Capítulo 2 - El emperador

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Eden

Me sentí pequeña, frágil e insegura, como nunca en mi vida. Bajo el centro de su atención sentí la necesidad de bajar la mirada y dar un paso atrás, pero no lo hice. Estaba congelada, mis pies estaban clavados a la alfombra del suelo y mi mirada perdida en el glacial de sus ojos; no podía ni respirar con total libertad, presa de algo más que miedo, algo que aún no descifraba por completo.

—¿Estás bien? —preguntó de repente. El tono profundo de su voz tampoco ayudaba a alejar mi nerviosismo. Mi idioma natal se deslizaba con gracia en sus labios, haciéndolo suyo con cada fluida palabra. El francés se le daba demasiado bien.

—Sí —contesté con dificultad, luchando enormemente para no tartamudear.

—Estás temblando —dijo.

Mi mirada se deslizó a mis manos y, efectivamente, un ligero temblor las sacudía.

—Tus enviados asesinaron a dos personas frente a mí —alegué como excusa.

Nikolái sonrió. Sus comisuras se elevaron ínfimamente en lo que reconocí como orgullo, aunque el gesto fue tan efímero que no podría afirmarlo con certeza.

—Te acostumbrarás —se limitó a contestar.

¿Acostumbrarme? ¿Acaso era una maldita broma?

—¿Quieres tomar asiento? —ofreció, indicando un sofá de tres plazas en una esquina de la habitación.

Asentí despacio y le seguí hasta el mueble, tomando un extremo y él el otro. Mantuve las manos unidas en mi regazo y la vista fija en ellas, con los nervios taladrándome el pecho.

—Eden —murmuró—. ¿Sabes por qué te están siguiendo?

—La llave —dije, levantando la vista al fin—. Pero no entiendo por qué tanto revuelo por una simple llave.

Nikolái asintió y se acarició la barba incipiente que le decoraba la mandíbula. Era del mismo rubio oscuro de su cabello y le daba un aspecto serio y varonil. Se acercó un poco hacia mí, unos escasos centímetros.

—La llave que guardas es la llave de Francia. No es la llave en sí lo valioso, sino lo que representa —explicó con calma—. Supongo que no sabes nada de Imperio tampoco.

—No —admití—, y sinceramente no me emociona saber.

—Lo lamento, Eden —murmuró, endureciendo las facciones que hasta ese momento se habían mantenido ligeramente amenas—, pero el conocimiento será lo que te mantendrá con vida.

Lo observé, cuadrando los hombros, dispuesta a escuchar lo que tuviera para decir.

—Imperio es una organización de talla mundial, la más grande de todas —explicó—. Está formada por dieciséis emperadores, los líderes de sus respectivas naciones. Cada líder lleva una llave al cuello, como la representación de su poder y autoridad, no solo en su tierra natal, sino en cada país que pise.

Me observó unos segundos, como si buscara cerciorarse de que entendí la información y que podía continuar.

—Las llaves generalmente pasan de generación en generación —explicó—, pero ha habido casos en los que las heredan las esposas de los emperadores, las emperatrices.

—Ignatius nunca tuvo hijos —murmuré, entendiendo al fin el peso que llevaba atado al cuello.

—Eres su heredera universal —murmuró Nikolái, observándome—. Ahora tú eres la emperatriz de Francia.

—¿Por eso quieren asesinarme?

—Los emperadores gozamos de inmunidad una vez somos reconocidos ante Imperio y nos permiten llevar la llave —dijo—. Eso ocurre en las reuniones anuales. Hasta que no seas aprobada por los otros miembros no eres una emperatriz, al menos no una con todos los privilegios —tomó una pausa y exhaló—. Si alguien llegara a asesinarte y obtener la llave podría presentarse ante la junta de Imperio y, si es aceptado, convertirse en el nuevo líder de Francia.

Reina de Diamantes [PD#1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora