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Sótano de la casa de Mónica. 20 minutos después.


Recuerdo los primeros días en la mansión, tiempo antes de ir a la escuela de monjas: la mayoría del tiempo me la pasaba llorando en mi solitaria habitación, donde antes dormía con mi madre. Ella, semanas luego de la noticia de mi embarazo, me dijo que se iba a marchar durante un tiempo, jamás me dijo por qué ni adonde, pero que tenía que quedarme en la mansión con el padre de mi bebé.

En realidad, jamás pasé tiempo con Manolo en esos primeros días, sino con la decana y Alana, la hermana de Manolo. Ellas fueron las razones de mis pesadillas, hubo un momento en concreto donde intenté comunicarle a la decana que Alana se estaba llevando mis calcetines, y solo por eso, la decana me formó un escándalo y me llamó sucia mentirosa, ¿cómo me atrevía a llamar a su hija ladrona?

Todos los días me lamentaba a mí misma, queriendo volver al día que llegué a la mansión y conocí a Manolo, si tan solo lo hubiera ignorado...

En la mansión yo era amiga de los empleados, sobre todo del mayordomo de la decana, el señor Jeff, quien se encargaba de darme comida y me cuidaba el embarazo. Él siempre se preocupaba por mí, todos los días me cuidaba incondicionalmente y me regalaba una sonrisa, hasta que la decana lo descubrió ayudándome a cargar unas bolsas de ropa sucia y enfureció.

Despidió a Jeff y él tuvo que marcharse. No se despidió de mí, quizá porque por mi culpa perdió su empleo, y estaba tan enojado conmigo que olvidó la amabilidad con la que me trataba. Esa era una razón más para encaramarse a la esquina y llorar, justo como estoy haciendo ahora mismo, sintiendo un deja vú increíblemente horrible.

En el sótano de la casa de mi mejor amiga, encerrada con la cadera adolorida, la cabeza vibrándome y las manos magulladas. Jamás, ni siquiera con Manolo, me vi a mí misma en este estado. El sótano es apenas iluminado por un bombillo colgando del techo, todo está lleno de chatarra inútil, ruecas, bolsas con palos de golf abollados y oxidados, repuestos de carros y más chatarra. Hay una pequeña ventana sobre mí, gracias a ella pude saber que está lloviendo y que la policía aun no ha llegado, ¿pero cuánto tiempo tardarían?

Para entonces, quizá yo ya vaya con dirección a la cárcel, mi hija sino a un orfanato, iría a la casa de la decana, pasaría el mismo sufrimiento que yo. No, no puedo dejar que eso pase, tengo que salir de aquí.

Me levanto aguantando el dolor. Miro a mi alrededor, si aunque sea pudiera abrir esa ventanita... pero está sellada, y ni aunque pudiera abrirla yo no cabría por ese huequecito. Tiene que haber otra forma, ¿pero cuál?

Pateo todo el sótano, en busca de algo, lo que sea, agarro un palo abollado de golf y pienso en romper el picaporte de la puerta, ¿pero entonces qué? ¿Qué hago con Damián? No soy más fuerte que él. Tiene que haber otra forma.

Subo las escaleras, pego el oído a la puerta y no paro de oír pasos. Solo por intentarlo, trato de girar el picaporte, pero está trabado.

─Ya, me lo imaginaba ─murmuro pateando la puerta.

Estoy por girarme, cuando de pronto escucho la puerta abrirse a mis espaldas y me devuelvo. Mónica está con una chaqueta negra encima, con una mochila y con Kailani al lado.

─¡Mami! ─chilla la niña yendo a abrazarme.

─Mi amor ─lloro abrazándola, miro a Mónica─. Gracias Mónica.

─No tenemos tiempo ─dice dándome mi bolsa─. Tenemos que salir de la isla. Hablé con un amigo mío que tiene un albergue en Caracas, él nos recibirá allá.

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