V.

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Avanzábamos con el corazón en un puño

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Avanzábamos con el corazón en un puño. Cada paso se sentía como una condena. El sonido del follaje aplastado bajo nuestras botas reverberaba en la quietud opresiva, y el murmullo nervioso del viento entre las hojas era lo único que rompía el silencio abrumador que nos rodeaba. La selva parecía haberse tragado al mundo entero, como si fuéramos los únicos seres vivos en kilómetros. Había algo siniestro en aquella calma, un vacío que pulsaba con una vida propia, una presencia oculta que no podíamos ver ni comprender. Sabía que no estábamos solos, pero lo que nos seguía se movía más allá de lo que los ojos podían captar. La atmósfera se volvía más densa a medida que avanzábamos, el aire tan espeso que daba la sensación de que estábamos atravesando un líquido oscuro y viscoso. Respirar costaba.

El sonido que había comenzado como un eco lejano, volvió a oírse. El silbido. Esta vez más cercano, más persistente. Me detuve en seco, levantando una mano para indicar a los demás que hicieran lo mismo. El sonido, agudo y perturbador, parecía perforar el ambiente como un dardo, y al mismo tiempo se clavaba en mis pensamientos, vibrando dentro de mi cráneo. Tenía algo de irreal, como si viniera de dentro de nosotros, una frecuencia que resonaba en lo más profundo de la mente.

—Ahí está de nuevo... —murmuró Camacho. Aunque estaba oscuro, podía notar la palidez de su rostro. Sus ojos, abiertos de par en par, reflejaban el miedo que todos sentíamos pero que ninguno quería admitir.

El Tunche. Era lo único en lo que podía pensar. No habíamos visto nada, no había pruebas concretas, pero los antiguos rumores de la selva estaban allí, encarnándose en cada latido de ese maldito silbido. Sabía que no era un simple sonido de la naturaleza. Era más que eso. Algo sobrenatural acechaba entre los árboles.

—Sigan avanzando —ordené, forzando mis palabras a salir con firmeza, aunque yo mismo ya no creía en ellas.

Mis hombres no se atrevieron a desafiar la orden, pero sus cuerpos delataban la creciente ansiedad. Con el silbido resonando en nuestras cabezas y la selva cerrándose alrededor, todo parecía tener un nuevo y aterrador significado.

Aceleramos el paso. Sentía un frío profundo en el pecho, no causado por el aire húmedo de la selva, sino por el miedo. ¿Cuánto más podríamos aguantar? Cada mirada que lanzaba a mis hombres me decía lo que ya sabía: no estábamos preparados para lo que fuera que nos estaba esperando. Las historias, esas que había desestimado como supersticiones y cuentos para asustar a los niños, empezaban a tomar una forma demasiado real. Nadie decía nada, pero todos lo sentíamos. Algo nos observaba, y no era humano.

Finalmente, entre las ramas retorcidas y la penumbra que ya había caído sobre la selva, divisé la base. No era más que un conjunto de estructuras desvencijadas, cubiertas por la vegetación, apenas visibles a través de la maleza. Sin embargo, representaba una pequeña esperanza de seguridad, un refugio temporal en medio de la oscuridad. Mi corazón latía con fuerza, no tanto por la carrera, sino por la creciente urgencia de salir de ese infierno verde. Mis hombres me siguieron sin dudarlo, como si el mero hecho de moverse les ofreciera algo a lo que aferrarse.

El silbido de la venganza [✓]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora