Lali llamó por teléfono a su contador, quien, a su vez, le dio el nombre de un abogado
defensor. Se lo imaginó como a uno de los abogados de la Ley y el Orden, con un abrigo
largo dispuesto a defenderla a como de lugar. En su lugar tenía a Ricardo Linares, un joven
engreído con el pelo arreglado y un terno de marca. Se reunió con ella en la celda durante diez
minutos, después la dejó sola otra vez. Cuando regresó, ya no estaba tan seguro de sí mismo.
—Acabo de hablar con el fiscal —comenzó—. Van a seguir adelante con el proceso que
han iniciado contra usted. Creen que sabe algo acerca del robo al señor Arredondo y no van a
dejar que salga de aquí.
—No sé nada sobre esa estúpida pintura. Soy inocente —dijo mirando ceñuda al
hombre que había contratado para proteger sus intereses.
—Escuche, señorita Espósito, creo que es inocente. El caso es que el fiscal, Valdés,
Vázquez y al menos un detective no lo creen. —Dejó escapar una bocanada de aire y
cruzando los brazos sobre el pecho, continuó—: No van a tratarla con amabilidad. Y menos
ahora que sabe que usted y su socio son sospechosos. Si nos negamos a ayudarlos en esta
investigación, seguirán adelante con el cargo de asalto con agravante. Pero realmente no
quieren hacerlo. Quieren al señor Pérez, sus libros privados y la lista de sus contactos.
Quieren, si es posible, recuperar la obra de arte del señor Arredondo. Quieren que colabore
con ellos.
Ella ya sabía lo que querían y no necesitaba que un abogado recién salido de la facultad
de Derecho se lo dijera. Si quería librarse de todo aquello, tenía que participar en una
investigación secreta de la poli. Tenía que convencer a Ignacio de que había contratado a su
«novio» para que se encargara de todos los arreglos pendientes de la tienda. Tenía que
callarse y cruzarse de brazos mientras el amargado detective reunía pruebas de la
participación de su buen amigo y socio en un robo a gran escala.
Por primera vez en su vida, sus creencias y sus deseos no contaban en absoluto. A nadie
parecía importarle que sus principios morales entraran en conflicto; todos aquellos valores
íntegros que había obtenido de culturas y religiones diferentes a lo largo de su vida. Le
exigían que abandonara sus estrictos principios, le exigían que traicionara a un amigo.
—No creo que Ignacio haya robado nada.
—No estoy aquí para representar a su socio. Estoy aquí para representarla a usted y, si
él es culpable, la ha involucrado en un crimen muy serio. Podría perder su negocio o, como
mínimo, su reputación como mujer de negocios honesta. Y si Ignacio es inocente, usted no
tiene nada que perder y mucho que ganar. Asuma que es la única manera que tiene de ayudar
a su socio. De no ser así tendremos que ir a juicio. Si solicitamos un juicio con jurado
probablemente no iría presa, pero quedaría fichada.
Ella levantó la mirada. La idea de quedar fichada le importaba más de lo que creía. Por
supuesto, nunca antes había pensado en sí misma como en una transgresora de la ley.
—Si acepto que vengan a la tienda, ¿se irán una vez que la registren?
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Él se levantó y miró su reloj.
—Déjeme hablar con el fiscal a ver si puedo lograr que cedan con algo más. Quieren
que colabore con ellos, así que supongo que las harán.
—¿Cree que debería firmar el acuerdo?
—Depende de usted, pero sería la mejor opción. Los deja trabajar a puerta cerrada
algunos días y luego se van. Me aseguraré de que dejan la tienda en las mismas condiciones
en las que está ahora o mejor. Mantendrá el derecho al voto y a poseer un arma. Aunque le
recomiendo que consiga una licencia para portarla.
Parecía tan simple, y sin embargo, aquella situación no dejaba de ser horrible.
Finalmente, firmó el documento que la convertía en informante confidencial y el
consentimiento de registro y se preguntó si le pondrían algún nombre en clave al estilo chica
Bond.
Después de que la soltaran, se fue a casa y trató de sumergirse en el placer que
normalmente encontraba al hacer las mezclas de aceites esenciales. Necesitaba terminar la
base para el aceite de masaje antes de la feria, pero cuando intentó rellenar los pequeños
frascos azules se enredó y tuvo que parar. Tampoco tuvo mucho éxito al colocarles las
etiquetas.
Su mente y espíritu estaban divididos; tenía que encontrar el equilibrio interior. Se sentó
con las piernas cruzadas en el dormitorio y trató de relajarse antes de que le estallara la
cabeza. Pero la cara de Juan Pedro Lanzani invadió su mente dificultando su meditación.
El detective Lanzani era todo lo contrario a cualquier hombre que tuviera en cuenta para
una cita. Tenía indomable pelo y ojos castaños. La boca firme y sensual. Los hombros anchos
y grandes manos impersonales. Era realmente odioso..., pero había habido días, antes de que
hubiera decidido que era un acosador, que había considerado su oscura mirada, salvaje y
sensual. Como en el supermercado, cuando la había observado desde debajo de aquellas
pestañas negras y ella había comenzado a derretirse allí mismo, en la góndola de los
congelados. Su tamaño y presencia desprendían fuerza y confianza y no importaba cuántas
veces en su vida hubiera intentado ignorar a los machos grandes y corpulentos, nunca había
tenido éxito.
Era por su propia estatura. Hacía que se inclinara por el hombre más alto que hubiera
alrededor. Medía uno cincuenta y cinco, aunque nunca admitiría su tamaño ya que hasta
donde podía recordar siempre había tenido problemas por su altura.
Le había rezado a todos los dioses que conocía para que intervinieran. Había querido
despertar un con piernas largas. Por supuesto, eso no había ocurrido, pero en el último año de
colegio a los chicos dejó de importarles el tema como para invitarla a salir. Su primer novio
había sido el capitán del equipo de futbol. Pero después de tres meses, la había dejado por una
de las porristas, Micaela Álvarez, que medía uno setenta.
Lali perdió la esperanza de encontrar su equilibrio interior y en su lugar decidió
prepararse un baño caliente. Hizo una mezcla especial de aceite de cananga y lavanda y lo
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echó en el agua. Esperaba que la mezcla de esencias la ayudara a relajarse. Lali no sabía si
funcionaría, pero olía maravillosamente bien. Se metió lentamente en el agua perfumada y
reclinó la cabeza contra el borde de la bañera. El calor la envolvió y cerró los ojos. Los
acontecimientos del día volvieron a su mente y el recuerdo de Juan Pedro Lanzani, a sus pies
en el suelo, con el aliento entrecortado y las pestañas pegadas a los párpados, dibujó una
sonrisa en sus labios. La imagen logró relajarla de una manera que una hora de meditación no
había conseguido.
Se aferró al recuerdo y a la esperanza de que tal vez algún día, si se comportaba bien y
su karma quería recompensarla, volvería a tener la oportunidad de rociarlo con otro tarro de
laca.
Peter entró por la puerta trasera de la casa de sus padres sin tocar y puso la jaula para
mascotas en la encimera de la cocina. Oyó el sonido del televisor que provenía de la sala a su
derecha. Una puerta del repostero estaba apoyada contra la encimera y había un taladro al
lado del lavadero, un proyecto más olvidado antes de ser terminado. El padre de Peter, Pablo,
les había dado una vida tranquila a su esposa y a sus cinco hijos con sus ingresos como
constructor de casas, pero parecía que nunca terminaba nada en la suya. Peter sabía por años
de experiencia que su madre tendría que amenazar con contratar a alguien para que el trabajo
fuera terminado.
—¿Hay alguien en casa? —llamó Peter, aunque había visto los autos de sus padres en el
garaje.
—¿Eres tú, Pitt? —La voz de Claudia Lanzani apenas podía oírse por encima del sonido
de tanques y disparos. Acababa de interrumpir uno de los pasatiempos favoritos de su papá:
las películas de acción.
—Sí, soy yo. —Metió la mano en la jaula y Sam subió a su brazo.
Claudia entró en la cocina. Tenía el pelo rubio con vetas blancas recogido hacía atrás.
Miró al loro africano, de color gris, de treinta centímetros posado en lo alto del hombro de
Peter y se detuvo en seco. Frunció los labios y arrugó el entrecejo disgustada.
—No podía dejarlo solo en casa —se excusó Peter antes de que ella pudiera expresar su
malestar—. Ya sabes cómo se pone cuando siente que no le dedico la atención suficiente. Le
hice prometer que esta vez se portaría bien. —Encogió el hombro y miró a su pájaro—
.
Díselo, Sam.
El loro parpadeó con sus ojos negros y amarillos y cambió el peso de un pie a otro.
—Dale, dame una alegría —dijo Sam con voz chillona.
Peter volvió a mirar a su madre y sonrió como un padre orgulloso.
—Ves, cambié el canal de chismeríos por el de películas.
Claudia cruzó los bajo su pecho. Se le veía medio indefensa así, con ropa para dentro de
casa, pero siempre había sido la reina y señora del clan Lanzani.
—Si vuelve a decir groserías otra vez, ¡no entra!
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—Tus nietos le enseñaron esas palabrotas cuando estuvieron aquí para Semana Santa —
dijo, refiriéndose a sus diez sobrinos.
—No les eches la culpa de su mala educación a mis nietos. —Claudia suspiró y se puso
las manos en la cintura—. ¿Comiste?
—Mmm..., comí algo cuando salí de trabajar.
—No me digas más: una hamburguesa de ese local de comida rápida y papas fritas. —
Sacudió la cabeza—. Todavía hay algo de lasaña y una buena ensalada. Te las puedes llevar a
casa.
Como en casi todas las familias, las mujeres Lanzani demostraban su amor y
preocupación a través de la comida. Normalmente a Peter no le importaba, excepto cuando
todas decidían hacerlo al mismo tiempo. O cuando discutían sobre sus hábitos de
alimentación como si tuviera diez años y viviera a base de papas fritas.
—Eso sería genial —miró a Sam—. La abuelita te hizo lasaña.
—Bueno. Ya que él es lo más cercano a un nieto que voy a tener de ti, supongo que será
bienvenido. Pero asegúrate de que modere su lenguaje.
Hablar de nietos era todo lo que Peter necesitaba para comenzar su retirada. Sabía que si
no huía ahora, la conversación derivaría inevitablemente hacia las mujeres que parecían entrar
y salir de su vida con tanta frecuencia.
—Sam cambió —dijo pasando por su lado y entrando en la sala de estar decorada por su
madre con su más reciente adquisición en el mercado de pulgas: un par de espadas y un
escudo a juego. Encontró a su padre sentado en su sillón reclinable con el control en una
mano y un gran vaso de té helado en la otra. Había una caja de cigarros y un encendedor sobre
la mesita que separaba un sillón del otro. Pablo tenía casi setenta años y Peter había notado
recientemente que le estaba ocurriendo algo extraño en el pelo. Todavía era poblado y
completamente blanco, pero durante el último año había comenzado a ponerse de punta en la
parte de adelante como si estuviera siendo agitado por un fuerte viento desde atrás.
—Ya no se hacen películas como éstas —dijo Pablo sin sacar los ojos del televisor.
Bajó el volumen antes de añadir—: con todos esos efectos especiales que usan hoy en día los
personajes no parecen creíbles. En cambio en estas películas, el protagonista sabía cómo
pelear y eso se nota.
Tan pronto como Peter se sentó, Sam saltó de su hombro y se agarró al respaldo del
sillón con sus escamosos pies negros.
—No te alejes demasiado —le dijo Peter a su pájaro. Después agarró un cigarro y lo
deslizó entre sus dedos, pero no lo encendió. Quería que Sam respirara el menor humo
posible.
—¿Estás fumando de nuevo? —le preguntó Pablo, alejando, finalmente, la mirada del
televisor—
. Pensé que lo habías dejado. ¿Qué pasó?
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—Marcelo Arredondo —fue la breve respuesta. No necesitaba explicar más. A esas
alturas todo el mundo sabía del Monet robado. Y quería que todo el mundo lo supiera. Quería
que las personas implicadas se pusieran nerviosas. Las personas nerviosas cometían errores. Y
cuando lo hacían, él estaba ahí para hacerlos caer. Sin embargo, no haría caer a Mariana
Espósito.
No importaba que estuviera implicada hasta las cejas. No importaba si había cortado la
pintura del marco con sus propias manos. Tenía inmunidad absoluta no sólo del cargo de
asalto y de cualquier acusación sobre el caso Arredondo, sino también sobre cualquier robo
anterior. Ese abogado suyo podía ser joven, pero se las sabía todas.
—¿Hay pistas?
—Unas cuantas. —Su padre no hizo las preguntas acertadas y Peter no ofreció ninguna
explicación—. Necesito que me prestes el taladro y algunas herramientas. —Aunque pudiera
hacerlo, Peter no deseaba hablar de su informante confidencial. Normalmente no confiaba en
sus confidentes, pero esta última era tan poco fiable como una caja de galletas y el incidente
con la pistola casi le había costado otra humillación. Una cagada más y no dudarían en
trasladarlo a otro departamento. Después de la pesadilla que había vivido en el parque esa
mañana tenía que entregar la cabeza de Pérez en bandeja. Era la oportunidad de redimirse. Si
no lo hacía temía que lo degradaran hasta lo más bajo a la división de patrulla nocturna por lo
que ya podría ir olvidándose de volver a ver la luz del día. No tenía nada contra los policías de
uniforme. Eran los que estaban en primera línea y no podría hacer su trabajo sin ellos, pero
había trabajado demasiado y aguantado demasiados sinsentidos para dejar que una petiza loca
arruinara toda su carrera.
—Peter, conseguí algo para ti el fin de semana pasado—le dijo su mamá mientras
atravesaba la sala hacia la parte trasera de la casa.
El último algo que Claudia le había conseguido había sido un par de pavos reales de
aluminio que supuestamente debía colgar en la pared. Por ahora, estaban debajo de su cama al
lado de un enorme búho artesanal.
—Ah, genial —suspiró y lanzó el cigarro sin encender a la mesita—
. Me gustaría que
no hiciera eso. Odio todas las chucherías que compra.
—Acéptalo, hijo, es una enfermedad —dijo su padre, volviendo a mirar el televisor—
.
Es una enfermedad como el alcoholismo. Es incapaz de resistirse a su adicción.
Cuando Claudia Lanzani regresó, traía media silla de montar cortada en sentido
horizontal.
—Lo conseguí por veinte pesos —se jactó, y la colocó en el suelo junto al pie de
Peter—. Querían cincuenta pero regateé.
— Odio todas las chucherías que compra —imitó Sam, luego chilló—: braa...ck.
La mirada de Claudia se movió de su hijo al pájaro parado en el respaldo del sillón.
—Será mejor que no empiece.
Peter no podía prometer tal cosa. Señaló la silla de montar.
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—¿Qué se supone que voy a hacer con eso? ¿Encontrar medio caballo?
—Lo cuelgas en la pared. —Sonó el teléfono y se encogió de hombros mientras se
encaminaba hacia la cocina—. Tiene unos ganchos por algún lado.
—Mejor clávalo directamente en la pared, hijo —recomendó su padre—. O corres el
riesgo de que se te caiga encima.
Peter clavó los ojos en la silla de montar con un solo estribo. El espacio debajo de su
cama estaba casi abarrotado. La risa de su madre sonó en la habitación de al lado
sobresaltando a Sam, que agitó sus alas mostrando las plumas rojas bajo su cola, luego voló
por encima del televisor y se paró sobre la parte superior de una jaula de madera con un nido
falso y huevos de plástico pegados en su interior. Inclinó la cabeza gris hacia un lado, abrió el
pico, e imitó el sonido del teléfono.
—Sam, no hagas eso—advirtió Peter una fracción de segundo antes de que el ave
imitara la risa de Claudia con tal perfección que resultó realmente aterradora.
—Ese pájaro va a terminar en una bolsa de basura —predijo su padre.
—Me lo vas a decir a mí. —Sólo esperaba que Sam no rompiera el nido de madera con
el pico.
La puerta principal se abrió de golpe y el sobrino de Peter de siete años, Tomás, entró
en la casa corriendo seguido de las sobrinas de Peter, Abril, de trece años y Sol, de diez.
—Hola, tío Peter —dijeron las niñas al unísono.
—Hola, chicas.
—¿Trajiste a Sam? —quiso saber Abril.
Peter señaló el televisor con la cabeza.
—Está un poco nervioso. No le griten ni hagan movimientos bruscos alrededor de él. Y
no le enseñen más palabrotas.
—Te lo prometemos, tío —prometió Sol, pero sus ojos estaban demasiado abiertos para
parecer inocentes.
—¿Qué es eso? —preguntó Tomás, acercándose hacia la silla de montar.
—Es la mitad de una silla de montar.
—¿Para qué sirve?
«Eso mismo quiero saber yo.»
—¿La quieres?
—¡No!
Soraya, la hermana de Peter, entró a la casa poco después y cerró la puerta detrás de
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ella.
—Hola, papá—dijo, luego miró a su hermano—. Hola Pitt. Veo que mamá te dio la silla
de montar. ¿Puedes creer que la consiguió por veinte pesos?
Obviamente Soraya también había sido contagiada por la enfermedad de las chucherías.
—¿Quién se tiró un pedo? Braa...ck.
—Basta chicas —amonestó Peter a las dos niñas que estaban tiradas en el suelo con un
ataque de risa.
—¿Qué tiene tanta gracia? —preguntó su madre mientras entraba a la sala, pero antes
de que alguien pudiera responderle el teléfono sonó otra vez—. Por el amor de Dios. —
Sacudió la cabeza y volvió a la cocina, sólo para volver un instante después meneando de
nuevo la cabeza—. Colgaron antes de que pudiera contestar.
Peter dirigió una mirada desconfiada a su pájaro y sus sospechas se confirmaron cuando
Sam ladeó la cabeza y el teléfono volvió a sonar.
—Por el amor de Dios —repitió su madre y volvió a la cocina.
—Mi papá se comió un insecto —dijo Tomás a Peter, llamando su atención—
. Hicimos
parrilla y se comió un bicho.
—Bueno, Oscar se lo llevó a acampar porque cree que las chicas y yo lo estamos
afeminando —dijo la hermana de Peter, sentándose en el sillón a su lado—. Dijo que
necesitaba llevarse a Tomás para hacer cosas de hombres.
Peter lo entendió perfectamente. Se había criado con cuatro hermanas mayores que lo
habían vestido con sus ropas y le habían pintado los labios. A los ocho años lo habían
convencido de que era un hermafrodita llamado Pamela. No había sabido lo que era un
hermafrodita hasta que a los doce lo buscó en el diccionario. Después de eso, se pasó varias
semanas aterrorizado, pensando que le crecerían grandes pechos como a la mayor de sus
hermanas, Flor. Afortunadamente, su padre lo encontró examinando su cuerpo en busca de
cambios y había convencido a Peter de que no era un hermafrodita. Luego se lo había llevado
a acampar y no había dejado que se bañara en una semana.
Sus hermanas unidas eran como un clan; nunca olvidaban nada. Mientras crecían habían
disfrutado y, simplemente, había sido un infierno para su psique. Pero si sospechaba por un
segundo que las parejas de sus hermanas no las trataban bien, les daría gustosamente lo que se
merecía cada uno de ellos.
—Un insecto cayeron al hot-dog de Tomás, que se puso a llorar negándose a probarlo
—continuó Soraya—. Lo cual es completamente comprensible y no puedo culparlo, pero
Oscar agarró el bicho y se lo comió haciéndose el machote. Y le dijo: «si yo puedo
comérmelo, tú puedes comer el hot-dog».
Sonaba lógico.
—¿Te lo comiste? —preguntó Peter a su sobrino.
Tomás asintió con la cabeza y su sonrisa mostró el hueco de sus dientes frontales.
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—Después, yo también me comí un bicho. Uno negro.
Peter miró fijamente la cara de su sobrino y compartieron una sonrisa cómplice. Una
sonrisa de chicos tipo «yo puedo hacer pis parado». Una sonrisa que las chicas nunca
entenderían.
—Colgaron otra vez —anunció Claudia, entrando en la habitación.
—Te hace falta un identificador de llamadas —le dijo Soraya—. Nosotros lo tenemos y
siempre miro para saber quién está llamando antes de contestar.
—Tal vez lo ponga —dijo su madre, sentándose en una mecedora con cojines pintados,
pero cuando su trasero tocó el asiento, el teléfono volvió a sonar—. Me estoy haciendo vieja
—suspiró levantándose—. Alguien está jugando con el teléfono.
—Usa la opción de devolver la última llamada recibida. Te voy a enseñar. —Soraya se
levantó y siguió a su madre a la cocina.
A las chicas les volvió a dar un ataque de risa y Tomás se cubrió la boca con la mano.
—Sí —dijo Pablo sin sacar la mirada del televisor—. Ese pájaro está coqueteando con
la muerte.
Peter colocó las manos detrás de la cabeza, cruzó los tobillos y se relajó por primera vez
desde el robo del señor Arredondo. Los Lanzani eran bastante escandalosos y estar sentado en
el sillón de su mamá rodeado de todo ese bullicio lo hacía sentir de nuevo en casa. También le
recordaba su propia casa vacía en el otro extremo de la ciudad.
Hasta hacía un año, no le había preocupado nada el asunto de encontrar una esposa y
formar una familia. Siempre había pensado que tenía tiempo, pero recibir un disparo lo había
hecho ver las cosas desde otra perspectiva. Le había recordado qué era importante en la vida:
una familia como la suya.
Claro, tenía a Sam y vivir con Sam era como vivir con un niño de dos años,
desobediente, pero muy entretenido. Sin embargo, no podía hacer campamento ni hot-dogs
con Sam. No podía comer insectos. La mayor parte de los policías de su edad tenían hijos, y
mientras había estado tirado en casa recuperándose, había comenzado a preguntarse cómo
sería participar en las olimpiadas escolares y mirar cómo sus hijos corrían a las postas.
Imaginarse a los hijos era la parte fácil. Pensar en una esposa era un poco más difícil.
No creía ser demasiado selectivo, pero sabía qué le gustaba y qué no le gustaba en una
mujer. No quería una mujer que se pusiera histérica por cosas como el aniversario mensual y
a la que no le cayera bien Sam. Sabía que tampoco quería una mujer vegetariana demasiado
preocupada por la grasa y el tamaño de sus caderas.
Quería volver a casa cuando saliera de trabajar y tener a alguien esperándolo. Quería
llegar a casa sin tener que comprar la comida antes. Quería una chica práctica, alguien con
ambos pies en la tierra. Y por supuesto, quería a alguien que le gustara el sexo que a él le
gustaba. Apasionado, definitivamente apasionado. Algunas veces rudo e inmoral, otras no,
pero siempre desinhibido. Quería una mujer a la que no le diera miedo tocarlo ni que se
asustara si la tocaba. Quería mirarla y sentir cómo la lujuria atravesaba su vientre, y saber que
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ella sentía lo mismo que él.
Siempre había creído que reconocería a la mujer adecuada en cuanto la viera. Realmente
no tenía ni idea de cómo lo sabría, sólo sabía que lo haría. Sentiría como si lo dejaran fuera de
combate o lo fulminara un rayo, y entonces lo sabría.
Soraya volvió a la sala con el ceño fruncido.
—El último número que llamó era de Bertha, la amiga de mamá. ¿Por qué Bertha estará
bromeado por teléfono?
Peter se encogió de hombros y confió en que su hermana no averiguara quién era el
verdadero culpable.
—Tal vez está aburrida. Cuando era principiante, una viejecita nos hacía ir una vez al
mes a su casa arguyendo que había ladrones que intentaban robarse sus perros.
—¿Y lo hicieron?
—No. Deberías ver esas cosas, eran verde, naranja y morado. Te quedabas ciego si las
mirabas fijamente. De todas maneras siempre nos tenía preparadas unas galletas y un par de
jugos. Las personas mayores suelen sentirse solas y hacen cosas de lo más extrañas
simplemente para tener a alguien con quien hablar.
Los ojos oscuros de Soraya se clavaron en los suyos y el ceño se le hizo más profundo.
—Eso es lo que te va a ocurrir a ti si no encuentras a alguien que te cuide.
Las mujeres de su familia siempre lo molestaban con su vida amorosa, pero desde que
le habían disparado, su madre y sus hermanas habían redoblado sus esfuerzos por verlo
felizmente casado. Relacionaban matrimonio con felicidad. Querían que él viviera su versión
del «y vivieron felices para siempre» y aunque entendía su preocupación, lo volvían loco. No
se atrevía a insinuarles que en realidad pensaba en eso seriamente. Si lo hiciera, estarían sobre
él como buitres carroñeros.
—Conozco a una mujer realmente encantadora que...
—No —la interrumpió Peter, aún no estaba dispuesto a considerar a las amigas de su
hermana. Se la imaginaba contando cada pequeño detalle a su familia. Tenía treinta y cinco
años, pero sus hermanas todavía lo trataban como si tuviera cinco. Como si no fuera capaz de
encontrar su codo si no le decían que estaba en la parte de atrás del brazo.
—¿Por qué?
—No me gustan las mujeres encantadoras.
—Eso es lo que te pasa. Estás más interesado en el tamaño de la delantera que en su
personalidad.
—No me pasa nada. Y no es el tamaño, es la forma lo que cuenta.
Soraya resopló. Peter no recordaba haber oído un sonido parecido a otra mujer.
—¿Qué? —preguntó.
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—Vas a ser un viejo muy solitario.
—Tengo a Sam para que me haga compañía.
—Un pájaro no cuenta, Pitt. ¿Tienes novia ahora? ¿Alguien que presentar a la familia?
¿Alguien con quien pienses casarte?
—No.
—¿Por qué no?
—No he encontrado a la mujer adecuada.
—Si hasta los hombres del corredor de la muerte encuentran una mujer para casarse,
¿por qué tú no?