El día que todo cambió

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Me levanto de golpe en cuanto el molesto pitido del despertador rompe el silencio de la mañana. Las 6:30 de la mañana, como todos los días. Parpadeo un par de veces, todavía con los ojos pesados por el sueño, mientras me tomo un segundo para procesar la realidad. Afuera, el sonido constante de la lluvia contra la ventana me recuerda que estoy en Forks, como siempre. El cielo, aunque no puedo verlo desde mi cama, probablemente está cubierto de ese gris perpetuo que ya se ha convertido en mi paisaje cotidiano.

Sacudo la cabeza, eliminando cualquier deseo de quedarme bajo las mantas. Me deshago de ellas rápidamente y me obligo a salir de la cama. El aire frío de la mañana me golpea de inmediato, haciéndome estremecer, pero no es algo nuevo para mí. Forks es frío, siempre lo ha sido. Mis pies tocan el suelo de madera, que cruje ligeramente bajo mi peso.

Camino hacia el baño, con los ojos aún entrecerrados, dejando que la rutina tome el control. Entro y, casi automáticamente, giro la llave de la ducha. El vapor empieza a llenar el pequeño espacio mientras el agua caliente cae en cascada, invitándome a sacudirme la pereza matutina. Me meto bajo el chorro, y el agua tibia, casi caliente, se desliza por mi piel, llevándose consigo cualquier resto de sueño. Me quedo un rato más de lo que debería, disfrutando de la sensación de estar completamente despierta, despejada. Este es uno de los pocos momentos en que mi mente está en blanco, sin preocupaciones.

Al salir de la ducha, tomo una toalla y me seco rápidamente. El espejo está empañado, pero no me molesto en limpiarlo. Conozco mi propio reflejo demasiado bien como para necesitarlo ahora. Me cambio, elijo mi ropa del día: algo cómodo pero abrigado, típico de Forks. Un suéter oscuro y jeans que combinen. Mi cabello aún húmedo cae sobre mis hombros, y me lo dejo suelto sin mucho esfuerzo. No tengo prisa por impresionar a nadie. Hoy es solo otro día, después de todo.

Cuando regreso a mi habitación, mi mochila me espera, fiel, en la esquina de la mesa donde la dejé la noche anterior. Me aseguro de que todo esté en su lugar, cuelgo la correa sobre mi hombro y, antes de salir, echo un vistazo rápido por la ventana. Afuera, el mundo sigue como siempre: el cielo gris, la ligera niebla que cubre los árboles al borde del bosque, las gotas de lluvia que golpean con suavidad el vidrio. Todo parece tan tranquilo, tan... normal.

Agarro un abrigo del perchero al lado de la puerta. Es grueso, suficiente para mantenerme abrigada en el frío húmedo que me espera afuera. Las escaleras crujen ligeramente bajo mis pies mientras bajo hacia la cocina, el aroma a café flota en el aire. En cuanto entro, veo lo que Charlie me dejó en la mesa: un plato cubierto con una bandeja metálica. Me acerco y levanto la tapa, revelando las tostadas francesas perfectamente doradas, una manzana verde brillante a un lado y una taza de café que todavía está caliente. Todo se ve simple pero reconfortante, exactamente lo que necesito para comenzar el día.

Al lado del desayuno, está una nota de Charlie, escrita con esa caligrafía rápida y desordenada que tiene cuando está apurado:
"Tuve que irme temprano. Ten un buen día. Te amo."

Siento una calidez en el pecho mientras leo esas palabras. Charlie no es el más expresivo cuando se trata de emociones, pero siempre encuentra pequeñas maneras de demostrarme lo importante que soy para él.

Me siento en la mesa, colocándome cómodamente, y enciendo la televisión que está en la sala, aunque no presto mucha atención a lo que dan. Las noticias locales, probablemente, pero el sonido de fondo es suficiente para acompañarme mientras disfruto de mi desayuno. Las tostadas francesas están deliciosas, y el café, aunque no tan fuerte como me gustaría, me despierta lo suficiente. Tomo un mordisco de la manzana verde.

El tiempo parece detenerse en este momento, y me permito disfrutar de la calma antes de que el día realmente comience. Estoy sola, pero no me siento solitaria. Este es mi pequeño ritual, y lo aprecio.

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