PRÓLOGO

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Desde que los ataques terroristas comenzaron en 1980, los peruanos dejamos de conocer lo que significaba vivir en paz

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Desde que los ataques terroristas comenzaron en 1980, los peruanos dejamos de conocer lo que significaba vivir en paz. Las noches eran consumidas por el sonido distante de explosiones y los días, por el eco de la incertidumbre. Todos sabíamos que cualquiera podía ser el siguiente. Podías estar en tu casa, en la calle, en un mercado, y de repente, un coche bomba lo transformaría todo en un infierno. Nadie estaba a salvo, ni siquiera los niños, ni los ancianos, ni las madres, ni los soldados. El miedo nos envolvía como una sombra permanente, haciéndonos olvidar lo que significaba caminar sin mirar por encima del hombro.

Mi vida, al igual que la de muchos, estaba marcada por ese terror invisible. Yo, el general Francisco Ayala, había pasado mis últimos años luchando contra la violencia que amenazaba con destrozar nuestro país. Mis manos estaban teñidas con la sangre de la guerra, de compañeros caídos y de enemigos abatidos. Sabía lo que significaba vivir bajo una constante amenaza, pero nunca imaginé que esa amenaza llegaría a mi hogar.

El 6 de septiembre de 1980, ese día que todavía resuena en mi memoria como un martillo golpeando sobre un yunque, comencé la mañana como cualquier otra. Me despedí de Adela, mi esposa, con un beso en la mejilla y una sonrisa que intentaba disimular la tensión que siempre nos acompañaba. Ella, como siempre, intentaba tranquilizarme.

—Aquí, en la selva, estamos más seguros —me decía con una calidez en la voz que me hacía sentir, aunque fuera solo por un segundo, que las cosas podían estar bien.

Quise creerle. Quise aferrarme a esa pequeña chispa de esperanza que brillaba en su mirada. Después de todo, estábamos lejos de la capital, en una pequeña ciudad en medio de la vasta selva amazónica. Aquí, el ruido de los coches bombas y las emboscadas terroristas parecía un eco distante, como un mal sueño del que aún podíamos despertar. Pero esa ilusión frágil se desmoronó más rápido de lo que pude haber previsto.

Estaba en mi despacho en el cuartel cuando escuché los gritos y pasos apresurados que venían del pasillo. Mi instinto militar me dijo que algo grave había ocurrido. Los subalternos irrumpieron en mi oficina, agitados, con la mirada empañada por una mezcla de miedo y compasión que me hizo sentir un nudo en el estómago antes de que pronunciaran palabra.

—General, ha habido un ataque en su casa —dijo uno de ellos, con voz temblorosa.

El resto de las palabras se desvanecieron en el aire. No escuché más. Todo mi ser se movió por inercia. Corrí, atravesé los pasillos del cuartel como un hombre poseído por el terror. Los gritos y el caos a mi alrededor eran distantes, irreales. Mi mente estaba fijada en una sola idea: "Que no estuviera en casa, por favor. Que no estuviera en casa".

Mi esperanza se rompió cuando llegué a lo que quedaba de mi hogar. La estructura, antes sólida y cálida, estaba reducida a escombros humeantes. Los restos de lo que alguna vez fue mi refugio se desparramaban por el suelo, como si la misma tierra hubiera decidido devorar los últimos vestigios de mi vida anterior.

El silbido de la venganza [✓]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora