II.

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El sonido del motor del bote resonaba en mi cabeza, monótono, como un latido mecánico que se negaba a detenerse

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El sonido del motor del bote resonaba en mi cabeza, monótono, como un latido mecánico que se negaba a detenerse. No hablaba. No era necesario. Los cadetes a mi alrededor mantenían sus miradas fijas en la selva que nos rodeaba, esa inmensidad oscura que parecía devorarnos más a cada metro que avanzábamos río adentro. En el aire había una tensión palpable, pero no importaba.

Me perdí observando las hondas que se formaban por el movimiento del motor, y al igual que durante todo este maldito año, mi mente viajó a otra parte. Siempre regresaba una y otra vez a esa casa en ruinas. A su cuerpo. A la sangre seca en mis manos.

Feliciano. Ese hijo de puta. Ese maldito terruco había huido para esconderse en algún rincón de esta maldita selva creyendo que aquel atentado quedaría como uno más en la larga lista que sendero tenía, pero se había metido con la persona equivocada. Podía sentir que estaba cerca de encontrarlo, y en cuanto lo hiciera, suplicaría piedad. Lo haría pagar por cada segundo de sufrimiento que me había provocado.

—General, ¿cree que sea seguro acampar en Urrai? —preguntó uno de los cadetes.

Lo observé de reojo y bastó aquella dura mirada para que él volviera a cerrar la boca.

—No seas huevón —escucho que susurra su compañero—. Si no llegamos al pueblo anda a saber que cosa nos saldrá del agua.

—Acamparemos donde sea necesario —dije al fin, con la voz firme—. Prepárense para lo que venga.

Los cadetes asintieron, aunque podía ver el miedo en sus ojos. Eran jóvenes, demasiado jóvenes para lo que les esperaba, prácticamente habían sido sacados de las aulas de los cuarteles con prisa y ni siquiera conocían la verdadera cara del horror. Pero lastimosamente en la guerra, no hay tiempo para advertencias. Te lanzan al infierno y, si sobrevives, es porque te volviste más duro que el fuego que te rodea. Si no, te consumes. Así de simple.

A mi lado, Vargas, quien era el cadete más nervioso de todos, comenzó a removerse incómodo, podía distinguir como su fusil temblaba. Llevaba así desde el momento que zarpamos y supo nuestro destino.

El cadete Guerrero encendió las lamparillas de aceite, faltaban apenas unos cuantos minutos para llegar a Urrai, pero la espesura de los árboles nos restaba visibilidad con cada minuto que pasábamos sobre esta maldita lancha.

—General, disculpe que lo moleste —empezó, con la voz temblorosa—, pero... creo que deberíamos comenzar a fumar los cigarros. Está oscureciendo, y solo eso... logrará espantar al Tunche.

Según había escuchado a los demás, él era originario de Juanjui, era de hecho el único en este momento que conocía más acerca de la selva. Pero eso no impidió que frunciera el ceño luego de escucharlo. El tunche. Otra vez esa estúpida leyenda. Desde que pisamos San Martin los pobladores no habían dejado de advertirnos sobre ese supuesto espíritu que caza a los de mal corazón.

El silbido de la venganza [✓]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora