3. La Fiesta

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Eran pocas, pero importantes, las ocasiones en que Aziel Fell dejaba su hacienda y se iba a la casa que tenía en el centro del pueblo de San Rafael.

Su padre la había comprado poco después de adquirir el terreno para construir la hacienda, de modo que ahí vivieron por varios meses hasta que estuvo lista. Y esa propiedad, por supuesto, también había pasado a ser suya después del fallecimiento de sus padres. La ocupaba solo cuando tenía que hacer compras o trámites que le llevarían el día entero, o cuando necesitaba despejarse de los problemas que había en la hacienda, aunque ahora que estaba casado con su querido Antonio eso último era cada vez menos común.

Y es que, en palabras de su esposo, la casa del pueblo era horrible. Era más pequeña, con un feo color naranja y estaba en pleno centro, de modo que la calle en la que se encontraba era muy transitada. Por si acaso eso no era suficiente, los vecinos siempre le estaban buscando bronca a Antonio, aunque Aziel sabía en el fondo que no era por los buenos modos de su marido.

Por ello, le sorprendió mucho lo que pasó ese día.

—Voy a ir a la casa del pueblo —le anunció a Antonio.

Él estaba sentado en su mesa de alfarería, esa que estaba enfrente de su antigua casa de capataz, que todavía usaba de vez en cuando. El de cabello rojo levantó la mirada cuando escuchó eso, pero solo un segundo antes de regresar su atención a lo que hacía.

—¿Qué vas a hacer?

—Tengo que depositar unos cheques en el banco y pagar el recibo de la luz. Luego quiero pagar la renta del local en el mercado.

Antonio asintió. Parecía estar de acuerdo, hasta que de pronto un pensamiento se atravesó en su mente y entonces ladeó la cabeza, confundido.

—¿Ps qué día es hoy o qué?

—Sábado —respondió Aziel—. Con todas esas vueltas, yo creo que regresaré hasta el lunes.

Eso no le gustó a Antonio, o al menos eso dio a entender, porque de inmediato se puso de pie. No le importó que el jarrón que estaba haciendo se deformara de forma horrible, pues enseguida se limpió las manos con un trapo y tomó los papeles que Aziel cargaba en un sobre.

—Nel, yo voy.

—¿Perdón? —preguntó incrédulo—. Si siempre que te pido que vayas conmigo, me dices que me lleve a Eric o que vaya solo. ¿Qué te pasa?

—Ps' nada —respondió Antonio enseguida—. Nomás quiero hacerte un favor, ¿hay algún pedo o qué?

—No... solo se me hace raro viniendo de ti, nunca quieres ir al pueblo.

—Bueno... uno hace cosas por la gente que quiere, ¿qué no?

Aziel ya no supo qué decir. Confundido, se despidió de Antonio con un beso en los labios, casto y rápido, pues luego el más alto fue a donde estaban los peones y se llevó a Eric con él casi arrastrándolo del cuello de la camisa.

Esa fue una de las cosas extrañas que encendieron las alarmas del dueño de la hacienda Fell. Y es que, cuando regresó a la casa grande, no tuvo ya ningún otro pendiente más que revisar de nuevo las cuentas del mes. Se metió a su despacho, al que Antonio le había dado algo de vida con unas cuantas plantas, pero encontró que ahí fue más sencillo perderse en sus pensamientos que prestarles atención a los números que lo observaban en la hoja de cálculo electrónica.

No podía dejar de pensar en la expresión que puso Antonio. En cómo descuidó su preciado trabajo de alfarería —cosa que jamás hacía— con tal de ir al pueblo —cosa que odiaba—. Se preguntó si acaso lo que mencionó, sobre ir al mercado a pagar la renta, tenía algo que ver. No era secreto para nadie la rivalidad que existía entre su querido Jacinto y el dueño del mercado, Luciano. O Lucifer, como le decía todo el mundo. ¿Tal vez había ido él con tal de impedir que se encontraran? Aziel no olvidaba que, en el pasado, Luciano se le había insinuado varias veces y sin mucho disimulo. ¿Sería que Antonio todavía no superaba esos celos?

El Corazón del CenzontleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora