VI.

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El disparo en la distancia seguía resonando en mi mente mientras corría entre la maleza

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El disparo en la distancia seguía resonando en mi mente mientras corría entre la maleza. Mis pies apenas tocaban el suelo, impulsados por la pura adrenalina. El aire era cada vez más denso, pegajoso. Podía sentirlo en mis pulmones, como si cada bocanada de aire cargara el peso de la selva y sus secretos. El sonido del follaje aplastado bajo mis botas se mezclaba con los murmullos de la naturaleza, pero había algo que no encajaba.

Lo que había visto me perturbaba más de lo que quería admitir. Sabía que no era real, que lo que vi no podía ser más que una alucinación, una sombra creada por mi mente que aún no sanaba sus heridas. Pero aun así, había sentido su presencia, su mirada, como si la selva misma se hubiera alimentado de mis recuerdos más dolorosos para hacerme dudar de mi cordura. Cada rincón de mi ser sabía que estábamos caminando por un terreno peligroso, no solo físicamente, sino mentalmente. Era como si la selva estuviera viva, como si nos estuviera tentando, jugando con nosotros antes de devorarnos.

El maldito silbido volvió a escucharse, pero esta vez fue diferente. Era más profundo, más denso. No era solo un sonido; era una advertencia. Mi cuerpo reaccionó antes que mi mente, girando hacia el origen de aquel eco. Sentí el impulso de levantar mi arma, pero me detuve. Había algo más ahí. No era humano, no era animal. Pero era real. Sentí su presencia, un peso invisible que se apoderaba del ambiente, convirtiendo el espacio en algo hostil. No se trataba solo de Feliciano. Era algo más grande, algo más antiguo. Algo que había estado en la selva mucho antes de que nosotros llegáramos.

Este no era un enemigo que pudiéramos ver o rastrear fácilmente. Lo que nos estaba acechando no dejaba huellas visibles, pero sus pasos estaban grabados en la atmósfera, en el sonido del viento que parecía vibrar con una extraña melodía.

Mientras trataba de calmar mis nervios, apoyándome contra un árbol, los recuerdos se agolparon en mi mente. Volví a verme en aquel poblado en el Vraem, rodeado de cuerpos. Había algo en esa experiencia que nunca pude sacudirme.

—¡General! —La voz de Vargas me sacó de mi trance, llegándome como un eco entre las sombras. Cuando lo vi, su rostro estaba desencajado, pálido como si hubiera visto un fantasma.

—Debemos irnos, si no lo hacemos, será demasiado tarde —insistió, temblando como una hoja al viento. Sus ojos estaban llenos de pánico.

—¿Qué viste, Vargas? —pregunté, intentando mantener mi voz firme, aunque mi corazón latía desbocado.

—No lo sé, señor. Pero tenemos que irnos. Si nos quedamos, será demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde para qué? —insistí, aunque una parte de mí ya conocía la respuesta.

Antes de que pudiera responder, un crujido de ramas nos puso en alerta. Levanté el arma instintivamente y miré al frente. Allí, entre la espesura, estaba él. Feliciano. Delgado, con el cabello oscuro y grasiento, tal como lo recordaba de las fotos. Su figura se mezclaba con la sombra de la selva, como si fuera parte de ella.

El silbido de la venganza [✓]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora