Una guardia seria y distante protege al joven rey, quien, a pesar de su frialdad y del peligro, se esfuerza por ganarse su corazón. En un mundo que los separa, él arriesga todo por un amor que desafía el miedo y la soledad.
[Arthur x OC] [Nanatsu no...
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Elina se despidió de la tierra de las druidas, sintiendo como si una parte de su alma hubiera quedado atrapada allí, junto con su poder sellado. A medida que se adentraba en el denso bosque que separaba el territorio druídico del mundo humano, el peso de la soledad y la pérdida se asentaba en su pecho. Los árboles, altos y retorcidos, parecían observarla con sus ramas nudosas, extendiéndose como manos que intentaban aferrarla y retenerla en aquel lugar que alguna vez la protegió. Era como si la naturaleza misma quisiera persuadirla de no seguir adelante, de no abandonar ese refugio. Pero Elina no podía permitirse quedarse; su destino estaba más allá, en un mundo que la esperaba con la misma incertidumbre que ella sentía.
El bosque no iba a ponérselo fácil, parecía casi personal. Cada paso que daba, el lugar se volvía más hostil, como si quisiera obligarla a quedarse. Las ramas se estiraban como manos inquietas, rozándole la cabeza y el rostro, soltando pequeños golpes inesperados, como si los árboles mismos se burlaran de su apuro. Las raíces y piedras, que antes no estaban ahí, parecían aparecer de la nada justo en su camino, haciéndola tropezar una y otra vez. Era como si el bosque estuviera jugando una broma pesada, impidiéndole avanzar.
—¡Oh, vamos! ¡Déjenme ir! No aguanto un minuto más en este lugar lleno de locas! —gritó Elina, frustrada, mientras se limpiaba la tierra del rostro y el polvo de su ropa, tras haber caído de bruces contra el suelo como una principiante. Su orgullo dolía tanto como sus rodillas raspadas, pero más que eso, era la sensación de estar atrapada la que la tenía al borde de los nervios.
Elina se levantó tambaleante, tirando una patada a una piedra que bloqueaba su camino, solo para casi perder el equilibrio de nuevo. Lo que menos quería en esos momentos era ser juguete de un maldito bosque. Maldijo por lo bajo, mirando al cielo que apenas se veía entre las ramas, como si quisiera gritarle al bosque entero. Sabía que no eran las druidas quienes hacían esto, sino el propio lugar, esa especie de entidad viva que parecía querer mantenerla atrapada. Estaba claro: el bosque no quería soltarla, y Elina no podía soportar ni un segundo más de esa guerra silenciosa contra la naturaleza misma.
El aire estaba cargado de una humedad espesa que se aferraba a su piel, impregnando sus sentidos con el olor a tierra mojada y hojas en descomposición. Elina, luego de arreglarse y levantarse de su humillación, se encogió un poco más en su capa, sintiendo un frío que no solo provenía del bosque, sino también de la ausencia de su poder. Sin su conexión con el fuego, cada soplo de viento la hacía sentir más pequeña, más humana y vulnerable que nunca. El calor que antes la reconfortaba y protegía ahora era solo un recuerdo distante. Cada brisa helada que se colaba entre los árboles la hacía estremecer, y ese leve temblor en su cuerpo le recordaba lo frágil que se había vuelto.
En toda su vida, Elina jamás había lidiado con enfermedades graves ni siquiera con un simple resfriado. Su cuerpo siempre estaba lo suficientemente caliente gracias a su poder, como si llevara una fogata interna que la mantenía bien protegida de cualquier virus o bacteria. ¿Tos, fiebre, dolor de garganta? Esas cosas eran mitos para ella y solo para gente débil. Pero ahora, sin su poder, se sentía tan frágil como un palito seco a punto de romperse. Sabía que sin su calor elemental, sus defensas eran tan débiles como las de cualquier humano común y corriente.