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Astrid

Una bocanada de aire frío me golpeó el rostro cuando abrí la puerta de madera de la casa de mi tía. Tenía el interior de las uñas llenas de pintura de colores porque me había pasado la tarde pintando con ella.

Era la única de mi familia que realmente me comprendía. Desde pequeña, me invitaba a su pequeña casita en un pueblo alejado de la ciudad para que pintásemos juntas. Me había enseñado todas las técnicas: carboncillo, acuarelas, óleo... En su casa nunca faltaban materiales; había cajas y cajas de acuarelas, pequeños botecitos de todos los colores imaginables de pintura acrílica y, sobre todo, una cantidad abrumante de pinceles de todos los tamaños y formas.

Ella se había divorciado hace mucho tiempo de su marido y tenía la pequeña casita para ella y sus pinturas. Todas las paredes, en su momento blancas, estaban llenas de cuadros del techo al suelo. Podrías pasarte horas contemplándolas: había paisajes, retratos, dibujos de animales... Si te fijabas bien, incluso podías ver algunas partes en las que sólo había pinturas al óleo o carboncillos.

A ella siempre le había gustado pintar e incluso había ido a clases de pintura cuando era más joven. Para mí, ir a su casa era como ir a clases de pintura. Mis padres nunca me dejaron ir a clases y suponía que nunca me dejarían. Cuando les pregunté por ello, empezaron a decirme que pintar no servía para nada, que buscase algo más productivo en la vida. Por eso, desde ese día, casi todas las pinturas que hacía se quedaban en casa de mi tía.

Por alguna razón, hoy había decidido llevarme la que había hecho y salí al aire frío de noviembre con ella bajo el brazo.

– No cojas frío, cariño. –Dijo ella mientras yo bajaba los escaloncitos que separaban la puerta del jardín.

Sonreí a mi tía, ya que me decía eso siempre que me iba de su casa. Me despedí con la mano y me abroché el abrigo. Hacía mucho viento. Noté como se me revolvía el cabello pelirrojo, pero me dio igual y seguí mi camino hacia la parada del bus, dos calles más abajo.

Eran casi las ocho y ya estaba anocheciendo. De camino al bus, tenía que pasar por delante de una de las pocas cafeterías del pueblo y al pasar, el dueño, como siempre, me saludó.

Era un hombre delgado, de unos sesenta años con el pelo canoso y liso. Siempre llevaba el delantal verde manchado de café, algo que recordaba desde que era muy pequeña. Mi tía y yo íbamos allí a tomar chocolate caliente a menudo y luego íbamos a su casa a pintar. Recuerdo que en la cafetería, todo el mundo conocía a mi tía y la saludaban alegremente. Por aquel entonces, yo debía de tener unos diez años, pero pensaba que mi tía era famosa. Al final, descubrí que tan solo era un pueblo tan pequeño que todo el mundo se conocía.

También recordaba que el camino de la cafetería hasta su casa se me hacía muy largo. En realidad, tan solo eran dos calles. Mi tía siempre iba hablando de lo que podíamos pintar ese día, qué técnica usaríamos...

Me senté en el frío banco de metal de la parada del bus y saqué el móvil para mirar cuánto tardaría. Me detuve en la pantalla de inicio. Había un mensaje de un número desconocido:


Hola Astrid, soy Óscar, el de tu clase. No me he enterado de nada en mates y no tengo ni idea de si han mandado deberes o algo. Seguro que tú lo sabes :D


Suspiré. Solo le interesaba a ese chico cuando él quería. Si yo necesitaba algo de él o quería decirle algo, me ignoraba completamente. No quería ser como él e ignorarlo, así que le respondí rápidamente:


Hola Óscar. Los deberes son: pág 27 ejs 4 y 5; pág 28 ejs 7, 8 y 11. También te digo los de biología porque seguro que tampoco te has enterado: pág 36 ej 1; pág 38 ejs 8 y 9.

Encontré mi Norte (en pausa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora