EPÍLOGO

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La habitación en la que me encontraba era pequeña y sombría

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La habitación en la que me encontraba era pequeña y sombría. A duras penas, los rayos del sol se filtraban a través de la única ventana, que permanecía medio cerrada. Mis codos reposaban sobre una vieja mesa de madera. La tenue luz de una lamparilla, situada a mi lado, era mi única compañía. El aire estaba denso, cargado con la humedad de la tarde y una presión invisible que hacía imposible relajarse.

Llevaba horas allí, esperando. Sabía que, tarde o temprano, tendría que contar lo que ocurrió en esa maldita selva. No había escapatoria, y menos cuando te conviertes en el único sobreviviente de una misión. ¿Pero cómo explicar lo inexplicable? ¿Cómo poner en palabras lo que vi sin que piensen que he perdido la razón?

La puerta de la habitación se abrió de golpe, con un rechinido agudo que me hizo estremecer. Entraron el general Carranza y el coronel López, el segundo cargando varios expedientes bajo el brazo. Ambos se movían con una frialdad militar que apenas ocultaba la sospecha que sentían hacia mí. Carranza tenía esa mirada endurecida por años de batalla, mientras que López, con su rostro impasible, ya había juzgado todo lo que iba a decir antes de que siquiera comenzara.

El coronel fue el primero en acercarse a la mesa. Sin decir una palabra, prendió la lamparilla que había a mi lado, intensificando la luz en la sala. El contraste con la penumbra hizo que mis ojos parpadearan para adaptarse. Ambos se sentaron frente a mí. El sonido de las sillas arrastrándose por el suelo me puso aún más nervioso.

—Empiece desde el principio, Vargas —ordenó Carranza, su voz grave como un martillo cayendo.

El coronel López comenzó a abrir los expedientes y los colocó sobre la mesa, justo frente a mí. Cuando vi las fotografías de mis compañeros muertos, me quedé sin aire. Las imágenes eran demasiado nítidas, como si la selva no hubiera terminado de reclamarme. Mis manos comenzaron a temblar. Al ver la fotografía del general Ayala, sentí que una parte de mí se rompía. Era imposible que fuera el único que regresó de esa misión. No podía ser real. Una parte de la selva, oscura y perversa, todavía me retenía. Podía sentirlo.

—Todo empezó como una misión rutinaria —mi voz salió más ronca de lo esperado, desgastada por la fatiga y el trauma—. El general Ayala nos informó que debíamos movilizarnos para capturar a Feliciano.

El general Carranza me cortó antes de que pudiera continuar.

—¿Qué órdenes les dio específicamente Ayala?

Tomé aire, intentando aclarar mis pensamientos. Todo se sentía borroso, difuso, como si las piezas no encajaran en la narrativa lógica que querían escuchar.

—Seguimiento y captura, mi general —respondí—. Nos dijo que había una orden directa del cuartel de capturar al líder guerrillero Feliciano. Debíamos movernos inmediatamente hacia San Martín.

El coronel López, con movimientos lentos y deliberados, tomó el expediente del general Ayala y lo colocó frente a mí. La palabra "Desacato" estaba estampada en rojo sobre el archivo. Mis ojos no podían apartarse de ese sello. ¿Cómo podía ser posible?

El silbido de la venganza [✓]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora