Me importas más de lo que te imaginas

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El día había avanzado y, afortunadamente, mi fiebre había desaparecido por completo. La sensación de calor sofocante había sido reemplazada por un cansancio general, pero al menos ya no sentía que mi cuerpo estaba siendo devorado por el fuego. Me encontraba en una habitación más tranquila y privada ahora, tumbada en una cama bastante cómoda. Las luces fluorescentes del hospital ya no me resultaban tan molestas, y el sonido de la maquinaria a mi alrededor era casi un alivio: señales claras de que lo peor había pasado. El único rastro que quedaba de mi malestar era una leve debilidad y la sequedad en mi garganta.

Me recosté en la almohada, tratando de relajarme mientras pensaba en todo lo que había sucedido. El hospital estaba más calmado ahora, el bullicio de la sala de urgencias quedaba lejos. A mi lado, una pequeña bandeja contenía los restos de la comida ligera que una amable enfermera me había traído más temprano, justo después de que la fiebre comenzara a ceder. Habían sido un par de galletas y algo de gelatina, pero al menos había conseguido mantenerla en mi estómago, lo que ya era un triunfo.

De repente, la puerta de la habitación se abrió, y Charlie entró, aún con su uniforme de policía. A pesar de las horas que habían pasado desde que llegamos, su aspecto seguía siendo impecable: la camisa de botones azul marino ajustada a su cuerpo, la placa brillante colgando del cinturón, y las botas perfectamente pulidas. Pero su expresión lo delataba. Podía ver la tensión en su rostro, las ligeras líneas en su frente que solo se acentuaban cuando estaba preocupado. Claramente, no había estado relajado en ningún momento desde que llegamos al hospital.

—Papá —le dije suavemente, sonriendo para tranquilizarlo—, ya estoy mejor. La fiebre se fue. No tienes que seguir preocupándote.

Charlie dejó escapar un suspiro y caminó hasta la silla que estaba junto a la cama. Se sentó con pesadez, como si el peso del mundo descansara en sus hombros. Lo observé mientras se pasaba una mano por el cabello, que ya empezaba a mostrar señales de canas.

—Me alegra que te sientas mejor, cielo —dijo, pero su voz no tenía el tono relajado que esperaba escuchar. En su lugar, sonaba más serio—. Acabo de llamar a la comisaría. Les avisé que no voy a ir hoy.

Eso me sorprendió. Enderecé mi postura en la cama, y aunque me sentía agradecida por su apoyo, sabía que Charlie no era el tipo de persona que se ausentaba del trabajo a la ligera.

—Papá, no es necesario que hagas eso —dije rápidamente, tratando de sonar razonable—. De verdad, estoy bien. El doctor Cullen ya lo dijo. Solo me van a poner algunos medicamentos, y luego podremos irnos a casa. No hace falta que faltes al trabajo por esto.

Charlie me miró con una mezcla de afecto y terquedad, esa mirada que sabía tan bien que no significaba nada bueno.

—No me sentiría tranquilo dejando que te quedes aquí sola, aunque estés mejor —respondió, su voz más firme—. Además, ya hablé con Renée.

El simple hecho de escuchar el nombre de mi madre hizo que el estómago se me encogiera. Mi reacción fue instantánea, y me incorporé un poco más en la cama, mirándolo con incredulidad.

—¿Hablaste con mamá? —pregunté, sintiendo cómo una oleada de nerviosismo se apoderaba de mí—. ¿Por qué hiciste eso? ¡No tenías que llamarla!

Charlie se encogió de hombros, como si la decisión hubiera sido lo más natural del mundo. Pero para mí, no lo era. Hablar con Renée era abrir la puerta a todo tipo de problemas y, sobre todo, dramatizaciones.

—Evelyn, es tu madre —dijo, como si esa fuera la única explicación necesaria—. Tenía que saberlo. Si yo no pudiera estar aquí por cualquier motivo, ella debería estar al tanto. Además, sabe cómo cuidarte mejor que nadie.

Tentación in-mortalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora