho de basura y un libro
contable. Todo, en la parte que le correspondía a Ignacio, parecía estratégicamente medido,
cada cosa estaba en su lugar. Un fanático compulsivo del control.
Cuando acabó con el formulario, Peter se lo dio al hombre sentado al otro lado del
escritorio.
—Por lo general no me registran —le dijo a Ignacio—. Normalmente me pagan en
negro y nadie se entera.
Ignacio miraba la hoja.
—Aquí hacemos todo por lo legal —contestó sin levantar la mirada.
Peter se recostó en la silla y cruzó los brazos. Que mentira. No le había llevado ni dos
segundos decidir que Ignacio Pérez era tan culpable como el pecado. Había detenido a tantos
delincuentes que reconocía a los transgresores de la ley con solo mirarlos.
Ignacio vivía por encima de sus posibilidades incluso siendo alguien que llevaba a
extremos la filosofía de los noventa de ganar por gastar. Manejaba un auto de lujo y tenía
puesto un terno con una camisa italiana. Además de su participación en Whim, se encargaba
de la contabilidad de otros negocios en la ciudad. Vivía en un barrio cerrado cerca del río. El
último año había registrado un ingreso que no era suficiente para mantener ese estilo de vida
que se daba.
Si había un hilo común que apuntaba a un comportamiento criminal, era ése. Tarde o
temprano todos los ladrones se volvían tan creídos que terminaban queriendo más y
endeudados hasta el cuello.
Ignacio Pérez era la viva imagen de los excesos de un criminal, estaba tan claro como si
lo anunciara con una señal de neón sobre la cabeza. Como muchos otros antes que él, era lo
bastante estúpido para ser ostentoso y lo suficientemente creído para creer que no lo
atraparían. Pero esta vez estaba las orejas y debía de estar sintiendo la presión. Vender
candelabros antiguos y vajilla no era lo mismo que vender un Monet.
Ignacio dejó a un lado el documento y miró a Peter.
—¿Cuánto hace que conoces a Lali?
Mariana Espósito era otra historia. Ahora ya no importaba si era culpable o inocente tal
y como decía, aunque sí tenía interés en saber cuál era su punto débil. Era mucho más difícil
de clasificar que Ignacio y Peter no sabía qué pensar de ella, dejando aparte el hecho de que
era de lo más irritante.
—Lo suficiente.
—Entonces probablemente sabrás que es demasiado confiada. Haría cualquier cosa para
ayudar a las personas que le importan.
Peter se preguntó si ayudar a los que le importaban incluía deshacerse de mercancía
robada.
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—Sí, realmente es maravillosa.
—Sí, lo es, y odiaría ver cómo alguien se aprovecha de ella. Soy muy bueno juzgando a
la gente y eres la clase de hombre que trabaja lo justo para sobrevivir, y nada más.
Peter ladeó la cabeza y sonrió al hombre con delirios de grandeza. Lo último que quería
era que Ignacio desconfiara de él. En realidad le interesaba lo contrario. Necesitaba que
confiara en él, engatusarlo para que fueran amigos.
—¿No me digas? ¿Puedes deducir eso de mí cinco minutos después de conocerme?
—Bueno, obviamente, un albañil no nada precisamente en la abundancia. Y si las cosas
te fueran bien Lali no habría inventado un trabajo para ti. —Ignacio retrocedió su silla y se
levantó—. Ninguno de sus otros novios necesitó un trabajo. Ese profesor de filosofía con el
que salía el año pasado podía ser un estúpido, pero al menos tenía dinero.
Peter observó cómo Ignacio se acercaba a uno de los archivadores y abría un cajón.
Guardó silencio y dejó que fuera él quien hablara todo el tiempo.
—Ahora mismo cree que está enamorada de ti —continuó mientras guardaba el
formulario—. Y te aseguro que no está pensando en el dinero cuando puede conseguir un
cuerpo como el tuyo.
Peter se levantó y cruzó los brazos sobre el pecho. Eso no era exactamente lo que había
dicho Lali. La que decía no mentir.
—Me sorprendí un poco cuando te vi entrar esta mañana. No eres la clase de hombre
con el que suele salir.
—¿No?¿De qué clase son?
—Normalmente le gustan los más intelectuales. O esos que se dedican a no hacer nada
fingiendo que meditan o discutiendo sobre la conciencia cósmica del hombre. —Deslizó el
cajón para cerrarlo y apoyó el hombro contra el archivador—. No pareces la clase de tipo al
que le guste meditar.
Hubo un momentáneo silencio antes de que Ignacio continuara.
—¿De qué estaban hablando en el callejón?
Se preguntó si los había estado escuchando en la puerta trasera, pero suponía que de
haber sido así no estarían teniendo aquella conversación. Dejó que una sonrisa curvara
lentamente las comisuras de sus labios.
—¿Quién dijo que estábamos hablando?
Ignacio sonrió, una sonrisa de esas «yo-también-soy-un-chico-malo», y Peter dejó la
oficina.
La primera cosa que notó cuando se dirigió al frente de la tienda fue el olor, olía como
un fumadero y se preguntó si Lali consumía marihuana. Explicaría bastantes cosas.
La mirada de Peter vagó por el lugar y observó la extraña variedad de objetos viejos y
nuevos. En el mostrador de la esquina había plumas, abrecartas y cajas con artículos de
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escritorio. En el mostrador del centro, al lado de la caja registradora, había un despliegue de
joyería antigua bajo una campana de cristal. Tomó nota mental de todo antes de que se fijara
en la escalera colocada delante de la vitrina y la mujer subida en ella.
El brillo del sol iluminaba el perfil de Lali, se filtraba a través de su pelo castaño y
volvía transparente la blusa y la falda. Deslizó la mirada por la cara y barbilla, por los
hombros delgados y la plenitud de sus senos. El día anterior, había estado muy enojado y le
dolía muchísimo el muslo, pero no estaba muerto. Había sido muy consciente del cuerpo
suave que se apretaba contra el suyo. Y de sus senos, que había contemplado a escondidas
algunos minutos más tarde cuando caminaban al auto con la fría lluvia empapándole la blusa,
enfriándole la piel y endureciendo sus pezones.
Sus ojos se movieron por la cintura y las elegantes caderas. No parecía que tuviera más
que un culote bajo la falda. Probablemente blanco o beige. Después de haberla seguido
durante toda la semana anterior había desarrollado bastante aprecio por sus piernas. No
importaba lo que dijera su documento de identidad. Ella media un metro y medio, y tenía
piernas que lo probaban. El tipo de piernas que se enlazaban sin esfuerzo alrededor de la
cintura de un hombre.
—¿Necesitas que te ayude? —preguntó, mientras se dirigía hacia ella levantando la
mirada de las curvas femeninas de su cuerpo a su cara.
—Sería genial —dijo, tirándose el pelo hacia atrás y mirándolo por encima del hombro.
Cogió un gran plato azul y blanco de la vitrina—. Hay un cliente que vendrá esta mañana para
recoger esto.
Peter tomó el plato de sus manos y retrocedió mientras ella bajaba de la escalera.
—¿Creyó Ignacio que eres un albañil? —preguntó en un susurro.
—Cree que soy mucho más que tu albañil. —Esperó hasta que estuvo delante de él—
.
Cree que estás loca por mi cuerpo. —Observó cómo se pasaba los dedos por el pelo,
despeinándolo como si acabara de levantarse. El día anterior había hecho lo mismo en la
comisaría. Odiaba admitirlo, pero era verdaderamente sexy.
—¿Me estás bromeando?
Dio varios pasos hacia ella y le susurró al oído.
—Piensa que soy tu juguetito personal. —Su pelo sedoso olía a rosas.
—Supongo que le dijiste la verdad.
—¿Por qué habría de hacerlo? —Se enderezó, y sonrió ante su cara horrorizada.
—No sé lo que hice para merecer esto —dijo, agarrando el plato y pasando por su
lado—. Estoy segura de que nunca he hecho nada lo suficientemente terrible para merecer
este karma tan malo.
La sonrisa de Peter murió y se le pusieron los pelos de punta. Lo había olvidado. La
había visto subida en aquella escalera con la luz del sol cayendo sobre cada curva suave de su
cuerpo y, durante algunos minutos, había olvidado que estaba completamente loca.
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Mariana Espósito parecía normal, pero no lo era. Creía en karmas y auras, y juzgaba el
carácter de las personas según su horóscopo. Probablemente también creía que podía
comunicarse con otros seres. Estaba rayada, y supuso que debía darle las gracias por
recordarle que no estaba en la tienda para admirar su trasero. Por su culpa, su carrera como
detective pendía de un hilo. No podía arruinarlo otra vez. Alejó la mirada de su trasero y
recorrió la tienda con la mirada.
—¿Dónde están esas estanterías que quieres que mueva?
Lali colocó el plato en el mostrador al lado de la caja registradora.
—Allí —dijo, apuntando hacia las estanterías de metal y vidrio que estaban
entornilladas a la pared del fondo—. Quiero que las pases al almacén.
Cuando el día anterior había hablado de las estanterías, había pensado que se refería a
vitrinas. Ahora al ver que había que armarlas y asegurarlas se dio cuenta de que el trabajo le
llevaría varios días. Y si lo hacía bien podría alargarlo dos, o tal vez, tres días más en los que
podría buscar cualquier cosa que delatara a Ignacio Pérez. Lo atraparía. No tenía dudas al
respecto.
Peter se dirigió hacia la estantería contento de que el trabajo le fuera a tomar un tiempo.
A diferencia de las series policiales, los casos de la vida real no se solucionaban en una hora.
Tomaba días, semanas y algunas veces incluso meses reunir las pruebas necesarias para un
arresto. Había muchas cosas a tener en cuenta. Había que esperar a que alguien hiciera un
movimiento en falso, se delatara o se descuidara.
Peter dejó que su mirada vagara por las coloridas tazas de porcelana y los marcos de
plata. Varias canastas de mimbre estaban apoyadas sobre un viejo baúl al lado de los estantes.
Cogió una de las bolsitas de tela que había en el interior de una de las canastas y se la llevó a
la nariz. Estaba más interesado en lo que podía haber dentro del baúl que en eso. No era que
en realidad esperara encontrar la pintura del señor Arredondo tan fácilmente. Si bien era cierto
que algunas veces había encontrado rastros de drogas y mercancía robada en los lugares más
obvios, no creía que tuviera tanta suerte en aquel caso.
—Es sólo una mezcla de flores secas.
Peter la miró por encima del hombro y volvió a dejar la bolsita en la canasta.
—Ya me he dado cuenta, pero gracias de todas formas.
—Pensé que podrías confundirlos con alguna clase de alucinógeno.
Él observó aquellos ojos pardos y creyó detectar una chispa de humor en ellos, pero no
estaba seguro. Tal vez sólo era una prueba más de su locura. Alejó la mirada de ella y recorrió
la habitación. Pérez todavía estaba en la oficina. Esperaba que siguiera ocupado en sus
propios asuntos.
—Trabajé en el departamento de narcóticos durante ocho años. Sé notar la diferencia.
¿Y tú?
—No creo que pueda contestar a esa pregunta sin llegar a incriminarme. —Una sonrisa
divertida curvó las comisuras de sus labios rojos. Definitivamente ella se estaba divirtiendo—
.
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Pero te diré que si alguna vez probé drogas, y recuerda que no estoy confesando nada, fue
hace mucho tiempo y por motivos religiosos.
—¿Motivos religiosos? —preguntó de todos modos aunque, sabía que se iba a
arrepentir.
—Para buscar la verdad y la iluminación espiritual —explicó—. Para romper los límites
de la mente en busca de un conocimiento superior y la paz espiritual.
«Sí, se arrepentía.»
—Para explorar la conexión cósmica entre lo bueno y lo malo, la vida y la muerte...
—Para conocer otras culturas. Para llegar adonde nadie ha ido antes — añadió él en
tono condescendiente—. Tú y Kira de Star Trek parecen tener bastante en común—. La
sonrisa de Lali fue sustituida por un ceño fruncido—
. ¿Qué hay en ese baúl? —preguntó.
—Luces de Navidad.
—¿Cuándo fue la última vez que lo abriste?
—En Navidad.
Un movimiento detrás de Lali desvió la atención de Peter al mostrador de la parte
delantera y observó cómo Ignacio caminaba hacia la caja registradora y la abría con un golpe
seco.
—Tengo algunos encargos por hacer esta mañana, Lali —dijo Ignacio llenando su
billetera de dinero—. Para las tres debería estar de vuelta.
Lali se dio la vuelta y miró a su socio. La tensión se palpaba en el aire, pero nadie
excepto ella pareció notarlo. Se le formó un nudo en la garganta aunque, por primera vez
desde que la habían arrestado, su espíritu encontró un poco de alivio. Tenía un final a la vista
para aquella locura. Cuanto antes se fuera Ignacio, antes podría el detective revisarlo todo y
ver que no había nada incriminador. Y entonces, por fin, saldría de la tienda y de su vida.
—Bueno, bueno. Tómate todo el tiempo que quieras. En realidad, no es necesario que
vuelvas.
Ignacio miró al hombre de pie detrás de ella.
—Volveré.
Tan pronto como Ignacio se fue, Lali lo miró por encima del hombro.
—Puedes empezar, Lanzani —dijo, y dirigiéndose la vitrina empezó a envolver el plato
azul en papel de seda. Por el rabillo del ojo, lo vio sacar una libreta negra del bolsillo trasero
del jean. La abrió mientras lentamente se paseaba por la tienda. Después de rellenar la primera
página, pasó a la siguiente e hizo una pausa.
—¿Cuando viene a trabajar Mara Paulino? —preguntó sin levantar la mirada.
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—A la una y media.
Comprobó la marca en una mantequillera, luego cerró la libreta y la guardó.
—Si Ignacio regresa temprano, entretenlo aquí contigo —dijo caminando a la oficina y
cerrando la puerta detrás de él.
—¿Cómo? —preguntó ella a la tienda vacía. Si Ignacio regresaba temprano, no tenía ni
idea de cómo haría para distraerlo y evitar que descubriera al detective revisando su escritorio.
La verdad era que no le importaría que Ignacio regresara pronto y descubriera a Peter con las
manos en la masa. Ignacio lo sabría de todas maneras. Tenía el escritorio tan ordenado que
siempre sabía si alguien había tocado sus cosas.
Durante las dos horas siguientes Lali se fue poniendo cada vez más nerviosa. Cada
tictac del reloj suponía un paso más al borde del colapso. Trató de concentrarse en la rutina
diaria y fracasó miserablemente. Era demasiado consciente del detective buscando pruebas
tras la puerta cerrada de la oficina.
Varias veces se encaminó hacia allí con la intención de asomar la cabeza por la puerta y
ver qué estaba haciendo exactamente, pero siempre perdía el valor en el último momento. Se
inquietaba ante el más mínimo sonido y terminó por formársele un nudo en la garganta que le
impidió comer la sopa de brócoli que había llevado para almorzar. Al final, cuando Peter salió
de la oficina a la una en punto, Lali estaba tan tensa que sentía deseos de gritar. En vez de
hacerlo, inspiró profundamente y, en silencio, entonó el tranquilizador mantra de siete sílabas
que había compuesto dieciocho años atrás para hacer frente a la muerte de su padre.
—Bueno. —Peter interrumpió su intento de relajación—. Te veré mañana por la
mañana.
No debía de haber encontrado nada incriminador. Pero Lali no estaba sorprendida; no
había nada que encontrar. Lo siguió a la trastienda.
—¿Te vas?
Él la miró a los ojos y curvó los labios.
—¿No me digas que vas a extrañarme?
—Obvio que no, ¿pero qué pasa con las estanterías? ¿Qué se supone que le voy a decir
a Ignacio?
—Dile que mañana empiezo. —Tomó los lentes de sol del bolsillo de la camisa—
.
Tengo que poner un micro en el teléfono de la tienda. Mañana por la mañana vendré un poco
más temprano. No me tomará más de unos minutos.
—¿Vas a poner un micro en el teléfono? ¿No necesitas una orden judicial o algo por el
estilo?
—No. Sólo necesito tu permiso, que me vas a dar ahora mismo.
—No, nada de eso.
Sus cejas se juntaron y sus ojos se pusieron rígidos.
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—¿Por qué no? Creo que dijiste que no tenías nada que ver con el robo del Monet de
Arredondo.
—Y así es.
—Entonces no actúes como si tuvieras algo que esconder.
—No lo hago. Pero esto es una horrible invasión de mi intimidad.
Él se balanceó sobre los talones y la miró con los ojos entrecerrados.
—Sólo si eres culpable. Ahora dame permiso para probar que Ignacio y tú son
inocentes.
—Tú no crees que seamos inocentes, ¿verdad?
—No —contestó sin titubear.
Le costó Dios y ayuda no decirle dónde podía meterse el micro. Estaba tan seguro de sí
mismo y, sin embargo, tan equivocado. Es probable que no consiguiera absolutamente nada
con las escuchas telefónicas, aunque sólo había una manera de probarlo.
—Genial —dijo—
. Haz lo que quieras. Pon una cámara de vídeo. Usa un detector. Saca
las esposas.
—Eso será suficiente por ahora. —Peter abrió la puerta trasera y se puso los lentes—
.
Guardo las esposas para sospechosas reacias que necesitan un poco de tortura. —Las líneas
sensuales de sus labios se curvaron en una sonrisa provocativa que podría hacer que cualquier
mujer casi lo perdonara por esposarla y encarcelarla—. ¿Estás interesada?
Lali se miró los pies escapando del efecto hipnótico de su sonrisa, horrorizada de que él
pudiera afectarla de aquella manera.
—No, gracias.
Peter le puso un dedo bajo la barbilla y la obligó a mirarlo. Su voz seductora hizo que
un estremecimiento recorriera su piel.
—Puedo ser muy suave.
Ella clavó la mirada en sus lentes de sol sin lograr descifrar si estaba bromeando o
hablaba en serio. Si trataba de seducirla o si todo era producto de su imaginación.
—Paso.
—Miedosa. —Dejó caer la mano y dio un paso atrás—. Si cambias de idea, dímelo.
Después de que se fuera se quedó mirando la puerta cerrada. Sintió mariposas en el
estómago e intentó convencerse de que era porque no había comido. Pero no llegó a creérselo
del todo. Después de que el detective se fuera, tenía que haberse sentido mejor, pero no era
así. Él volvería al día siguiente con el micro, para oír a escondidas todas sus conversaciones.
Cuando finalmente cerró la tienda, Lali se sentía como si tuviera aire en el cerebro y la
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cabeza le fuera a estallar. Aunque no podía saberlo con total seguridad, creía que estaba al
borde de un colapso cerebral por culpa de la tensión nerviosa.
Llegar a casa en auto -algo que normalmente le llevaba diez minutos- no le llevó ni
cinco. Su auto zigzagueó entre el tráfico y hasta que no lo metió en el garaje de la parte
trasera de su casa, no se sintió tranquila.
La casa de ladrillos que había comprado hacía un año era pequeña y estaba llena de
pequeños retazos de su vida. Ante una ventana que sobresalía y daba a la calle, un enorme
gato negro se estiraba encima de unos cojines de color melocotón demasiado gordo y
perezoso como para exigirle un saludo en condiciones. Los rayos de sol que entraban por la
ventana formaban charcos de luz sobre el suelo de madera y las alfombras de flores.
El sillón y las sillas estaban tapizados en tonos verdes y melocotón, y la habitación
estaba repleta de plantas florecientes. Un retrato a acuarela de un gatito negro sentado en una
silla colgaba sobre una chimenea de ladrillo.
En cuanto Lali había puesto los ojos en esa casa se había enamorado de ella. La casa era
vieja al igual que sus primeros dueños, pero poseía el tipo de ambiente que sólo podía
conseguirse con el tiempo. El pequeño comedor tenía armarios empotrados y se comunicaba
con una cocina con grandes alacenas desde el suelo al techo. Tenía dos dormitorios, uno de
los cuales usaba como estudio.
Las tuberías rechinaban. El suelo de madera era frío y el agua de la ducha goteaba en el
baño. El inodoro derramaba agua continuamente a menos que se cerrara la llave de paso, y las
ventanas del dormitorio se habían colocado justo después de pintarse. Pero la casa le
encantaba a pesar de sus defectos, o precisamente por ellos.
Mientras se quitaba la ropa Lali se dirigió al estudio. Atravesó el comedor y la cocina
sin prestar atención a los pequeños frascos y recipientes con ingredientes esenciales y otros
aceites que había preparado. Cuando llegó a la puerta del estudio, lo único que tenía puesto
eran las bragas.
Del atril del centro de la habitación colgaba una blusa manchada de pintura. Una vez
que se la abotonó hasta la altura del pecho empezó a preparar las pinturas.
Sabía que sólo había una forma de expulsar la furia demoníaca que la envolvía
oscureciéndole el aura. Cuando fallaba la meditación y la aromaterapia, sólo había una forma
para expresar la cólera y preocupación. Sólo una manera de expulsarla del alma.
No se molestó en preparar la tela ni en esbozar un perfil. No se molestó en trabajar la
pintura al óleo ni trató de aclarar los colores oscuros. No tenía ni idea de lo que quería pintar.
No se tomó tiempo para calcular cuidadosamente cada pincelada, ni le importó que se
mezclaran todos los colores.
Sólo pintó.
Varias horas más tarde no se sorprendió al ver que el demonio de la pintura tenía un
notable parecido con Juan Pedro Lanzani, ni que el corderito atado con esposas de plata tenía
un sedoso pelo castaño en lugar de lana en la cabeza.
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Dio un paso atrás y con ojo crítico observó la obra. Lali sabía que no era un genio.
Pintaba por amor al arte, pero, a pesar de eso, sabía que este trabajo no era de los mejores. Los
óleos habían sido aplicados en exceso y la aureola que rodeaba la cabeza del cordero parecía
más un malvavisco. La calidad no era tan buena como en otros retratos o pinturas que tenía
amontonados contra las paredes blancas del estudio. Y lo mismo que en las demás pinturas
había dejado para más adelante las manos y los pies. Sintió el corazón más ligero y una
sonrisa le iluminó la cara.
—¡Me encanta! —anunció a la habitación vacía; luego mojó el pincel en pintura negra y
agregó un horripilante par de alas al demonio del cuadro.