III.

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Después de ese incidente, el resto de la noche fue un auténtico infierno

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Después de ese incidente, el resto de la noche fue un auténtico infierno. Luego del golpe y el silbido que oímos el silencio de la selva se volvía cada vez más opresivo a medida que pasaban las horas. No logramos escuchar nada, ni siquiera el chirrido de un grillo o el aullido de un mono en la distancia. Lo único que rompía la quietud era nuestra respiración, lenta y pesada, lo que provocaba que mi corazón latiera con fuerza, como si se hubiese instalado en mi garganta.

La selva tenía algo que no podía explicar, una energía densa que se me pegaba a la piel como una capa de sudor frío. Había una presencia latente en el aire, algo más que la oscuridad. Finalmente, la primera luz del amanecer fue como una especie de premio para nosotros, y pudimos dormir algo, aunque no lo suficiente. A eso de las diez, el jefe del pueblo vino a buscarme para conversar en privado. Lo seguí en silencio, pero no pude evitar notar las miradas de los habitantes mientras caminábamos. Todos me observaban con una mezcla de miedo y resignación, como si supieran algo que yo desconocía por completo.

—General, aquí es donde se le vio por última vez —dijo el jefe mientras desplegaba un mapa sobre la mesa—. Mis hombres encontraron su lancha. Lo ideal sería ir por el río, pero podrían verlos llegar, así que le propongo esta ruta.

Su dedo calloso siguió el camino rojo en el mapa, una línea serpenteante que atravesaba un mar de vegetación densa. Mientras lo escuchaba hablar, mi mente se perdía en la atmósfera pesada de la selva, aunque tal vez se debía más al cansancio que al lugar en sí. Sentía que todo a mi alrededor conspiraba para hacernos fallar.

—¿Qué más sabes de esa zona? —pregunté, manteniendo mi mirada fija en él.

El jefe me observó en silencio por un momento. Su rostro estaba marcado por los años y las experiencias, un hombre endurecido por la vida en este lugar. Sin embargo, había algo en su mirada que no podía ocultar: el miedo. No hacia mí, sino hacia lo que acechaba en la selva, hacia lo desconocido.

—Está lejos de aquí. A pie tardarán medio día si van rápido.

—Cuanto antes partamos, mejor —respondí.

—General, esa parte de la selva no es como las demás —dijo finalmente, bajando la voz como si temiera que alguien más lo oyera—. Hay historias... cosas que la gente ha visto y oído. Nadie se acerca allí después de anochecer. Feliciano debe saberlo; por eso se ha escondido ahí. No solo es difícil por la vegetación, sino por lo que podría haber en ese lugar.

—¿A qué te refieres? —lo interrumpí, un tanto irritado—. No quiero escuchar de nuevo la estúpida historia del Tunche.

—No son solo historias, general. Gente ha desaparecido en esa zona: cazadores, campesinos... incluso algunos narcotraficantes que solían operar allí nunca volvieron. Los pocos que regresaron no eran los mismos —hizo una pausa para tragar saliva antes de continuar—. Hablan de sombras que se mueven entre los árboles, de voces que llaman desde lo profundo de la selva. Algunos incluso dicen que han visto a sus seres queridos fallecidos en medio de la oscuridad, llamándolos y llevándolos a la muerte. Dicen que es el Tunche el que los reclama.

El silbido de la venganza [✓]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora