III. Aquiles y Héctor

13 1 1
                                    

Sirius empujó la puerta de la comisaría con el cansancio acumulado de la mañana, con piernas tambaleantes y manos adoloridas. El bullicio habitual le dio la bienvenida: teléfonos sonando, teclas acompañando y voces cruzándose en un caos que le resultaba familiar. Era una situación que nadie esperaría encontrar en la tranquilidad de su pueblo.

Su padre, el inspector Soler, caminaba unos pasos por detrás, saludando a un par de agentes con un gesto rápido y un ademán de autoridad que prometía horas extras para cualquiera que entrara en su oficina. El pelirrojo aún no podía replicar esa expresión, sintiendo admiración e irritación a partes iguales, consciente de que podría abrirle puertas en el futuro.

—¡Eh, Sol! Ya era hora de que te pasaras por aquí —exclamó una voz grave a su izquierda.

Sirius sonrió en su dirección, insincero, viendo como el agente Santamaría bufaba y volvía al papeleo que se apilaba en su escritorio. Era un hombre que llegaba a los cincuenta, con el rostro curtido por años de desvelos; su cabello negro empezaba a mostrar mechones grisáceos, propios de la lucha contra el tiempo y el estrés del trabajo. Cálido, pero cínico, era el primero en llegar a la escena del crimen y el último en irse, cualquiera lo sería con esa cantidad de papeleo. La sonrisa del pelirrojo fue más sincera entonces, sumido en sus pensamientos caminó hasta el escritorio de su padre, con él a sus espaldas, donde se sentó junto a su silla.

Antes de que pudiera relajarse en el caos familiar de la comisaría, la puerta principal volvió a abrirse y un chico de su edad cruzó el umbral. Era alto, con el porte de alguien que no estaba ahí por accidente, pero tampoco por vocación. Sus ojos oscuros recorrieron la sala como si estuviera midiendo el lugar, evaluando cada detalle al mismo tiempo que agarraba con fuerza la correa de su mochila.

Hombre caucásico, por el tamaño de las ojeras es probablemente universitario. Edad indeterminada... Tiene facciones muy suaves, la piel tersa y sin marcas del tiempo, aproximadamente ronda los veinte. Cejas arqueadas. Mandíbula fina, labios curvados en una mueca familiar...

El azul claro se encontró con el marrón cálido, aquellos orbes eran profundos y enigmáticos.

El chico apartó la mirada, una figura más pequeña lo empujaba hacia la oficina con insistencia. Sirius entendió por qué su padre había dejado la puerta de la oficina abierta, una vocecita en su cabeza que sonaba como Sánder parecía reírse alegremente, previendo algo que el pelirrojo debería ser capaz de deducir.

—Vamos, entra de una vez y deja de bloquear la puerta —murmuró la figura con un tono que no aceptaba discusión, la reconoció al instante: era la inspectora Evans. Los dedos delgados del castaño se aferraron a la puerta, inconscientemente, como si quisieran detener el tiempo.

Sirius apoyó la espalda en el respaldo de la silla, observando con atención el espectáculo que tenía lugar frente a él. Los ojos marrones —del hijo de la inspectora Evans, Biel, ahora que reconocía sus similitudes— reflejaban una mezcla de curiosidad y resignación, aunque también un destello leve de irritación.

Sabe algo.

La mujer empujó finalmente a su hijo dentro de la oficina, alzando una ceja en su dirección, y cerró la puerta con un suave clic que resonó en el silencio de la habitación.

Ella, con expresión serena, se sentó primero, dejando el bolso sobre su regazo. Él, con movimientos deliberados y pausados dignos de un depredador siendo acechado, se sentó poco después manteniendo la mirada fija en ellos, a la espera de algo que no estaba seguro de querer en su futuro.

¿Qué sabes? ¿Qué está por ocurrir? ¿Tiene que ver con la inspectora Evans? O, por el contrario. ¿Es una víctima? ¿Un posible culpable? ¿Ha sido testigo del suceso? ¿Qué podría ser...?

TártaroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora