Capítulo uno

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La imagen en la pantalla atrapaba la vista de todos los presentes en la fría sala, Sergio y Max observaban en silencio, sus manos entrelazadas. La doctora movía la sonda con delicadeza, su rostro impasible. Los segundos se convertían en minutos, y la tensión en el ambiente aumentaba tras el pasar de los minutos. Max sentía su corazón latir con fuerza en su pecho. Sergio, en cambio, parecía haberse quedado petrificado, sus ojos fijos en la pantalla.

Los minutos parecían ser cómo una eternidad. Max sentía su corazón martillear en su pecho, cada latido como un recordatorio del miedo que intentaba contener. Lejos de moverse, Sergio permanecía rígido, como si estuviera contenido dentro de una burbuja que lo mantenía alejado de la realidad, sus ojos clavados en la pantalla, buscando desesperadamente una señal de esperanza.
Finalmente, la doctora retiró la sonda con un suspiro apenas audible. —Bueno, chicos…— comenzó, su voz suave pero cargada de una gravedad implícita. Max notó cómo un nudo se formaba en su garganta, haciendo que cada respiración se sintiera más pesada que la anterior. Sergio cerró los ojos con fuerza, como si al no ver, pudiera detener el dolor de lo inevitable. —No hay presencia de algún saco gestacional—, continuó la doctora, rompiendo el silencio como un cristal al caer.

El aire en la sala pareció desaparecer, dejando solo el eco de esas palabras flotando. Las piernas de Max se volvieron débiles, como si el suelo se estuviera desmoronando bajo él. A su lado, Sergio apretaba su mano con fuerza, tanto que dolía, pero Max no soltó. Ese pequeño gesto era lo único que les mantenía unidos en ese momento. Ninguno estaba listo para enfrentarse al hecho de que, una vez más, el destino les había les decía que no.

La sala de consulta estaba iluminada por la suave luz de la tarde que se filtraba por las persianas, se sentía íntimo, pero todavía muy lejano a ellos, el aire aún estaba cargado de tensión. El pelinegro tenía los ojos rojos como huella clara de su llanto reciente, sentado en la silla frente al escritorio de la doctora, su cuerpo inclinado ligeramente hacia adelante, como si aún estuviera tratando de recuperar el equilibrio emocional. Max, a su lado, estaba más o menos igual, su imagen normalmente pulcra ahora lucía muy desarreglada, su cabello era un desastre, como si se hubiera pasado las manos por el pelo en exceso, y su camisa arrugada, marcada por el lugar donde Sergio se había aferrado a él minutos antes.

La doctora, una mujer de rostro sereno, pero ojos comprensivos, les había dado un momento para calmarse y consolarse mutuamente. Ahora, de vuelta en su consultorio, los miraba con una mezcla de profesionalismo y compasión. —Sé que esto es difícil—, comenzó, su tono suave pero directo. —Era un resultado que sabíamos que era muy posible—. Dejó que esas palabras se asentaran en el aire, permitiendo que el peso de la realidad se sintiera, pero sin sobrecargar la conversación.

Max apretó los labios, tragando el nudo que le seguía presionando la garganta desde la sala anterior. Sabían que la doctora tenía razón; lo habían hablado antes. Pero escuchar esas palabras, en ese momento, era como recibir un golpe que nunca dejas de esperar, pero que igual duele.

— Las probabilidades de éxito siempre han sido muy bajas, —continuó la doctora con tacto. — Sergio, ya sabes que el problema de implantación es una barrera muy seria, además, el último del recuento de tus ovocitos, es casi nulo. Sé lo duro que esto es, y por eso les digo que deben pensar bien su próximo paso—. Sergio asintió lentamente, pero sus ojos reflejaban una determinación inquebrantable, una mezcla de dolor y resolución. —Quiero intentarlo de nuevo, — dijo con una voz ronca todavía, levantando la mirada hacia Max y luego hacia la doctora. —Pero esta vez, con una sustituta. Ya lo hemos hablado, Max y yo... esto es algo que puedo hacer. 

Max, sin poder contenerse, lo interrumpió. —Tal vez deberíamos tomarnos un descanso. Pensarlo mejor, un poco más. — Sus palabras eran más una súplica que una sugerencia. La preocupación por el bienestar de su esposo estaba por encima de su propio deseo de ser padre en ese momento. Checo ya había pasado por demasiado, después de todo.

La doctora, tratando de ser mediadora, asintió. —Tu esposo tiene un punto válido, Sergio. Tomarse un tiempo para procesar esto no es una mala idea. Han pasado por muchas pérdidas, y ambos necesitan asegurarse de que estén emocionalmente preparados para el próximo paso. Además, si les quiero sugerir ver a alguien, un terapeuta especializado en casos como el suyo, que pueda ayudarlos como pareja. Todo el estrés por el que han pasado no debe ser subestimado, sobre todo para ti, Sergio, que has sido quien ha llevado el peso físico y emocional de todo.

El Omega sacudió la cabeza con un gesto brusco, sus ojos ardían de frustración. — No necesito ningún tiempo—, replicó con vehemencia. —El tiempo es lo que se me está acabando. Mis posibilidades se desvanecen cuanto más tiempo pasa—. Sus palabras eran un grito desesperado por mantener la esperanza, un recordatorio del reloj biológico que sentía como una bomba de tiempo.

Max intentó alcanzarlo con su mirada, pero él ya estaba perdido en sus propios pensamientos. Sabía que Checo estaba agotado, pero su obstinación solo hacía que Max sintiera más miedo por lo que podría pasar si continuaban sin darle un respiro a sus emociones.

La doctora guardó silencio por un momento, dándoles espacio para procesar lo que acababa de decir el Omega. —Entiendo que sientas eso, Sergio— dijo finalmente, —pero también debes recordar que tu salud física y emocional son la prioridad ahora. Quiero que ambos lleguen a este proceso de la mejor manera posible, y a veces eso implica detenerse un momento para recuperarse.


El sonido suave de la puerta al cerrarse detrás de ellos marcó el regreso a su hogar. Max ayudó a su esposo a quitarse el abrigo, con cuidado, sin decir palabra, sabiendo que cualquier intento de conversación ahora sería como lanzar una piedra a un cristal a punto de romperse. La tristeza en los ojos de su omega le partía el alma. Con movimientos lentos y torpes, él se dejó guiar por el rubio hacia la habitación, donde el ambiente se sentía tan frío como la consulta de la doctora.

— Vamos a la cama, necesitas descansar, — susurró Max con una ternura cargada de preocupación. Checo no respondió, simplemente se dejó caer sobre el colchón, sus músculos pesados como si el agotamiento de sus intentos fallidos la hubiera arrastrado completamente. Max lo cubrió con las mantas y se inclinó para acomodarlas, asegurándose de que su cuerpo estuviera bien arropado.

— Voy a prepararte un poco de té, —dijo él en voz baja mientras se agachaba para besar su frente. — Deberías dormir un poco.
Checo apenas asintió, sin abrir los ojos. No quería más palabras de consuelo, no quería enfrentarse a más intentos fallidos de hacer que se sintiera mejor. Max salió de la habitación en silencio, cerrando la puerta suavemente detrás de él.

Tan pronto como quedó solo, se giró sobre su costado y abrazó la almohada de su Alfa. Hundió el rostro en el tejido suave y dejó que las lágrimas fluyeran otra vez, empapando la tela. Sollozaba en silencio, mordiendo su labio para no emitir sonido alguno. Su pecho subía y bajaba al compás de un dolor que parecía no tener fin, una mezcla de frustración, pérdida y miedo.

Max regresó unos minutos después con una taza de té humeante entre las manos. Al ver al pelinegro abrazado a su almohada, con el rostro escondido, supo que había estado llorando de nuevo. No dijo nada.

Simplemente dejó la taza en la mesita de noche y se acomodo detrás de él, envolviendo su cuerpo en el suyo, protegiéndolo en un abrazo que deseaba fuera suficiente para aliviar el dolor. Sus brazos se cerraron alrededor del omega con la suavidad de quien quiere sostener algo que ya está roto.

Checo habló en un susurro, su voz ronca por el llanto. —Deberías volver al trabajo...—
— No quiero dejarte solo— respondió el rubio, apretando su abrazo un poco más, como si el contacto físico pudiera borrar el vacío que sentía checo por dentro.
El omega cerró los ojos con fuerza, luchando contra otro torrente de lágrimas. —Vete, por favor. Quiero estar solo.

Max sintió como una daga atravesaba su corazón al escuchar esas palabras, pero sabía que Checo no lo decía para hacerlo sentir mal. Entendía que necesitaba su espacio, pero la idea de dejarlo sola en un momento tan oscuro lo aterraba. —Está bien, —murmuró, besando su sien suavemente antes de deslizarse fuera de la cama.

Max se levantó con cuidado, asegurándose de no hacer ruido. Caminó hasta la puerta, pero no la cruzó. Se quedó allí un instante, observando a Checo mientras se acurrucaba aún más en su lugar. No podía irse. No podía abandonarlo en su dolor, aunque él se lo pidiera. Así que, en lugar de irse al trabajo, bajó las escaleras hasta la sala y se dejó caer en el sofá, dejando su cabeza descansar en las manos.

Se quedaría. Aunque no estuviera junto a su omega en ese momento, no lo dejaría solo. No ahora. No después de todo lo que habían pasado.



Checo caminaba a través del centro comercial, sintiendo el eco de sus pasos resonar en sus pensamientos mientras Fernando charlaba animadamente a su lado. Él había insistido en sacarlo de casa, en "sacarlo del agujero", como le había dicho con su tono despreocupado. Fer sabía que Checo estaba pasando por un momento difícil, pero, como siempre, intentaba manejarlo de una manera que no fuera tan pesada para él.

“Hace tiempo que no salimos los dos solos,” había dicho el omega mayor esa mañana. “Como en los viejos tiempos, ¿te acuerdas?”
Y aunque Checo no tenía energía para discutir, en el fondo agradecía el esfuerzo.
Habían comenzado el día con una partida de golf, algo que solían hacer juntos. Fernando había conseguido hacerlo sonreír un par de veces con su estilo de juego exagerado y sus bromas interminables. Luego, lo había llevado a almorzar a un restaurante japonés, donde Checo, para su sorpresa, había disfrutado de cada plato. Era un lugar nuevo que no conocía, y Fer se había asegurado de que cada detalle del día fuera exactamente lo que él necesitaba, aunque Checo aún no se lo admitiera del todo.

Mientras caminaban por el centro comercial, el pelinegro observaba los escaparates con una mirada distraída, aunque el esfuerzo del mayor por mantener la atmósfera ligera y divertida no pasaba desapercibido.

—¿Qué me dices de esto? —preguntó Fernando, señalando una camisa colorida y demasiado transparente expuesta en una vitrina. —Con esto te verías bien papacito esta noche.

Sergio rio ligeramente, su primera risa genuina en lo que parecía ser una eternidad. —No sé si estoy para eso ahora mismo, Fer.

Fernando se volvió hacia él, deteniéndose en seco. —Escucha, sé que no quieres estar aquí, pero ya que te he sacado de tu casa, por lo menos intenta disfrutarlo, ¿sí? La carrera va a estar genial, y después, quién sabe, tal vez encontremos algo interesante que hacer. Vamos a hacer lo que te haga sentir bien, hoy es para ti.

Checo suspiró, pero en lugar de protestar, tomó una bocanada de aire y sonrió débilmente. Fernando siempre había sido esa chispa en su vida, el amigo que nunca le dejaba caer del todo. Aun así, no podía evitar que su mente regresara a Max, a la consulta de la doctora hacía unos días, a todas las veces que su cuerpo le había fallado.

—Gracias, Fer, —dijo finalmente, tocando su brazo suavemente. —No sé qué haría sin ti.
Fernando lo observó con una sonrisa satisfecha. —Lo sé, soy una joya—, bromeó, dándole un suave empujón en el hombro antes de tomarlo de la mano para guiarlo hacia otra tienda. —Vamos, veamos si encontramos algo que de verdad te guste. Te prometo que te sacaré una sonrisa antes de que acabe el día.

Mientras paseaban por las tiendas, Fernando continuaba haciéndolo reír, contándole anécdotas absurdas de su vida y comentando sobre las prendas más extravagantes que encontraban. Al final del recorrido, Checo sentía que el día había pasado más rápido de lo que esperaba, y aunque el peso en su pecho seguía ahí, era menos asfixiante que antes.

—¿Qué opinas de esto? preguntó Fernando mientras levantaba una chaqueta de cuero negro de un perchero. —Definitivamente es más tú que la camisa.

Checo levantó una ceja, intentando no reír demasiado fuerte. —¿Por qué siempre intentas vestirme como si fuera a un desfile de moda?

Fernando sonrió de oreja a oreja. —Porque lo vales. Y esta noche lo vamos a demostrar.

El día aún no había terminado, y sabían que les quedaba la carrera callejera por la noche a la que Fernando había insistido que fueran, algo que Checo nunca había hecho, pero que, a pesar de su reticencia inicial, estaba comenzando a entusiasmarle. Quizás, pensó mientras examinaba la chaqueta que Fernando le mostró, no todo estaba perdido. Y mientras seguía caminando al lado de su amigo, empezaba a sentir, aunque fuera un pequeño rayo de luz, que la vida podía seguir avanzando.

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