En el sótano, el aire era denso y apenas podían respirar sin sentir que el miedo les trepaba por la espalda. Cada paso que daban se hundía en el agua estancada, y los pocos murmullos que intercambiaban se ahogaban en el eco. Néstor miró a Ana y a los otros soldados, sabiendo que ya no tenían tiempo para pensar demasiado. Miró el arma que llevaba como respaldo, una pequeña pistola, y se la extendió a Ana.
—Tomá —dijo, con la voz seria—. Vos sabés usarla.
Ana lo miró y asintió, sin dudar un segundo. Pero antes de que pudieran avanzar, se quedó quieta un instante, y en un murmullo apenas audible, le soltó algo que lo dejó de piedra.
—Néstor, escuchame... Estoy... estoy embarazada. Quedate conmigo, y cuidate.
La confesión le cayó como un balde de agua helada, pero Néstor se la guardó en el pecho. No había tiempo para reaccionar, y mucho menos para ponerse a pensar en lo que significaba. En su cabeza solo retumbaba una cosa: protegerla. Como fuera, aunque tuviera que atravesar el mismísimo infierno.
Antes de que pudieran seguir, escucharon un ruido que los hizo parar en seco. Era un sonido arrastrado y húmedo, como si algo se estuviera moviendo entre la oscuridad, pisoteando el agua con torpeza. Los ruidos se intensificaban, y Néstor levantó la mano, indicando que no se movieran. Entonces, las primeras figuras empezaron a aparecer.
Eran los infectados, que se acercaban tambaleándose desde el fondo del sótano, los ojos vidriosos y la piel rota en trozos. Néstor apuntó y disparó al primero en la cabeza, viéndolo caer sin vida en el agua. Los demás lo siguieron, sus cuerpos torcidos pero avanzando como si no tuvieran nada que perder.
—¡A la cabeza! ¡No desperdicien balas! —ordenó, mientras disparaba una y otra vez, cada tiro un impacto seco que resonaba en la oscuridad.
Ana también disparaba, concentrada, y Néstor no la perdía de vista, cuidando que ningún infectado se le acercara. Sacó una bengala de su mochila y la encendió, lanzándola hacia adelante. La luz roja iluminó el sótano, y fue como si el horror cobrara vida en un cuadro: decenas de Ahogados arrastrándose hacia ellos, con ojos vacíos y bocas abiertas en un silencio aterrador. Algunos apenas podían sostenerse en pie, pero todos avanzaban con esa sed extraña, inhumana.
—Dale, que no se acerquen —gritó Néstor, manteniendo la línea junto a los militares. Cada uno disparaba con precisión, y los Ahogados caían al agua uno tras otro, hasta que los disparos empezaron a cesar y los gruñidos se fueron apagando.
El sótano quedó sumido en el silencio, solo roto por el chisporroteo de la bengala que aún ardía en el suelo. Justo en ese momento, sintió una mano en el hombro y giró rápido, apuntando, pero se encontró con la cara de David.
—¡Pará, pará! Somos nosotros —dijo David, levantando las manos. Néstor bajó el arma y exhaló aliviado al ver a David y a los demás, pero notó la tensión en sus rostros. Algo no estaba bien.
—Llevame a Doña Rosa —ordenó Néstor. David dudó un segundo, pero asintió y comenzó a guiarlo hacia el interior del shopping, mientras Ana y los otros militares vigilaban el perímetro.
Llegaron a una pequeña sala donde Doña Rosa estaba de pie, tambaleándose como un títere sin cuerdas. Sus ojos, vacíos y sin vida, no mostraban rastro de la persona que una vez fue. Néstor no dudó un segundo: alzó el arma y apuntó a la cabeza. David abrió la boca, como queriendo decir algo, pero el disparo ya había salido. Doña Rosa cayó con un golpe seco, y el eco resonó como un recordatorio de lo que ya no podían permitirse.
Algo en la cabeza de Néstor hizo clic. La paciencia se le agotó de golpe, y se giró hacia David y el resto del grupo con una mirada de acero, de esas que no admiten discusión.
—Escuchen bien —dijo, su voz como un cuchillo—. Cualquiera que esté infectado, muere. No vamos a arriesgar a nadie más.
David, con la cara pálida y los ojos todavía fijos en el cuerpo de Doña Rosa, asintió sin oponerse. Sabía que Néstor tenía razón. Aunque doliera, aunque le destrozara el alma, ya no había lugar para sentimentalismos. El horror era real, y ellos estaban en medio de él.
Néstor tomó la delantera y avanzó hacia la salida, el rifle en alto, con los militares siguiéndolo en formación. Sabía que no había margen de error. Era hora de sacar a su gente, y nada ni nadie iba a interponerse.
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Los Condenados
HorrorAño 2048. La Plata, una ciudad vibrante en el pasado, ahora es un infierno post-apocalíptico. Un virus ha convertido a sus habitantes en zombis lentos y repulsivos, con la piel cayéndose a pedazos y vomitando bilis. La vida es una lucha constante po...