7

75 4 0
                                    



Lali se sorprendió de los modales de Peter en la mesa. Se asombró de que no masticara con la boca abierta, ni se rascara la barriga, ni eructara como si fuera un adolescente que acababa de tomarse una cerveza. Se había puesto la servilleta sobre las piernas y la entretenía con historias escandalosas sobre su loro Sam. Si no lo conociera mejor, podría llegar a pensar que estaba tratando de conquistarla o que tal vez tuviera un alma decente en algún lugar recóndito de aquel fornido cuerpo.

—Sam tiene problemas de peso —le contó entre bocados y bocado—. Tiene fascinación por la pizza y los Doritos.

—¿Le das a tu pájaro pizza y Doritos?

—Ya no. Tuve que construirle un gimnasio. Hace ejercicio conmigo.
Lali ya no sabía si creerle o no.

—¿Cómo logras que haga ejercicio? ¿No se va volando?

—Lo engaño para que piense que es divertido. —Tomó un trozo de pan y se lo comió—. Pongo su gimnasio al lado de mi banco de pesas —continuó después de tragar—, así mientras hago pesas, él sube las escaleras y las cadenas.

Lali tomó un trocito de pan y lo observó por encima de la vela. La tenue luz que se filtraba por las cortinas transparentes de las ventanas del comedor bañaba la habitación y al detective Juan Pedro Lanzani con una suave luminosidad. Sus rasgos, marcados y masculinos, parecían haberse suavizado. Quizá solo fuera un efecto de la iluminación, porque a pesar de su encanto Lali sabía por su muy reciente experiencia que no había nada suave ni dócil en el hombre que tenía enfrente, aunque supuso que un hombre que amaba a un pájaro tenía que tener alguna cualidad que lo salvara.

—¿Hace cuánto que tienes a Sam?

—Casi un año, pero me da la sensación de que lo tengo desde siempre. Me lo regaló mi hermana Daniela.

—¿Tienes una hermana?

—Tengo cuatro.

—Wow. —Lali siempre había querido tener hermanos—. ¿Eres el mayor?

—El más chico.

—El bebé —dijo, aunque no podía imaginarse a Peter más que como un hombre. Destilaba demasiada testosterona para que pensara en él como un niñito de cachetes sonrosados—. Supongo que crecer con cuatro hermanas mayores fue divertido.

—La mayor parte del tiempo fue un infierno. —Enrolló un poco de la pasta en el tenedor.

—¿Por qué?

Se metió un bocado a la boca, y ella observó cómo masticaba. Parecía como si no fuera a responder, pero cuando tragó confesó:
—Me hicieron poner sus ropas y fingir que era la quinta hermana.
Ella intentó no reírse, pero le tembló el labio inferior.

—No le veo el chiste. Ni siquiera me dejaban hacer de mascota. Soraya siempre era la mascota.
Esta vez no pudo evitar reírse, incluso pensó -aunque no llegó a hacerlo- en darle palmaditas en la mano y decirle que no pasaba nada.

—Piensa que tu hermana hizo algo por ti. Te regaló a Sam por tu cumpleaños.

—Daniela me regaló a Sam cuando tuve que estar en reposo durante un tiempo. Creyó que un pájaro me haría compañía hasta que me levantara y daría menos problemas que un perrito —sonrió—. Estaba equivocada.

—¿Por qué tuviste que guardar reposo?
Su sonrisa desapareció y encogió los anchos hombros.

—Me dispararon en una operación antidroga que fue mal desde el principio.

—¿Te dispararon? —Lali arqueó las cejas—. ¿Dónde?

—En el muslo derecho —dijo, y cambió bruscamente de tema—. Me encontré con una amiga tuya cuando toqué la puerta.
A Lali le habría gustado conocer los detalles del tiroteo, pero obviamente él no quería hablar del tema.

—¿Eugenia?

—No me dijo su nombre, pero sí que le dijiste que era tu novio. ¿Qué más le contaste? —preguntó antes de meterse el último bocado de pasta en la boca.

—Más o menos eso —mintió Lali agarrando su vaso—. Sabía que yo pensaba que me seguía un acosador, así que hoy me preguntó de nuevo por él. Le dije que estábamos saliendo.
Él tragó lentamente mientras la estudiaba a través de la corta distancia que los separaba.

—¿Le dijiste que sales con un tipo que pensabas que te estaba acosando?
Lali tomó un sorbo de té y asintió con la cabeza.

—Ajá...

—¿No le pareció raro?
Lali negó con la cabeza y dejó el vaso sobre la mesa.

—Eugenia tiene una mente abierta en lo que a relaciones se refiere. Sabe que algunas veces a las mujeres les gusta correr riesgos. Y ser seguida por un hombre puede ser muy romántico.

—¿Por un acosador?

—Sí. En la vida tienes que besar a algunos sapos.

—Y tú, ¿has besado a muchos sapos?
Ella pinchó la lechuga con el tenedor e intencionadamente lo miró a los labios.

—Sólo a uno —dijo, y se metió la lechuga en la boca.
Él cogió el vaso y su risa suave llenó la habitación. Ambos sabían que ella no le había devuelto el beso como si lo considerara un sapo.

—Además de besar sapos, cuéntame más cosas sobre ti. —Una gota se deslizó por el vaso y cayó encima de la camisa dibujando un diminuto círculo húmedo sobre el pectoral derecho.

—¿Estás interrogándome?

—Claro que no.

—Además, ¿no tienes un informe sobre mí en alguna parte con toda la información que necesitas? ¿Cómo cuántas multas por exceso de velocidad me han puesto?
Los ojos de Peter se encontraron con los suyos sobre el borde del vaso y la observó mientras daba un largo trago.

—No revisé tu registro dental, pero en mayo te pusieron una multa por exceso de velocidad. Cuando tenías diecinueve años, estrellaste tu carro contra un poste y tuviste la suerte de salir sólo con heridas leves y tres puntos en la cabeza— le dijo mientras bajaba el vaso.
Lali no se sorprendió de que conociera su historial como conductora, pero la alteraba un poco que él supiera cosas sobre su vida cuando ella apenas sabía su nombre.

—Genial. ¿Qué más sabes?

—Llevas el nombre de tu abuelo.
Nada sorprendente.

—Somos una de esas familias que le ponen a los hijos el nombre de sus abuelos. Mis abuelas se llamaban Eunice Norberta y Teófila Espósito. Me siento afortunada de que eligieran el de mi abuelo. —Se encogió de hombros—. ¿Qué más?

—Sé que fuiste a dos universidades, pero no conseguiste ningún título.
Obviamente no sabía nada importante. No sabía nada de ella.

—No fui a obtener un título —comenzó, colocando el recipiente de la ensalada sobre el plato y dejando ambos a un lado. No había comido mucho pues, con Peter sentado frente a ella, se había quedado sin apetito—. Fui para aprender las cosas que me interesaban. Cuando lo hice, seguí mi camino y busqué nuevos horizontes. —Apoyó el brazo en la mesa y descansó la mejilla en la mano—. Cualquiera puede obtener un título, pero un trozo de papel de una universidad no define a una persona. No dice quién eres.
Él agarró la servilleta de lino de sus piernas y la colocó al lado del vaso.

—Entonces ¿por qué no me cuentas quién eres realmente? Dime algo que no sepa.

Supuso que quería que le revelara algo incriminador, pero no había nada que revelar. Nada en absoluto, así que le dijo algo que estaba segura que nunca adivinaría sobre ella.

—Bueno, he estado leyendo lo que Freud opinaba sobre compulsiones y fetiches. Según él, tengo fijación oral.
Él bajó la mirada a su boca mientras una media sonrisa le curvaba los labios.

—¿En serio?

—No te emociones mucho —se rió—. Freud era esa mente brillante que argumentaba sobre la envidia que sentimos nosotras, las mujeres, por el pene del hombre, lo cual me parece absurdo. Sólo un hombre inventaría algo tan estúpido. Nunca conocí a una mujer que quisiera tener pene.
Cuando él clavó los ojos en ella por encima de la mesa, sonreía ampliamente.

—Conozco a unas cuantas a las que les encantaría tener el mío.
A pesar de sus liberales puntos de vista sobre sexo, Lali notó que le ardían las mejillas.

—No quise decir eso.
Peter se rió, e inclinó la silla hacia atrás sobre dos patas.

—¿Por qué no me cuentas cómo te asociaste con Ignacio?

Lali creía que Ignacio ya se lo había contado y se preguntó si lo único que quería Peter era sorprenderla en una mentira. De todas maneras ella no tenía por qué mentir sobre eso.

—Como ya sabes, nos conocimos en una subasta unos años antes de que abriéramos Whim. Ignacio acababa de mudarse y trabajaba para un anticuario del centro. Yo también trabajaba para un anticuario con sedes en la ciudad. Después de esa primera vez, me lo encontré varias veces. —Hizo una pausa y sacudió una miga de pan de la mesa—. Tiempo después me despidieron del trabajo y me llamó para preguntarme si quería abrir un negocio a medias con él.

—¿Así porque sí?

—Supo que me habían despedido por algo relacionado con la compra de pinturas funerarias, de las que se hacen con pelo. El dueño de la tienda no tenía una actitud muy abierta con respecto a ese tema. Me despidió, aunque después hizo negocio gracias a mí.

—Así que Ignacio te llamó y decidieron abrir un negocio juntos. —Cruzó los brazos sobre el pecho y balanceó un poco la silla—. ¿Así sin más?

—No. Él quería vender sólo antigüedades, pero yo ya estaba un poco harta de todo eso. Al final hicimos un pacto y abrimos una tienda de curiosidades. Aporté el sesenta por ciento de los costos iníciales.

—¿Perdón?
Lali odiaba hablar de dinero.

—Estoy segura de que sabes que tengo un modesto fondo. —Había invertido más de la mitad en Whim. Normalmente, cuando la gente conocía su apellido asumían que tenía una cuenta corriente sin límite, pero no era verdad. Si por cualquier motivo tuviera que cerrar la tienda, se quedaría casi en la ruina. Pero pensar en perder la inversión financiera no le molestaba tanto como pensar que había perdido tiempo, ilusiones y energía en sacar adelante un negocio para nada. La mayoría de la gente medía el éxito por el dinero. Lali no. Claro que quería pagar sus deudas como todo el mundo, pero para ella el éxito se medía por el grado de satisfacción con uno mismo. En ese aspecto se consideraba una ganadora.

—¿E Ignacio?

Lali sabía que la manera de ver el éxito no era igual en el caso de Ignacio. Para él el éxito era algo tangible. Algo que se podía tocar, manejar o llevar puesto. Lo que no lo hacía muy inteligente, pero eso no lo convertía en un criminal sino más bien en todo lo contrario, un buen socio.

—Pidió un crédito bancario por el otro cuarenta por ciento.

—¿Te molestaste en investigar antes de iniciar el negocio?

—Por supuesto. No soy tonta. La ubicación es el factor más importante en el éxito de un negocio pequeño. San Telmo tiene una clientela estable...

—Espera. —Él levantó una mano, interrumpiéndola—. No me refería a eso. Preguntaba si alguna vez se te había ocurrido investigar a fondo a Ignacio antes de invertir tanto dinero.

—No hice una investigación criminal ni nada por el estilo, pero hablé con sus jefes. Todos me hablaron muy bien de él —Sabía que lo que iba a decir a continuación no lo entendería nunca, pero se lo dijo de todas formas—. Medité sobre ello durante un tiempo antes de darle mi respuesta.
Peter dejó caer las manos y frunció el ceño.

—¿Meditaste? ¿No pensaste que abrir un negocio con un hombre al que apenas conocías requería algo más que meditación?

—No.

—¿Por qué no?

—Por el karma.
Con un golpe sordo, las patas de la silla regresaron al suelo.

—¿Cómo?

—La recompensa del karma. Me sentía infeliz y acababan de despedirme, entonces apareció Ignacio ofreciéndome la oportunidad de ser mi propio jefe.
Él no habló durante un largo momento.

—¿Estás diciéndome —comenzó de nuevo— que la oferta de Ignacio de formar un negocio fue una recompensa por algo bueno que hiciste en una vida pasada?

—No, no creo en la reencarnación. —Sabía que creer en karmas confundía a algunas personas y no esperaba ni por asomo que el detective Lanzani lo entendiera—. Abrir un negocio con Ignacio fue mi recompensa por algo que hice en esta vida. Creo que el bien y el mal que uno hace afecta a lo que le pasa ahora, no después de morir. Cuando te mueres, vas a un plano cósmico diferente. La iluminación o el conocimiento que adquieres en esta vida determinan a qué plano ascenderá tu alma.

—¿Estás hablando sobre algo parecido a eso que piensan que el cielo está en algún lugar de la tierra?
Había esperado una pregunta despectiva de él y se sorprendió.

—Estoy segura de que tú lo llamas «el cielo».

—¿Y no es así como lo llamas tú?

—Normalmente no lo llamo de ninguna manera. Podría ser el cielo. El infierno. El paraíso. Cualquier cosa. Sólo sé que es el lugar donde irá mi alma cuando muera.

—¿Crees en Dios?
Estaba acostumbrada a esa pregunta.

—Sí, pero probablemente no de la misma manera que tú. Creo que Dios existe cuando, por ejemplo, me siento en un campo de margaritas y mis sentidos se llenan con la belleza impresionante que me rodea y que Él ha creado. Entonces me siento en paz. Para mí es más importante que acatar los Diez Mandamientos o sentarme en una iglesia y escuchar a algún tipo explicándome cómo debo de vivir la vida. Creo que hay una gran diferencia entre ser religioso y ser espiritual. Tal vez se pueda ser ambas cosas, no lo sé. Sólo sé que mucha gente usa la religión como una etiqueta y la reduce a eso, a simples etiquetas de quitar y poner. Pero la espiritualidad es diferente. Proviene del corazón y del alma. —Esperaba que él se riera o la mirara como si le hubieran salido alas y cuernos. Sin embargo, la sorprendió.

—Es posible que tengas razón —dijo levantándose. Colocó el recipiente de la ensalada sobre el plato, recogió sus cubiertos y los llevó a la cocina.

Lali lo siguió y lo observó lavar el plato en el lavadero. Nunca hubiera pensado que era la clase de hombre que lavaba sus cubiertos. Puede que fuera porque parecía muy machista, uno de esos que escupía para sentirse rudo.

—Dime algo —dijo él cerrando el caño—. Cuando te arresté en el parque, ¿fue por el karma?
Ella cruzó los brazos sobre los senos y apoyó una cadera a su lado en el mostrador.

—No, nunca he hecho nada lo suficientemente malo para merecerte.

—De repente —dijo él, en voz baja y seductora, mirándola por encima del hombro—, soy un premio por buena conducta.
Ella ignoró el escalofrío que le subió por la espalda. Lali no era la clase de chica que se sintiera atraída por policías rudos con mal carácter. Por supuesto que no.

—Sé realista. Eres como un champiñón venenoso —dijo y apuntó hacia las ollas de la cocina—. ¿No vas a lavar todos los platos?

—De ninguna manera. Yo ya hice la cena.

Ella había cortado el pan y aderezado la ensalada, así que él no había hecho todo. Este era un nuevo siglo, los hombres como Peter tenían que salir de la caverna y poner de su parte, pero no quiso avivarlo sobre tema.

—Supongo que mañana te veré temprano.

—Sí. —Metió una mano en el bolsillo delantero de su pantalón y sacó un juego de llaves—. Salvo el viernes, ese día tengo que ir a testificar al juzgado, así que probablemente no llegue hasta después del mediodía.

—Estaré en la feria el viernes y el sábado.

—Está bien. Pasaré por tu stand para verte un rato.
Lali necesitaba un descanso de Peter y de la tensión nerviosa que le creaba.

—No es necesario.
Él levantó la mirada de las llaves que tenía en la mano y ladeó la cabeza.

—Pasaré de todas maneras, simplemente para que no me extrañes.

—Peter, te voy a extrañar tanto como a un dolor de muelas.
Él se rió entre dientes, luego se giró hacia la puerta trasera.

—Es mejor que tengas cuidado, me dijeron que mentir crea mal karma.


La camioneta de Peter entró por el acceso más alejado del estacionamiento. Tenía la cuatro por cuatro desde hacía dos meses y no quería que ningún niño le dejara señales en las puertas. Eran pasadas las ocho y media de la noche, y la noche recién empezaba. No había demasiado movimiento en la tienda cuando Peter entró y agarró una bolsa de zanahorias baby, las favoritas de Sam.

—Hola, ¿no eres Juan Pedro Lanzani?

Peter levantó la vista de las zanahorias a una mujer que empujaba un carrito. Era delgada y tenía el pelo castaño recogido en una cola alta. Iba muy poco maquillada y tenía el tipo de cara bonita, de las que se parecían a una muñeca. Los ojos azules que se clavaban en él le parecían familiares y se preguntó si alguna vez la habría arrestado.

—Soy Alessandra Castro. Crecimos en el mismo barrio. Vivía a unas casas de la tuya. Saliste con mi hermana mayor, Soledad.

Ah, por eso se le hacía conocida. En el colegio, él había hecho cosas muy divertidas con Soledad en el asiento trasero del auto de sus padres. Ella había sido la primera chica en dejarlo tocar por abajo del sostén. La palma desnuda sobre un pecho desnudo. Un hecho histórico para cualquier hombre.

—Claro que me acuerdo de ti. ¿Cómo estás, Ale?

—Bien. —Ella puso algunas verduras en el carrito y luego cogió una bolsa de zanahorias—. ¿Cómo están tus papás?

—Más o menos como siempre —contestó, mirando el montón de verduras de su carro—. ¿Tienes muchos hijos que alimentar o crías conejos?
Ella comenzó a reír y negó con la cabeza.

—Ni una cosa ni la otra. No estoy casada y no tengo hijos. Tengo un bar por Callao, y hoy me quedé sin insumos y no puedo esperar hasta mañana por la tarde a que llegue el siguiente pedido de verdura fresca. Sería demasiado tarde para mis clientes del mediodía.

—¿Un bar? ¿Eres buena cocinera?

—Soy una muy buena cocinera.

Él había escuchado esa misma declaración dos horas antes a una mujer con un bikini que había desaparecido en su dormitorio dejándolo a él a cargo de la cena. Y luego para mayor burla, la señorita apenas había probado la comida que él había preparado.

—Deberías venir un día y probar mis sándwiches, o pasta si lo prefieres. Hago unos ravioles de camarón para chuparse los dedos. Y mientras podemos ponernos al día.
Peter observó sus ojos y los hoyuelos que se formaban en sus mejillas cuando le sonrió. Normal. Sin señales de locura, aunque no podía asegurarlo a simple vista.

—¿Crees en karmas, auras o algo de eso?
Su sonrisa desapareció y lo miró como si estuviera loco. Peter se rió, lanzó la bolsa al aire y la atrapó.

—Buenísimo, entonces por ahí me vas a tener. En Callao, ¿no?


Lali se consideraba una limpiadora compulsiva. Cuando la compulsión la atacaba, limpiaba. Desafortunadamente, la compulsión por limpiar closets y muebles solamente le pasaba una vez al año y duraba unas pocas horas. Si estaba fuera de casa cuando sucedía, los closets tenían que esperar un año más.

Introdujo jabón con olor a limón en el lavadero y lo mezcló con agua caliente. Tal vez después de lavar las ollas de la cena, le quedaría energía suficiente para empezar con los closets y así el colador no volvería a caer sobre los pies de otro invitado como había sucedido con Peter.
Tan pronto como se puso un par de guantes amarillos, sonó el teléfono. Lo cogió al tercer timbrazo y oyó la voz de su madre.

—¿Cómo está Micho? —preguntó María José Espósito sin saludar.
Lali miró por encima del hombro a la bola de pelo tumbada sobre la alfombra delante de la puerta.

—Durmiendo y feliz.

—¿Se está portando bien?

—La mayor parte del tiempo sólo come y duerme —contestó Lali—. ¿Dónde estás? ¿Aquí en la ciudad?

—Carla y yo estamos con tu abuelo. Viajaremos mañana.
Lali se apoyó el auricular del teléfono entre el hombro y la oreja.

—¿Cómo les fue en Cancún?

—Ah, estuvo bueno, pero pasó algo. Tu tía y yo tuvimos que interrumpir el viaje porque tuve un mal presentimiento. Sentí que algo malo iba a ocurrir en el barrio y que tu abuelo estaría involucrado, así que volví a casa para advertirle, pero llegué tarde.
Lali volvió la atención a los platos que estaba lavando. Su vida ya era un caos cósmico y realmente no estaba de humor para las ocurrencias de su madre.

—¿Qué pasó? —preguntó, aunque sabía que su mamá se lo diría de todos modos.

—Hace tres días, mientras tu tía Carla y yo estábamos en México, tu abuelo atropello al perro de su vecina.
Ella casi dejó caer el teléfono y tuvo que agarrarlo con una mano jabonosa.

—¡Ay, no! ¿El pequeño Lucas?

—Sí. Quedó más plano que un panqueque. Su alma voló al paraíso de los perros, pobrecito. No estoy totalmente segura de que fuera un accidente y tampoco lo está vecina. Ya sabes lo que pensaba tu abuelo sobre Lucas.

Sí, Lali sabía lo que sentía su abuelo por el perro de la vecina. El pequeño canino no sólo había sido un ladrador incansable, sino también un obstáculo habitual para sus piernas. A Lali no le gustaba pensar que su abuelo había atropellado al perro a propósito, pero también sabía que había dirigido una apasionada atención a la pantorrilla de su abuelo en más de una ocasión y no podía descartar tal posibilidad.

—Eso no es todo. Esta tarde, Carla y yo hicimos una visita de condolencia, y mientras estábamos sentadas en la sala de la señora García, intentando calmarla, vi una imagen clara en mi mente. En serio, Lali, ésta es la visión más fuerte que he tenido nunca. Podía ver tu pelo acariciándole las orejas. Es un hombre alto...

—Mmm, ¿alto, morocho y guapo? —Se colocó de nuevo el teléfono entre el hombro y la oreja, y se puso a limpiar los platos.

—Sí, sí. No puedo decirte lo mucho que me subió la temperatura.

—Bueno, me imagino —murmuró Lali. Metió los platos bajo el agua y luego los dejó en el escurridero.

—Pero él no es para mí.

—Es tu destino. Vas a tener un romance apasionado con el hombre de mi visión.

—No quiero tener un romance, mamá —dijo Lali suspirando y metiendo los recipientes de la ensalada y los vasos en el lavadero—. Mi vida no soporta más pasión en estos momentos. —Se preguntó cuántas mamás le auguraban amantes apasionados a sus hijas. Imaginó que no muchas.

—Sabes que no puedes luchar contra el destino, Lali —la regañó severamente la voz del otro lado de la línea—. Puedes luchar contra ello si quieres, pero el resultado será siempre el mismo. Sé que no crees en el destino tanto como yo, y no soy quién para decirte que estás equivocada. Siempre te he animado a buscar tu propio camino espiritual, escoger tu camino hacia la luz. Cuando naciste...

Lali puso los ojos en blanco. María José Espósito nunca había impuesto, dictado o dominado a su hija. La había guiado por el mundo y Lali había insistido en escoger su propio camino. La mayoría de las veces, vivir con una madre que creía en el amor libre y en la libertad había sido maravilloso, pero estaban esas épocas en las que Lali había envidiado a los niños que tenían vacaciones normales en la playa en lugar de sumergirse en la búsqueda de reliquias indias o comunicarse con la naturaleza en medio de la nada.

—... a los treinta años, fui dotada de clarividencia —continuó María José con su historia preferida—. Lo recuerdo como si fuera ayer. Como sabes, fue durante nuestro verano del despertar espiritual, poco después de que tu padre muriera. No me desperté una mañana y escogí mi habilidad psíquica. Fui elegida.

—Ya sé, mamá —contestó mientras enjuagaba los platos y los vasos.

—Entonces sabes que no me lo invento. Lo vi, Lali, y vas a tener un encuentro apasionado con ese hombre.

—Hace unos meses hubiera recibido esa noticia con los brazos abiertos, pero ya no —suspiró Lali—. No creo que me quede energía para la pasión.

—Pues creo que no tienes elección. Parece muy terco. Enérgico. Realmente da un poco de miedo. Tiene una mirada penetrante e intensa y una boca de lo más sensual.
A Lali le subió un escalofrío por la espalda y lentamente introdujo una olla en el agua para lavarla.

—Como te dije, pensaba que era para mí y estaba absolutamente emocionada. ¿Sabes? No todos los días se le predestina a una mujer de mi edad un joven con un jean apretado y una correa con herramientas.
Lali clavó los ojos en las burbujas blancas, la garganta se le había quedado repentinamente seca.

—Puede que sea para ti.

—No. Me miró fijamente y susurró tu nombre. Había tal deseo en su voz que resultó inconfundible. Pensé que me desmayaría por primera vez en mi vida.
Lali conocía la sensación. Ella misma se encontraba a punto de desmayarse.

—La vecina de tu abuelo se preocupó tanto en ese momento que se olvidó completamente del pobre Lucas. Te lo digo en serio, hija, vi tu destino. Te han bendecido con un amante apasionado. Es un regalo maravilloso.

—Pero no lo quiero. ¡Devuélvelo!

—No se puede devolver y, por su mirada, tengo el presentimiento de que lo que tú quieras no va a tener importancia.

Ridículo. Su madre sólo tenía razón en una cosa: Lali no creía en el destino. Si ella no quería tener un romance apasionado con un hombre que llevaba un cinturón de herramientas, entonces no lo tendría.

Cuando Lali colgó el teléfono, estaba paralizada. Durante años, había pensado en las predicciones psíquicas de su madre en los mismos términos que en las canciones sinsentido que escuchaba. Algunas veces sus visiones eran disparatadas y apuntaban en la dirección equivocada, otras se acercaban razonablemente a la realidad y, de vez en cuando, eran tan exactas que resultaban aterradoras.

Lali volvió al lavadero y se recordó a sí misma que su madre también había predicho algunas reconciliaciones de famosos. Era obvio que cuando tenía predicciones amorosas, María José no acertaba nunca.

Esta vez su madre había tenido una visión equivocada. Lali no quería un amante apasionado de pelo oscuro. No quería que Juan Pedro Lanzani fuera para ella más que un policía.

Pero esa noche soñó con él por primera vez. Soñó que entraba en su cuarto, la miraba con sus ojos oscuros y los labios curvados en una sensual sonrisa, sin llevar puesto nada más que una profunda aura roja. Cuando se despertó a la mañana siguiente, no sabía si acababa de tener el sueño más erótico de su vida o había experimentado la peor de sus pesadillas.

FinjamosWhere stories live. Discover now