4. Las Heridas

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⚠️ADVERTENCIA DE CONTENIDO SENSIBLE: AUTOLESIONES⚠️

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Hay cosas que, para muchos, son difíciles de entender. Situaciones que bajo la mirada de unos tienen lógica y, en algunas ocasiones, son imposibles de evitar.

Para el joven Antonio J. Cuervo, por ejemplo, es la locura con la que ama al menor de los Fell. Un amor que le motiva a hacer ciertas cosas que, en sus cinco sentidos, seguramente no haría. Cosas como trabajar de Sol a Sol y de forma estable con tal de tener dinero para invitar a su amado, escribir poemas, o incluso pensar en llevarle serenata... Cosas que, en sus veintitrés años, jamás había hecho.

El sentido común —y mucha gente a su alrededor— le dice que no debe hacer ninguna de esas estupideces. No es solo porque ambos sean hombres, o porque su relación sea mal vista por la mayoría, o por la diferencia de edades, sino porque los padres de Aziel no aprueban a Antonio en lo más mínimo. El dueño de la hacienda lo considera un buen peón y la señora siempre le habla cuando lo necesita, pero nada más. No piensan en él como un futuro yerno y mucho menos como alguien que valga la pena para tenerlo dentro de la familia.

Cualquiera que tuviera dos dedos de frente se detendría entonces. Dejaría de perder su tiempo y se iría tras alguien con el que pudiera tener un futuro, pero Antonio no es de los que se dan por vencidos con tanta facilidad.

Así que esa noche, cuando sabe que la única en casa es la señora Fell en su silla de ruedas, no lo piensa mucho para subir hasta la habitación de su querido angelito una vez que la luna le da cobijo. No es la primera vez en que hace eso, desde luego, por lo que sube con facilidad hasta el balcón. Cuando ve la luz encendida a través de las elegantes cortinas, sonríe y da un par de suaves golpecitos a las puertas de cristal.

Pero nada pasa.

Decide esperar un poco y, al darse cuenta de que Aziel no lo escucha, decide usar ese viejo truco que aprendió en compañía de la Betza. El seguro de la puerta se abre como si lo conociera y Antonio entra a la habitación, esperando encontrarse a su novio en la cama leyendo, o tal vez en su escritorio dibujando. Se imagina muchas cosas, desde las más inocentes hasta las que no debería decir en voz alta, pero encontrar a Aziel con una navaja en la mano y el antebrazo lleno de cortadas ciertamente no era una de ellas.

El miedo que apuñala la boca de su estómago es tal que, cuando Antonio cruza la habitación hasta donde está él, cree que sus piernas van a fallarle. Por suerte, no es así y consigue llegar a tiempo para arrancarle de las manos la navaja, antes de que vuelva a hacerse daño. El filo de ésta se clava en su palma y le arranca una mueca de dolor, mas eso no logra distraerlo.

—¡¿Qué chingados estás haciendo?!

Su primer impulso, como casi siempre lo ha sido, es gritar. No es sino hasta que aparta su mirada de las cortadas en el brazo de Aziel que lo ve a los ojos y se da cuenta de su error. Encuentra lágrimas en los luceros de su adoración y el corazón de Antonio se apretuja todavía más de lo que ya lo está. Se tiene que morder los labios con fuerza, al punto de sentir dolor, para contenerse; soltar todas las dudas y miedos en forma de reclamos no va a ayudar a Aziel.

Así que toma un respiro. Se calma. Se forza a ver las heridas y, aunque están sangrando, sabe a simple vista que son superficiales. Ha lidiado con cortadas toda su vida; esto no es diferente... pero sí lo es. Aziel no es ningún compañero que se haya lastimado en una pelea, ni tampoco es un inútil que se lastimó haciendo algún trabajo. Esto fue intencional y eso le duele más que cualquier otra cosa.

Antonio cuenta hasta diez en su mente mientras respira. Aziel no se mueve; su brazo izquierdo está extendido hacia el frente, con esas finas líneas rojizas que aún escurrían, pero él no dice nada. Tal vez sea vergüenza, miedo... tal vez no cree todavía en que su novio, con el que apenas lleva dos meses de relación, se haya enterado de esto.

Por un largo rato, ninguno de los dos dice nada.

Se quedan en silencio, que solo es cortado por las respiraciones agitadas de los dos y los cantos de los grillos allá afuera, por el murmullo de los árboles sacudidos por el viento nocturno. Es Antonio, entonces, quien se mueve primero y, sin pensarlo, entra al baño del cuarto de Aziel. La habitación no es pequeña, para nada, pero las piernas largas del Cuervo lo ayudan a cruzarla en apenas tres zancadas.

Los ojos llorosos del menor de los Fell lo siguen de forma disimulada, hasta que lo ve regresar cargando el botiquín y la vergüenza lo golpea más fuerte. Las lágrimas ya no caen, pero siguen ahí, bailando en esos luceros como las olas del mar que reflejan la luz de un faro.

Antonio, sin embargo, no dice palabra alguna. Tiene miles, por supuesto, pero se las guarda y prefiere hincarse cuando llega frente a él. Deja el botiquín en el suelo y comienza a sacar las gasas y el alcohol. Con su mano derecha, toma por la muñeca a Aziel y, con la disculpa pintada en la mirada, comienza a limpiar las heridas.

—Perdón —susurra y se detiene cuando su novio se queja despacito—. ¿Te arde?

El otro asiente con una mueca de dolor en el rostro y, por fin, sus miradas se encuentran. Una llena de vergüenza, de miedo; la otra llena de confusión, pero también algo que faltaba: comprensión. Porque al fin entiende la razón por la que, a pesar del clima, Aziel siempre usa camisas con mangas largas. Al fin entiende que la razón por la que no se ha vuelto loco, a pesar de la forma en que lo trata su familia y todo el daño que ha recibido, es porque él se ha estado haciendo daño a sí mismo.

Antonio se inclina y besa la palma de su novio. Un beso delicado que le hace cosquillas a Aziel y logra hacerle sonreír. Eso le da la confianza para seguir con las curaciones, con delicados toquecitos usando las gasas humedecidas en alcohol, para desinfectar las heridas. Luego, cuando sabe que ya está listo, las cubre con vendas limpias y, una vez más, le da otro beso en el dorso de su mano.

Aziel lo mira. No ha dejado de hacerlo. Sus mejillas, que estuvieron pálidas cuando lo vio entrar, ahora están pintadas de un bonito rosa que le queda de maravilla. Entonces se muerde los labios, como si estuviera tratando de decidir por dónde empezar a dar explicaciones. Voltea hacia un lado y encuentra, allá tirada, la navaja llena de sangre.

—Toño, yo...

—Shh... no, angelito, no —le susurra Antonio—. No tienes que decirme nada. Nomás deja que me quede contigo... Y yo te curaré siempre que lo ocupes, nubecita.

Aziel piensa en decir algo, pero no lo hace, porque entonces Antonio se acomoda a un lado suyo sobre la cama. Despacio, como si no fuera la primera vez en que lo hace, se lo lleva consigo y terminan los dos acostados juntos. Algo como eso, en cualquier otra situación, haría que el menor de los Fell se sintiera nervioso; sin embargo, cuando su cuerpo toca la superficie mullida del colchón, en la forma en que las manos de Antonio lo acarician no hay nada más que un profundo cariño.

Un deseo incansable de protección.

Un amor que, aunque en ese momento Aziel no lo creyera del todo, le curaría las heridas que ganaría con los años.

El Corazón del CenzontleDonde viven las historias. Descúbrelo ahora