El Límite del Miedo

14 6 12
                                    


El aire en el shopping estaba pesado, denso. Apenas dos días habían pasado desde que llegaron a Reyes, pero para David y los demás, sentía como si hubieran pasado semanas. La tensión era palpable, todos lo sabían.

David se había pasado la tarde clavando maderas en las ventanas, arrastrando muebles para reforzar las barricadas. Sabía que no iban a aguantar mucho más si los Ahogados seguían golpeando las puertas con esa furia descomunal. Y lo peor era que no podían salir. Ana les había mandado un mensaje diciendo que afuera la cosa estaba peor, que Reyes estaba lleno de esas cosas.

—Tenemos que aguantar —dijo David, dándole el último golpe al martillo, mientras un sudor frío le caía por la frente.

Diego, todavía débil, apenas podía moverse. Estaba tirado contra una pared, con la mirada perdida, mientras Tomás no paraba de caminar de un lado a otro, con los nervios de punta. En ese momento, Doña Rosa, que estaba sentada a un costado, empezó a respirar de forma agitada.

—No puedo más... algo me está pasando, chicos —dijo ella, con los ojos desorbitados, su cuerpo temblando como una hoja.

David se acercó rápido.

—¿Qué pasa, Doña Rosa? ¿Qué siente?

—Me duele todo... me estoy... me estoy volviendo loca —dijo ella, con la voz quebrada—. No puedo respirar bien, me están vigilando, están ahí afuera... están mirando... van a entrar, ¡van a entrar!

Doña Rosa empezó a sacudirse, los ojos llenos de terror. Mariana trató de calmarla, poniéndole una mano en el hombro, pero la mujer se apartó de golpe, con el pánico dibujado en su rostro.

—¡No me toques! ¡Están por entrar, nos van a matar a todos!

—Doña Rosa, por favor, trate de tranquilizarse... —intentó decir David, pero su voz apenas salía.

La mujer seguía en su estado de paranoia, moviéndose de un lado a otro, murmurando cosas sobre los Ahogados, sobre cómo estaban observando desde afuera, acechando. Mariana la miraba preocupada, mientras Tomás daba vueltas nervioso.

—¡No nos queda tiempo! ¡Nos van a matar a todos! —gritaba Doña Rosa, mientras se agarraba la cabeza—. ¡Vamos a terminar como ellos! ¡Los escucho! ¡LOS ESCUCHO!

David trató de contenerla, pero la mujer estaba completamente fuera de sí. El encierro, el miedo, todo le estaba pasando factura. Mariana se acercó despacio, tratando de no alterarla más.

—Rosa, por favor, escúchame. Estamos haciendo todo lo posible. No vamos a dejar que entren. Tenés que estar tranquila —dijo Mariana, con una voz suave, pero la mirada desesperada.

Doña Rosa empezó a respirar rápido, como si le faltara el aire, y se dejó caer contra la pared, temblando. David se acercó, preocupado.

—Rosa, tenés que tranquilizarte. Si seguís así, te va a hacer peor... —dijo, aunque sabía que las palabras eran inútiles en ese momento.

—¡Ellos me escuchan! ¡Saben lo que estoy pensando! ¡Los escucho adentro de mi cabeza! —gritó la mujer, entre sollozos, sus manos aferrándose al pecho, como si el miedo la estuviera asfixiando.

El ruido constante de los Ahogados golpeando las puertas se sumaba al caos, y David sintió cómo la presión aumentaba. No solo tenían que lidiar con los infectados, sino también con la paranoia que empezaba a invadir a algunos del grupo. Y mientras tanto, el Trepador seguía moviéndose en el techo, como una amenaza silenciosa.

—No puedo seguir así... —susurró Doña Rosa, mirando al techo, como si estuviera viendo algo que los demás no podían ver—. No quiero morir...

David tragó saliva, mirando a Mariana y Tomás, sin saber qué hacer.

Los CondenadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora