Capítulo 5- La culpa

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Nikolái

Los clubes nocturnos no eran lo mío o, como Saint prefería decir, ninguna clase de diversión mundana era lo mío. Pero, de alguna forma, Roy y él me arrastraron a uno en otra misión exploratoria por las calles de Múnich. Otro establecimiento que Roy posiblemente terminaría comprando. Decir que pronto sería el dueño de la mitad de la ciudad no sería una total exageración.

Al menos tuvieron la decencia de reservar el VIP más alejado en el segundo piso, donde la música no era tan estridente como para perforarme los tímpanos. Me derrumbé contra el sofá de cuero oscuro. La tensión en mis músculos iba en aumento a cada segundo desde que abandoné Rusia, lo atribuía a dejar a Eden sola. Aunque eso no tenía por qué estresarme, siendo sincero, ella estaba en mejores manos con Shelsie que conmigo.

Le di un trago al vaso de vodka en mi mano.

Definitivamente estaba mejor con cualquiera que conmigo. Pasé dos años intentando descubrir por qué Ignatius, de todos sus amigos, decidió que yo era el indicado para cuidar de su viuda. Hoy en día seguía sin entenderlo. No era que ser su niñera me molestara. Era algo mucho peor. Podía lidiar con que me resultara un fastidio, pero no tenía manera de afrontar que me provocara una curiosidad innegable.

Volví a verter el líquido caliente en mi garganta.

La imagen de sus mejillas sonrojadas al saber que la había atrapado mirándome la noche anterior se reprodujo en mi cerebro. El calor de la vergüenza creaba un contraste fascinante contra su piel pálida. Me preguntaba qué tono tendría mientras la hacía envolver esos lindos labios alrededor de mi polla.

No.

No.

Joder.

Por esto necesitaba salir de mi maldita casa. Ignatius se revolcaría en su tumba si supiera las cosas que se me ocurrían con su mujer. Ni siquiera había pasado una semana desde su funeral y ya me estaba comportando como un amigo de mierda. Me cortaría las manos antes de tocarla de cualquier manera, pero no ayudaba que ella se mostrara tan inocente e indefensa a mi alrededor. El deseo de corromperla me quemaba las entrañas.

—Ni siquiera entiendo para qué viniste si vas a tener esa cara —habló Saint, dejándose caer a mi lado. Una morena le siguió, aterrizando en su regazo con un brote de risitas coquetas que me hizo poner los ojos en blanco.

—Porque tú me trajiste —respondí, señalando lo obvio.

Saint se encogió de hombros y se entregó a los intentos de la chica por llamar su atención. Dirigí mi vista al frente, viendo el mar de cuerpos en la planta baja moverse al ritmo de la música. No me provocaron ni una gota de interés.

Esa era la diferencia entre Saint y yo.

Él disfrutaba de los excesos, o sus pequeños pecados, como le gustaba llamar a los vicios que plagaban su estilo de vida. Aunque no cedía ante ellos siempre. Tenía esos extraños períodos en los que no salía de la cama porque todo le parecía monótono y predecible. En esos días se convertía en el modelo de la seriedad, pero la mayor parte del tiempo amaba entregarse a su vida social.

Yo no podía detestar más todo aquello. Si pudiera elegir, llevaría todos mis asuntos desde casa, sin tener que tolerar a la gente en general. Eran un incordio casi siempre. Incluso las mujeres, que serían la perdición de Saint sin lugar a duda, me hartaban demasiado rápido. Todas querían ser la que lograra llegar al interior del último Vasnetsov, pero ninguna era lo suficientemente interesante como para que lograran hallar mis grietas.

O quizás una sí.

—Irina está aquí —anunció Roy a mi espalda.

Cuadré los hombros, encontrándome con la mirada del alemán mientras se sentaba a mi lado libre. Su postura lucía casi tan tensa como la mía. Irina Malikov significaba problemas allá donde fuera, y todos lo sabían. Aunque la chica me agradaba, no me hacía gracia el afán de su padre de comprometerme con ella como excusa de unir las familias y toda esa basura del legado ruso puro.

Dimitri Malikov era el Pakhan del clan que operaba en Brooklyn, y jefe superior de todas las operaciones de la Bratva en Estados Unidos. El viejo había asesinado a la mitad de las familias influyentes para llegar al liderazgo, pero nunca pudo con mi padre, y tampoco podría conmigo. Teníamos un acuerdo, los Malikov manejaban América, yo manejaba Rusia, pero Dimitri odiaba cada una de mis decisiones. Me llamó por teléfono para darme todo un discurso sobre como estaba manchando el legado de sangre pura al nombrar a Shelsie mi Sovietnik y a Jerek brigadier, ambos alemanes. No podía importarme menos, pero me veía obligado a soportar sus quejas constantes hasta que alguien acabara con él. Con suerte sería la propia Irina, o su hermano Drei.

—¿Sabe que yo también? —pregunté.

—No lo creo —Roy se abrió la chaqueta del traje—, pero puedo verla desde aquí.

Me incliné en el asiento para ver mejor hacia el piso de abajo. No tardé más de un segundo en identificar a la pelirroja paseándose de un extremo del club al otro, con el guardia de mirada hosca que siempre la seguía. Quizás era el vestido blanco que resaltaba en las luces neones, o la belleza que adornaba cada uno de sus rasgos, pero atraía miradas a su paso. Incluso Saint se apartó de la morena con disimulo para darle un vistazo.

Roy no le dedicó más de dos segundos de su atención. Él era el punto medio entre el desbordante libertinaje de Saint y mi desolado aburrimiento. Roy Axelsson era una especie retorcida de idealista, bajo la fama del Rey Demonio de Imperio, el hombre tenía esa loca fantasía de encontrar a su alma gemela, o algo así. Su idea de amor a primera vista nos había servido para burlarnos de él por meses. El cabrón era un maldito exigente, podría tener en frente a la mujer perfecta y aun así le hallaría un pero, diciendo que no era la indicada. Y la neutralidad en su rostro mostraba que Irina definitivamente no lo era.

La cabellera roja se perdió de mi vista cuando se acercó a la barra. Consideré la posibilidad de acercarme a saludar luego, solo para que llegara a oídos de su hermano y molestarlo un poco, pero el impulso que generalmente me infundía mi rivalidad con Drei murió al instante. No tenía ánimos para ello, o para nada más que no fuera tomar mi avión de vuelta a Moscú.

—Lo siento, linda —dijo Saint, despidiendo a la morena en su regazo—, pero tenemos asuntos de trabajo que discutir.

La chica puso un puchero, pero asintió y se marchó. Saint se acomodó en el sofá, alcanzando su vaso de wiski olvidado en la mesa frente a nosotros.

—¿Cómo va todo el desastre en Inglaterra? —preguntó, pasándose una mano por el cabello oscuro en un inútil intento de acomodarlo.

—Me ocupo —respondió Roy—, Brandom y yo estamos en eso.

Asentí. Brandom, el emperador de Alemania Oeste, era un tipo responsable, sin duda un rasgo que adquirió de su parentesco con Roy. Inglaterra estaba siendo un campo de guerra desde que teníamos la plaza de emperador vacante. La heredera se negaba a tomar el puesto y eso se estaba volviendo un maldito problema. Agradecía que Roy se estuviera ocupando de ello, tenía suficiente en mi plato con el tema de Eden.

—¿Qué tal va la mujer de Ignatius? —preguntó Roy, como si pudiera leerme la mente.

—Aceptó tomar el cargo y está aprendiendo sus responsabilidades.

—Como si tuviera otra opción —murmuró Saint—, espero que no la estés torturando para hacerla entrar en razón.

Torturarla no era exactamente lo que estaba pasando por mi cabeza. O quizás sí. Un tipo de tortura de la que me encargaría que ella disfrutara.

Demonios. Ya estaba en lo mismo.

—Por Ignatius —dijo Roy, levantando su trago en el aire.

—Por Ignatius —repetimos Saint y yo al unísono.

El vodka me dejó un gusto amargo en la garganta. Nada relacionado con su sabor, y todo que ver con el sentimiento de culpabilidad que me invadía al evocar ciertos inocentes ojos azules en mi mente. 

Reina de Diamantes [PD#1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora